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Permítame comenzar con un mea culpa. Terminaba mi reflexión anterior con una frase que hoy me parece intensamente ingenua: “tal vez nos encontremos en los albores, cuando no justo en el medio, de una era en la que el mundo de las ideas solo sea parte de un universo que lo abarca todo: el del afán de imponerse al otro. La mayor parte de las veces, incluso, de manera violenta”, decía yo con no sé qué afanes esperanzadores encerrados en mi “tal vez”.

Por supuesto, los últimos acontecimientos en el México que habito y, me atrevo a generalizar, los acontecimientos del último año a escala global, no solo demuestran que la premisa de la que me sentía inseguro es cierta, sino que obligan a repensar algunas cosas en torno a la difusión de información en la digitalia y a intentar comprender sus implicaciones sociales -pensaba escribir “sus implicaciones éticas”; pero la ética no es un proceso desatado por implicación, sino un proceso continuado y por lo tanto inclusivo per se de lo que en su sustancia repercute, o debería serlo.

Valdría la pena recuperar una noción primordial: la información produce ecos en el ámbito de la realidad más allá de la plataforma mediante la cual se obtenga: digital o análoga, virtual u objetual, opcional o impuesta. Probablemente sea una noción que se da por sentada, pero no está de más entender que los flujos de información no afectan únicamente el “imaginario” -es decir, la construcción mental mediante la cual se generan impresiones, imágenes de la realidad- sino que ese imaginario construye sin lugar a dudas conexiones con todos los ámbitos de la vida de las personas e influye de manera determinante, a través de ellas y sus haberes, en la construcción del imaginario colectivo y de las acciones o inacciones que de éste surjan.

Vale la pena también subrayar el hecho de que los flujos de información no requieren necesariamente de un acto volitivo del receptor para integrarse en el imaginario: ésa y no otra fue la gran definición que aportó la comunicación de masas durante el siglo pasado. Los mensajes llegan por repetición, por simpatía (o por reverberación, si el amable lector prefiere un término físico a uno musical), a veces incluso en contra del propio deseo.

Sustraerse de la información es un deseo casi necesariamente inalcanzable; no así, el deseo de sustraerse a su repercusión o a su repetición, en teoría inherentes por lo menos en lo que se refiere a los flujos de información (particularmente en la digitalia y muy predominantemente en Internet). Hace poco, una persona me preguntaba si la repetición de la información era un acto necesario y si esa repetición determinaba de alguna manera un nivel, al menos subjetivo, de participación en la construcción del imaginario social. Una pregunta pertinente donde las haya, particularmente si tomamos en consideración que la noción (yo lo llamaría “el sentimiento”) de “estar informado” ha sido la caracterización previa y casi por antonomasia de las personas que se consideran a sí mismas como “participativas”.

Quisiera aclarar que todos estos términos pertenecen a una subjetividad que, en mi opinión, carece de verificativos cuantificables en la realidad y los uso no sin cierta carga de ironía; sobre todo, porque quienes suelen usarlos como adjetivos para definirse a sí mismos (“soy una persona informada y participativa”) suelen ponerlos no solo como virtudes inmanentes del “deber ser”, sino como vibrantes bienes de prestigio. Si se me permite el arrebato, de una manera muy similar a la que induce al sacerdote a enarbolar su celibato como prueba de rectitud o a la que induce al impotente a alardear del tamaño de su auto como prueba de virilidad. En todo caso, estar informados y participar requieren por lo menos de un esencial auto de fe: el que nos convence de que tenemos suficientes datos para darnos una idea del estado general de la realidad y para actuar en consecuencia. De hecho, por oposición, solemos condenar a priori el no-hacer dentro de la acción social como una prueba palpable de ignorancia, quizá la más palpable hasta hace algunos años. El siglo XXI y su más importante transformación en los flujos de información, la digitalia, nos está demostrando que la ignorancia per se no es necesariamente una omisión (del Estado, de la colectividad, sistémica o de método, ni siquiera de las personas) sino un estadío también permanente dentro de los flujos de información y que es inherente al ser humano no solo en el inicio sino en todos los estadios de esos flujos.

Así pues, hoy muchos luchadores socialesy un ejército de personas “informadas y participativas” se dan en la cabeza con la pared tratando de entender cómo es que ante la brutalidad de la realidad objetiva (cosa que, sobradamente, no existe) y ante la cantidad de información disponible al respecto, las personas no reaccionan como “deberían” reaccionar. Pongo en entredicho, como suelo hacer, la existencia de algo caracterizable como “realidad objetiva” porque probablemente sea en esa caracterización donde se encuentre anidada cierta carga de indiferencia, de incomprensión, incluso de un nihilismo pragmático, que se traduce en ese no-hacer que tanto desespera a quienes piensan que a cada masacre, a cada derramamiento de sangre o a cada violencia sistémica deberían seguirles las movilidades sociales que acabaran con todo mal de una vez y para siempre. Cosa que, obviamente, no ocurre y que tampoco existe.

¡Qué pregunta dura, qué dilema! ¿Sirve de algo, realmente, repetir la información que nos indigna, viralizarla hasta donde nos sea posible, hacerla llegar a todos, criticarla y desmenuzarla, hacernos eco del horror creyendo que el horror quizás se diluye como el eco? ¿O, por el contrario, hacernos eco solo es echarnos a los hombros la agenda del horror, permitirle que viva y que nos embriague de rabia o de miedo o de impotencia, dejar que por nuestra boca o por nuestros muros de Facebook hable la agenda de quienes provocan el horror y de quienes viven y comercian y se benefician de su parálisis, de su estética de mierda, de sus rituales y de todos los lugares comunes que nos salen de la boca como editoriales de pacotilla: “ya basta”, “nunca más”, “su muerte no será en vano”, “exigimos justicia”? Vuelvo a una pregunta que me parece abrumadora en el contexto de esa información que nos regresa a la muerte, que la trae a colación: ¿quiénes somos cuando repetimos viralmente la información? ¿Hacia dónde creemos que va esa información, a quién queremos que afecte y de qué manera, qué respuesta esperamos? ¿Esperamos alguna? ¿O lo hacemos solo como una forma de participar, como participa del eco la pared inane, solo por estar allí? ¿O tal vez como una forma de sentirnos bien con nosotros, porque nos da un gustito de haber participado, de haber colaborado, de haber puesto el grano de arena que sabemos que no vamos a poner en ninguna otra parte?

Probablemente ninguna de estas preguntas tenga una respuesta posible y usted, querido lector, me acuse de abusar de la retórica. Creo, sin embargo, que hoy es increíblemente necesario detenernos un segundo antes de repetir la información; hacernos alguna pregunta, cualquiera. No hacerlo, hacerlo mecánicamente, repetir porque hay que hacerlo, convertiría las posibilidades inéditas que nos ha deparado el diálogo digital en un mero ardid de automatismo, de burocracia, de predeterminación. Y de eso, de esa clase de mensaje, el mundo ya está lleno.

P.D.: Que los jóvenes de Ayotzinapa encuentren el sentido. Que nosotros lo encontremos también.

Autor

  • Daniel Iván

    Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.

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