La transparencia y el acceso a la información pública gubernamental, tienen una doble característica. Irresistible en el discurso e irritante en la cotidianidad.
Difícilmente algún político o funcionario público se atreverá a decir abiertamente que está en contra de la transparencia o que no está dispuesto a entregar información de su gestión. Sin embargo la transparencia, molesta y se resiste de manera soterrada por los distintos niveles de la estructura burocrática. Los niveles operativos creen proteger al jefe cuando niegan la información y frente al escándalo de la negativa lo convencen de que los comisionados del IFAI están locos. Apuestan, con altísimas probabilidades de acertar, que el jefe nunca leerá la resolución.
El 15 de noviembre, cuando se aprobó el presupuesto 2011, subieron a tribuna diputados de todos los partidos, muchos hablaron en favor de la transparencia, dijeron con orgullo -algunos real y otros muy bien simulado- que este presupuesto incluía una serie de obligaciones de transparencia que nos permitiría a los ciudadanos seguir mejor el ejercicio del gasto público.
Es menos complicado enfrentar una resistencia abierta, que tiene un discurso estructurado, que esgrime razones atendibles que deben discutirse; mucho más difícil es vencer una oposición que se niega a sí misma a través de un discurso políticamente correcto que no se corresponde con los hechos. Persiste la costumbre del virreinato que tanto daño ha hecho en México al Estado de Derecho: acátese pero no se cumpla. Por ello es indispensable reconocer la divergencia que existe entre el discurso y la actuación de burócratas y élites políticas, dicha disparidad entorpece la transformación cultural necesaria. Todavía no tenemos ciudadanos que exijan, ni gobernantes que informen.
Las resistencias se organizan de diversas maneras y por muy diversas razones. Padecemos una muy débil y arcaica gestión de la información al interior de las dependencias y entidades. La información se encuentra parcelada, no hay mecanismos que obliguen a compartir la información con otras unidades administrativas, mucho menos con otras secretarías de Estado. Viejos postulados de Max Weber siguen vigentes en pleno siglo XXI: el poder del burócrata es directamente proporcional a la información que custodia y no comparte.
Estas prácticas cotidianas de resistencia se complican con verdadera angustia cuando hay que entregar documentos que ponen en evidencia malas actuaciones o la ausencia de fundamento para ciertas decisiones. Estos documentos guardados tan celosamente normalmente tienen que ver con gastos injustificados e injustificables. La ausencia de documentos revela, muchas veces, la falta de sustento para decisiones trascendentes y declaraciones temerarias. Ambos excesos son denunciados constantemente vía solicitudes.
Lejos, muy lejos estamos de la transformación cultural que exige asumir tanto la participación como la vigilancia ciudadana como condiciones del servicio público. No hemos logrado una reorganización estructural de la gestión de la información y de los documentos. El presupuesto del año 2011 incluyó cláusulas de transparencia y exige informes periódicos sobre el ejercicio público, los ciudadanos podrán y deberán vigilar, vía solicitudes, a la administración federal y a las administraciones estatales. Existe el instrumento para que los ciudadanos exijan. Es una verdad de Perogrullo, pero hay que decirla, esta herramienta sólo sirve si se utiliza, en caso contrario se corroe. Parafraseando a los sofistas, la participación se demuestra participando.