Gracias a la Corte, el debate sobre la regulación de los medios de comunicación vuelve a contar con un largo etcétera. Los ministros razonaron y también fueron razonables cuando decidieron que las reformas a las leyes de telecomunicaciones y, radio y televisión, se alejaron de la Constitución.
Con sus muy serenas argumentaciones juzgaron que, más allá de la competencia y la certidumbre económica, lo importante de este expediente estaba colocado en la pluralidad de los medios de expresión que se requieren para asegurar las libertades en una sociedad democrática.
Tengo para mí que se trató de un momento fundacional para la nueva Suprema Corte de Justicia mexicana. Varias son las razones: en este conflictivo tema los ministros optaron por jugar con todas las cartas abiertas; dieron a conocer públicamente cada uno de los documentos que normaron su discusión; escucharon en público, y también en privado, a todas las partes; como en la mejor de las democracias, llamaron al estrado a los especialistas, al punto en que ellos mismos terminaron siendo unos peritos sobre la cuestión, y finalmente, pero no menos relevante, se expusieron durante muchas horas al ojo crítico del observador televisivo.
En efecto, la Corte demostró que no es la opacidad sino la transparencia, el procedimiento más sabio para discurrir sobre los asuntos que, como éste, traen tan enjambrada a la sociedad mexicana. Asimismo, dieron una lección pedagógica sobre el tono y el talante que se necesita para resolver los conflictos en una comunidad política que, de vez en vez, acostumbra a polarizarse tan rabiosamente.
Porque tienen conciencia del extraño arte de razonar con inteligencia –no utilizaron adjetivos altisonantes, ni agresiones personalizadas, ni descalificaciones gratuitas. Se quedaron con la única y sola herramienta de la razón: escribieron, hablaron y votaron, pero siempre con un enorme respeto hacia las partes en disputa.
Este hecho, tan propio de los tribunales constitucionales, no debe pasar desapercibido. Otra historia habría sido ésta si, en su momento, las reformas a las normas generales de telecomunicaciones, y radio y televisión (la llamada Ley Televisa), hubiesen surgido de una deliberación tan considerada y argumentativa como la que observamos durante estas últimas semanas en la Corte.
Si en un principio no hubieran tenido lugar el descrédito mal intencionado, la guerra opaz de los telefonazos, las reuniones vergonzosas de las partes, la arrogancia y soberbia de los poderosos, el radicalismo de los deseos y la batalla sorda de las elecciones, la Ley Televisa se habría salvado de ser calificada como inconstitucional. (Por lo pronto, se le conocería con otro nombre menos grotesco.)
La Corte ha fijado ya los criterios a partir de los cuales ahora se podrá construir un marco regulatorio más democrático. No legisló –porque no es su papel– pero colocó nítidamente los límites y los alcances constitucionales sobre los cuales los representantes populares deberán cumplir su próxima y respectiva responsabilidad.
Back to square one, ése fue el mandato de los ministros: ¡que se regrese al Parlamento el asunto para que se discuta mejor! Eso sí, gracias a ellos, en el futuro se tratará de un cuadrado más nítido y más preciso del que ya no será válido apartarse.
Ojalá y cuando el país regrese a esta vertiginosa discusión, los interesados puedan comportarse de una manera distinta. ¿Sabrán ellos tomar conciencia de lo que, en realidad, les ocurrió? ¿Podrán hacer un corte de caja sobre todas esas actitudes irresponsables que hundieron la deliberación pasada? Si los mexicanos aprendiéramos un poco de la serenidad que los jueces demostraron durante estas últimas semanas, las condiciones para el ejercicio de los medios de expresión en nuestro país terminarán siendo muy otras.
En cambio, nada que valga la pena va a salir de todo esto si, a partir de los últimos hechos, los resentidos elevan su absurdo griterío, o los triunfadores olvidan la obligada generosidad que debe prevalecer en la victoria. Al tiempo.