Siempre me he imaginado a los censores como una turba de viejitos sentados alrededor de una mesa con la mirada inyectada y frases como: “dijo pito, sácate el tabulador de multas”. Los imagino también vociferantes y de mal humor, pero con esa vara que el Estado les concede para decidir, quién sabe bajo qué argumentos, la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. En este país, donde la ley suele ser letra muerta es curiosa la manera en que la censura ejerce sus efectos en todos los medios por diferentes vías que normalmente suelen ser ligeramente patéticas y vergonzosas.
Hace unos días en “La noche W”, el programa en el que Fernando Rivera Calderón me invitó de manera suicida a colaborar, asistieron Carlos Pascual y Pedro Kóminik para promocionar su obra de teatro Las tandas del centenario. En algún momento este último inició al aire un par de estrofas del himno nacional y de inmediato se prendieron en mí las alarmas de la turba de viejitos a los que imaginé con machetes afuera de la estación. Nuestro cántico patrio es una cosa sacrosanta y cantarlo así nomás o ponerse un escudito es motivo de ex comunión censora. El asunto no pasó a mayores (como suele ocurrir en este país) pero me dejó pensando acerca de las prioridades nacionales.
Si a mí me preguntaran (cosa que no suele ocurrir) qué es lo que debería censurarse en este país, iniciaría de inmediato por vetar las barras de comedia y chismes de Televisa y TV Azteca, deportar a Fidji a gente como Laura Bozzo (esa gran intelectual), a la Chapoy, Legarretas y demás yerbas que día con día, contribuyen de manera científica y significativa al apendejamiento de la nación tenochca. No se censura la chabacanería y la vulgaridad (recordar el “Panda Show” de la radio, o la discriminación en la que incurren descerebrados como Esteban Arce)pero sí hay una lupa sobre cuestiones que parecen emanadas de un manual de Carreño lustroso de lo viejo y obsoleto. Esta mexicana costumbre de venerar “instituciones” como se veneran tótems es la culpable de que sea más riesgoso para un comunicador decir “que hueva” al aire o denostar al Benemérito que desorientar a la gente, embrutecerla o de plano manipularla y ello revela lo torcido que está todo.
Ahora bien, me resulta claro que el Estado se abroga opciones que rebasan sus ámbitos y que reflejan por lo menos desconfianza en la forma en la que educamos a nuestros hijos. ¿Bajo qué criterio, por ejemplo, asignan una clasificación a las películas en exhibición que impide que algunas personas tengan acceso a ella? ¿Quién es el guapo que decide lo que un menor debe observar y lo que no? En mi
caso confiaría en mi criterio y le diría al señor de la puerta, “mire usted, estos son mis hijos y creo que soy la persona indicada para determinar junto con ellos si lo que veremos nos parece apropiado o no”. Por supuesto el diálogo sería ligeramente mamarracho e improductivo. Cuando la ley habla de lengua procaz me recuerda la beatería de nuestros asambleístas que decidieron castigarlas miradas lascivas, como si hubiera un estándar para medirlas (tengo un amigo que viviría preso, pero eso se debe a que se le va un ojo, no a su líbido exacerbado).
Finalmente y no por ello menos importante es la forma de censura que ejerce el Estado a través de la decisión discrecional (lo he dicho antes) de asignar publicidad a diversos medios, premiando o castigando como Nerón con pulgar en alto, ésta es una vía perversa que se ejerce con sus y mis impuestos querido lector y sobre la que no existe la menor regulación posible.
El alma de un censor debe ser ligeramente retorcida; recuerdo aún al cura de Cinema Paradiso tocando una campana cada que los actores de una película se conocían bíblicamente más allá de lo que un alma pía puede permitirlo. Me queda claro que es necesario iniciar un debate entre el gobierno y los medios para poner los puntos sobre la mesa y dejar las simulaciones que hacen que en este país nunca pase nada y cuando pasa, no pase nada.