Para millones la celebridad representa la felicidad en esta tierra. Se explica que el medio sea el mensaje. Después de todo no resulta lo mismo aparecer en un diario escrito que en la televisión: mientras que las audiencias televisivas se cuentan en millones, en los periódicos y revistas se tasan en miles, y eso con buena suerte. Igual en las redes sociales. Mientras más gente te siga y “le gustes” eres más dichoso o, cuando menos, encuentras una razón para inflamarte, por un segundo, como la madrastra de Blanca Nieves.
¿Quién no ha soñado con convertirse en una estrella? Algunos nos imaginamos en una banda de rock que haría época. Otros en deslumbrar desde la pantalla grande o, ya de menos, desde la chica. Otros en firmar autógrafos como súper deportistas de primera línea. En el inquieto grupo de los sensibles nos miramos resplandecer algún día como Octavio Paz o Frida Kahlo, ya de perdida como Carlos Monsiváis. Y en las aspiraciones secretas de cualquier empresario que se respete acecha su foto adornando la portada de la mejor revista empresarial del momento. A falta de convicciones propias, el ama de casa vive las intensidades de su fama imposible en los chismes de las celebridades, soñándose en el lugar de la actriz famosa pero haciendo las cosas, naturalmente, mejor que ella.
Tristezas y alegrías se miden por el número de fanáticos que acumulamos a lo largo de la vida. Y si uno no alcanza la celebridad, cuenta con la opción de convertir la envidia en resentimiento y echar pestes de todos los famosos, en particular de los que han conseguido notoriedad dentro de la rama que a uno le concierne personalmente. Quién sabe, tal vez se conquiste la fama a fuerza de desnudar las mentiras que han hecho posible la fama de los competidores.
En los bizarros linderos de lo extremo se desvelan los que buscan romper marcas Guinness o perturbar con su asombrosa rareza en un programa de televisión centrado en la exaltación de las peores rarezas humanas. Ante la sana escasez de propósitos trascendentales, el presente se consume en la ansiedad por agenciarse la admiración de los demás. Nuestros impulsos son dominados por esa ligereza que con frecuencia deviene pesada loza que acongoja y no deja dormir. El azote más reiterado se orquesta gracias a los aplausos que uno no recibe y se descubre presto a mendigar. El nuevo mendigo cósmico lamenta íntima y gravemente su famélica popularidad. Y las censuras contra esa búsqueda desesperada provienen con recurrencia del despecho y la amargura de quien anhela en secreto el éxito y reivindica en público el valor espiritual de los fracasados y marginales. Bastaría no haber esperado la fama para no resentirse por su ausencia, pero en la sociedad del espectáculo el hambre de renombre se cultiva de la cuna a la tumba. Toda celebridad se asienta en la confusión, pero a una sociedad confundida le haría daño la claridad. Y aquí, como en todas partes, la ironía ayuda a reconciliarnos con el absurdo que no podemos derrotar.
En aras de reconciliar la vida del espíritu con la vida material se ha querido llenar el espectáculo de contenidos y difundir los contenidos en las rentables palestras del espectáculo. De los Beatles a Steven Spielberg, pasando por la conversión del mundo editorial en una industria que responde a los gustos del mercado, son numerosos los intentos de otorgarle viabilidad económica a la vida del espíritu. Y por momentos las necesidades del espíritu han cesado de pelear con las necesidades mercantiles, sin embargo, es imposible ignorar la irreductible especificidad de cada ámbito, y tal vez resulte inevitable alguna acerba tensión entre ellos.
Lo cierto es que a veces las operaciones del espíritu se avienen al show, pero en otras el show acaba por disolver cualquier operación del espíritu con tal de llenar la caja registradora. Como en cualquier otra área vital, en ésta el dogmatismo, en uno y otro sentido, condena a vivir agrios enconos y producir estímulos insignificantes. Si parece un despropósito tratar de vivir al margen de la sociedad del espectáculo, adherirse a ella sin ningún recurso crítico garantiza una existencia vacua e inflamada. Si la sociedad del espectáculo no admite profundas exploraciones de la condición humana, no cabe duda que permite expresarla en todo su esplendor demoniaco. Y seamos francos: hoy en día los resplandores demoniacos resultan ridículos, sobre todo cuando uno es quien resplandece. Así que admitámoslo: la celebridad es una diablita que da risa.