Al terminar de leer Genealogía de la soberbia intelectual de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959) me vinieron tres preguntas: ¿Qué es este libro? ¿Cómo debe leerse? Y, ¿es una obra recomendable? La más reciente entrega de Serna, dividida en diez capítulos, no tiene una frontera notoria, se hilvana en un eje principal: bajar del pedestal a quienes en diversas etapas han sido más lentejuela y chaquira que sustancia en el acontecer cultural, sobre todo literario.
Pero si lo dejamos hasta allí la idea quedaría incompleta, ya que ésa es solo una parte, la otra es una invitación a que la crítica que vive en cada uno de nosotros renazca para ser parte del debate contemporáneo, aprendiendo de algunas pifias que nos heredó la historia.
En las casi 400 páginas se nota a un Serna al más puro estilo del profesor cómplice, que permanece en el aula con sus alumnos al final de la sesión para ampliar dudas y argumentos. Se pone en primera persona, como objeto de estudio ante la reflexión y como quien pide ser escuchado para dar a conocer un punto de vista sobre un tema que le ha llevado creo yo desde que disfrutó la lectura de su primer libro. Y seguro un tema constante, que casi puedo asegurar retomará en algunos años.
Serna habla de cómo los antiguos autodenominados dueños de la verdad protegían bajo candado sus conocimientos para que no todos tuvieran acceso a ellos, pues su poder se vería minado. Parte de una hipótesis: “Del Renacimiento hasta nuestros días, el método científico ha sido el gran enemigo del oscurantismo y el elitismo, puesto que el conocimiento empírico no se fundamenta en la acumulación del saber libresco, sino en la observación analítica de fenómenos, la intuición y el sentido común”. Eran sabios porque sabían un poco más que el resto y porque escondían la llave de acceso a ese conocimiento.
Y es que la superioridad intelectual radicaba en el manejo del idioma, la aptitud de saber escribir o leer (hoy algo que pareciera tan básico), o ser del club que maneja a su antojo el status de la vida cultural. De eso habla este libro.
En la lectura de pronto un nombre le es conocido, y resulta que ese afecto cercano y admirado no sale muy bien librado. Derrumba del pedestal a uno que otro personaje prefigurado de ángel y que en la vida terrenal de escritor padeció la más aguda de las miserias. Otros casos le merecen líneas lapidarias. Por ejemplo, a Haroldo de Campos lo llama “charlatán encerrado en el verbo” y a los ganadores del Premio Nobel de Literatura como Elfride Jelinek (2004) o Jean-Marie Le Clézio (2008), los califica como “representantes del pensamiento fósil conocido como ‘corrección política'”.
Genealogía… habla también de aquéllos que se dan el lujo de opinar de todo, de los expertos de cualquier tema y especialistas de nada, sin embargo señala que: “Si los novelistas renunciaran a opinar de política en los diarios no dejarían un gran vacío: ese papel lo ocupan ya los politólogos con posgrado universitario. Lo que sí puede empobrecer a la humanidad es la renuncia del escritor a influir en la opinión pública tangencialmente, como lo han hecho los grandes novelistas de todas las épocas”.
Por ello hace hincapié en la parte de la lengua, porque si partimos de la realidad de que el dueño del lenguaje es dueño del debate entonces se puede comprender el perfil sectario de, por ejemplo, los egipcios, o de las personas que sabían latín y lo presumían y usaban como “un pasaporte a la casta superior”.
¿Cómo debe leerse este libro? Es complicado responder.Se recomienda que se haga de la forma tradicional, del capítulo uno al diez, sin embargo, cada capítulo en su individualidad transmite la idea de buena manera. También hay que tomar Genealogía… como una invitación al debate. Y debe leerse con cuidado, puesto que por instantes no se logra distinguir la crítica de la sarcástica. Debe leerse con pluma o lápiz en la mano porque terminará subrayado y esas frases releídas en el momento, algunas escritas con la intención de la inmortalidad del momento (José de la Colina dixit) de las redes sociales, a las que también les dedica algunas palabras: “No hay mucha diferencia entre la quinceañera que se distrae leyendo en clase los recaditos de su celular y el escritor ávido de incienso que revisa a diario las solicitudes de amistad del Facebook”.
Hasta tiene el detalle de dedicarle unas páginas al uso de las gafas, que eran tomadas también como muestra de superioridad intelectual y que han pasado a través de las modas como elemento de diferenciación, hoy el ejemplo son los hipsters. Lo verdaderamente trascendente pasa la barrera del tiempo y de la crítica, mucha de ella halagadora en su momento debido a razones diferentes al rigor literario.
El libro viaja del antiguo sacerdocio a la actualidad literaria para hacernos ver que la inteligencia endiosada hace daño y que la liga se rompe cuando quien se siente superior lo quiere demostrar creando súbditos en lugar de escuela, aplaudidores en lugar de ejemplos.
Debe tomarse también como una reflexión ante lo que se nos vierte como verdad sin que opongamos la mínima resistencia. Y hace recordar por momentos La espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann, o ese ejercicio científico donde en un salón se mostraba a cuatro estudiantes (tres de ellos sabedores del experimento) un número tal que al momento de preguntarles decían los tres primeros que era otra cifra, y el último estudiante, el que no tenía idea de que era conejillo de indias, en ocasiones por el ánimo de pertenecer al grupo o de no ser señalado como el tonto del pueblo, decía lo mismo que los tres anteriores. Esto es, ser diferente del resto cuesta trabajo.
También cuesta trabajo alejarse de la necesidad del reconocimiento y la autoestima. La soberbia intelectual va sobrelos egos, o la guerra de los egos, en ocasiones juntos, en otras de frente. De allí que la obra señale casos atípicos de autores que escriben de forma tan complicada que nadie los comprende, para que sigan siendo señalados (para bien o para mal).
Como dice Serna: “Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede comprender. En cambio, su reputación crece cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil”. Empero: “Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tonto distinguido. Solo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía en el caso de los viejos oráculos”.
A ello hay que sumarle otro factor, otro poder cultural: “la naciente mercadotecnia del espectáculo y de las letras, que pagaba claques de aplaudidores para fabricar éxitos teatrales o imponía desde los periódicos obras literarias de paupérrima calidad”. Esto se nota en los diversos grupos de México y el mundo. Las empresas completan su ciclo: editan y publican la obra, luego la recomiendan en sus canales oficiales y posteriormente en una campaña mediática o de relaciones públicas para redondear el éxito del momento, pero deben apresurar el paso, porque la semana siguiente nacerá otro éxito.
Serna califica al integrante del mundo cultural como mezquino si codicia solo el poder por el poder mismo y no para aportar a la sociedad: “Cuando el poder cultural no influye en la sociedad y solo aspira a ser la materia gris detrás del trono, invariablemente queda aplastado por la inteligencia pragmática a la que pretendía dirigir”.
El último capítulo, “La pesadilla de la razón”, es el cierre perfecto del tema que le da título a la obra: “La vanidad se puede disimular más o menos bien, pero la soberbia es inocultable”. Y tiene que ver con el pasado, el presente y sobre todo el futuro: “Si la gente percibe que las grandes aventuras del conocimiento o de la intuición culminan en la neurastenia, ¿cómo podemos convencerla de que vale la pena embarcarse en ellas?”.
La respuesta y última pregunta planteada al inicio es rotunda: Sí, recomiendo ampliamente la lectura de este libro al igual que La ternura caníbal y La sangre erguida, Genealogía de la soberbia intelectual es un pretexto para que salgamos de las páginas del libro y busquemos en la vida real otra forma de ver las cosas, no quedarnos con una sola opinión, sino formarnos la propia.
Podemos agregar un concepto que parece pasar del largo en las páginas de la obra: el respeto por las opiniones de otros, todas tienen cabida, el punto es ver el grado o el porcentaje de aceptación (y penetración). Ese respeto debe ser recíproco, incluso el mismo Serna, si se encuentra con alguien que no escriba de su agrado, por cuestiones desde la argumentación más teórica, hasta por el puro ánimo que nace en las entrañas, debe hacer espacio para aceptarlo.
Ese respiro en favor de la tolerancia se debe sembrar en todos los integrantes de la vida cultural y literaria, y en el lector. Que se disfrute, gozo sin presiones ni pretensiones. Disfrute con sustancia, evitando la inmediatez que desgasta.
Y quizá de esa forma podamos, como lectores, poner nuestro granito de arena para modificar para bien la cultura en nuestro país. Que deje de ser, como señala el autor, “un adorno prestigioso”, para ser “un agente de cambio”
Enrique Serna. Genealogía de la soberbia intelectual, Taurus, México, 2013, 402 pp.
Autor
Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y Máster con Comunicación Política y Corporativa por la Universidad de Navarra en España. Consultor en Consultores y Marketing Político SC.
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