La pregunta que convoca esta reflexión es cómo sería un sexenio de Claudia Sheinbaum. Antes de contestar, sigo pensando que el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) intentará incidir lo más posible en las decisiones de su sucesora. Todos los factores de poder real —las bases morenistas, el partido, las bancadas, los gobernadores, la popularidad— le pertenecen a él. El capital político de Sheinbaum es en realidad del presidente y él lo intentará usar incluso si significa constreñirla. Sin embargo, también es cierto que el presidencialismo otorga infinidad de facultades de iure. Hay un poder constitucional y metaconstitucional en el título, empezando por el mando supremo del Ejército y las Fuerzas Armadas. Por eso, desde Plutarco Elías Calles ningún presidente con pretensiones de mangonear a su sucesor lo ha logrado. Todos los que intentaron gobernar por interpósita persona —desde Miguel Alemán y Luis Echeverría hasta Carlos Salinas— fracasaron: tarde o temprano el sucesor se emancipó y cortó lazos. Claro que contaban con un partido estructurado y disciplinado que hacía cargada a favor del elegido: algo que en principio Sheinbaum no tiene, pero está cada vez más cerca de tener conforme los morenistas cierran filas con ella. Quizá se resquebraje el orden partidista cuando no esté AMLO, quizá ese orden se mantenga leal a él, pero quizá no: no lo sabemos. De tal suerte que, para contestar esa pregunta, imaginaré un escenario en el que Sheinbaum gobierna por sí sola, sin interferencia del tabasqueño y con el respaldo de su partido. Es la mejor forma de intentar entender en dónde residirían las diferencias y de qué modo sería distinto su gobierno.
Naturalmente, buena parte de un gobierno depende de cómo gane: no es lo mismo un presidente con mayorías legislativas calificadas y con el poder de cambiar la Constitución, que uno sólo con mayorías absolutas para cambiar leyes secundarias y controlar el presupuesto, no digamos ya uno sin mayorías. A juzgar por los resultados de las elecciones intermedias del 2021, en las que el régimen obradorista perdió la mayoría calificada, y por el techo de votos del morenismo —más o menos la mitad del voto efectivo—, es muy improbable que Sheinbaum tenga un Congreso con mayoría calificada. Quizá obtenga mayoría absoluta y al menos pueda controlar el presupuesto, pero también es dudoso. En cambio, es muy verosímil suponer que podría enfrentar un Congreso opositor si es que se mantiene unido el Frente. En dado caso, sería una presidenta sumamente débil: no sólo no podría cambiar la Constitución —dejando intactas algunas de las reformas liberales más importantes, como la energética—, sino que tampoco podría controlar el presupuesto. Con un déficit fiscal como el que le está heredando AMLO y sin la legitimidad para orquestar una reforma fiscal, Sheinbaum enfrentaría una situación financiera muy complicada, prácticamente sin dinero para hacer nada y, encima, con la obligación de pagar las deudas del populismo. Si a eso le añadimos la posibilidad de perder la Ciudad de México, la adversidad se agrava. Por eso el régimen obradorista está convocando de manera tan insistente a tener “carro completo”, el famoso “Plan C”, porque enfrenta la amenaza de una presidencia acotada y, además, le da la posibilidad de capturar al Instituto Nacional Electoral y a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para fraguar definitivamente un régimen transexenal autoritario que anule las elecciones libres y la posibilidad de cambiar al partido en el poder.
Sheinbaum no tiene el carisma ni la popularidad para compensar esa situación de debilidad. Pero una presidencia débil tampoco es buena noticia. Por un lado, a Sheinbaum la rodean los poderes fácticos que encumbraron a AMLO en su ascenso al poder a cambio de prebendas: los viejos sindicatos, los empresarios oligopólicos, los maestros, los petroleros, los militares, el crimen organizado. Es toda la vieja guardia reaccionaria, profundamente corrupta, antiliberal y autoritaria, y todos ellos exigirán su parte del trato. Por tanto, es previsible que sigamos en una ecuación de inmensa corrupción, debilidad institucional y un Estado languidecido donde ganan los poderes más oscuros y el individuo desorganizado lleva la peor parte.
Pero, por otro lado, decía, la Presidencia otorga suficientes poderes —como los decretos y el uso de la fuerza— para dar los manotazos necesarios. Un presidente débil no anula la posibilidad de uno autoritario: la aumenta porque, precisamente, tiene que compensar, sobre todo en cuestión del orden público. Si se piensa bien, la popularidad y el poder de AMLO de cierta manera ayudaban a mantener soterrado el descontento; al final no fue un represor porque no fue necesario: el consenso estaba de su lado. En cambio, una presidenta Sheinbaum acorralada tendría todos los incentivos para endurecer el uso de la fuerza y perseguir críticos. Ya nos ha mostrado su capacidad de responder en manifestaciones: como cuando mandó a sus policías a reprimir a los manifestantes de Tláhuac y a las feministas —presuntamente con uso de gases— en 2021, o a Xochimilco en 2022; o como cuando mandó a la Guardia Nacional al Metro y a golpear una manifestación de jóvenes en 2023.
Hay otra ambivalencia en Sheinbaum: por un lado, conocemos las consecuencias que produce la mezcla de incompetencia y corrupción. Los casos del Colegio Rébsamen, que se cayó en el sismo del 2017 por permisos de construcción ilegales cuando ella era jefa delegacional de Tlalpan, y el de la Línea 12 del Metro que se cayó, entre otros aspectos, por falta de mantenimiento cuando ella era jefa de Gobierno, no son aislados. También se incendió así el Puesto de Control del Metro en 2021, lo que provocó la muerte de un policía y 30 heridos. El peritaje lo hizo la empresa francesa Bureau Veritas y encontró que la causa había sido falta de mantenimiento. A todas luces, se trata de un modus operandi en el que Sheinbaum tiene los servicios en malas condiciones para remar ese dinero a sus clientelas y bases sociales. Así, las demarcaciones que ha gobernado pueden sufrir los estragos de la corrupción, pero al mismo tiempo serle electoralmente redituables.
Sin embargo, por otro lado, Sheinbaum da visos de ser más competente técnicamente que AMLO. Si bien la acompaña un sector castrochavista, ese flanco porril de la UNAM y los sectores sociales que nutren a su clientela capitalina, también la rodea un cúmulo de jóvenes egresados de las mejores universidades de México y el mundo. Son más cercanos al wokeísmo, a la ideología de género y al marxismo cultural, pero no son únicamente hardliners ni radicales: son también técnicos. El peligro con ellos es que le ayuden a volver más sofisticado el aparato clientelar, a aceitar los programas sociales, a cruzarlos demográficamente y a construir una hegemonía transexenal. Es posible que no cometan los mismos errores en el ejercicio del poder —errores, si se quiere, de aprendizaje— en los que incurrió el obradorismo en su primer sexenio, sino que afinen procesos, instrumentos, programas e instituciones para consolidar formalmente al régimen. Más o menos eso hizo su grupo cuando llegó a la Ciudad de México en 1997: heredó las estructuras corruptas del PRI, pero las fue mejorando, asegurando su permanencia ya 27 años. Es difícil sacar a esa mafia del poder en la capital porque, aunque gobierna mal, se ha enquistado en las instituciones y redes clientelares. De ahí que la próxima sea una elección tan delicada. Como ha escrito Jan Werner Müller, los regímenes autoritarios que llegan por la vía democrática sólo tienen que ganar una o dos elecciones y después es virtualmente imposible sacarlos del poder. Así, podemos prever que buena parte del nuevo gobierno estará empeñado en apretar las tuercas y aceitar la maquinaria electoral para enquistarse definitivamente.
Donde habrá una clara diferencia es en el estilo de comunicación: no se ve a Sheinbaum con la personalidad para sostener mañaneras ni estar mareando al pueblo con detentes, supersticiones y demagogia etnonacionalista. Su gran irritabilidad con los medios —vista en repetidas ocasiones frente a las preguntas incómodas— no augura una relación sana con la crítica. Ahí también tendrá que compensar. La complacencia de los grandes medios tradicionales, las ataduras de la prensa con la publicidad oficial y el servilismo de la comentocracia afín al poder ya marcaron la pauta: se ensanchará aún más el aparato propagandístico. Ya no vía su voz, como con AMLO, sino a través de decenas de centinelas en los medios y el ciberespacio. Ellos estarán encargados de darle admisibilidad democrática, de disfrazarla de “moderada”, “moderna”, “científica” y de izquierda socialdemócrata, mientras tras bambalinas se cuece la consolidación del régimen antidemocrático.
No se ve una salida positiva a los dilemas de Sheinbaum: si el pueblo comete el error de darle “carro completo” o el régimen opera una elección de Estado, estaremos ante la inminente y expedita desaparición de la democracia, la captura final del árbitro electoral y de la Corte Suprema. Está anunciado y es explícito. Pero aun en el mejor escenario, si el pueblo no le da ese cheque en blanco o el régimen no logra reventar la elección, entonces la impotencia, el capricho de sus socios, la antipatía de su figura, la presencia de cuadros más técnicos, la llevarán a un ejercicio compensatorio del poder que, de cualquier forma, amenazará la democracia. Para el electorado, un callejón sin salida.
Pablo Majluf: Periodista y conductor del podcast Disidencia.
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