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Conocimiento: la construcción común (parte 5)

Entendiendo la construcción de los flujos culturales como un asunto primordialmente público, es decir, un flujo que para cumplir con todas sus posibilidades exige que su materia primordial, la información, regrese de alguna forma al espacio público luego de ejercer su influencia en el espacio privado- todo sujeto que se implique en ella acepta para sí la posibilidad de la interpretación y, particularmente, de la “lectura” como interpretación compleja.

Siguiendo el mapa de la hermenéutica (al que resulta útil avenirse de vez en cuando, aunque sea únicamente como punto de partida), en el mundo digital los estadios de creación, recepción y efecto no implican únicamente actos volitivos con resultado tangible o cuantificable (alguien crea una película, alguien la difunde, alguien se queda dormido) sino que forman una complicada red de eventos que se reproducen, se aíslan, se niegan y se confunden. Por supuesto, en el ámbito análogo esto también es cierto -aún cuando, en virtud del conocimiento “seguro”, la preeminencia cultural sea dictada en libros, es decir, en objetos por la academia y en no pocas ocasiones nos vemos obligados a reconocer la influencia y permanencia cultural de cierta creación perdida que nadie o pocos supieron ver en su momento; aunque, probablemente por un mero atavismo de nuestra relación con lo objetual, siempre tendemos a desear, implicar o incluso provocar que esa creación sea “reproducida”, “reconocida” y “valorada en su justa dimensión”, lo que usualmente significa convertirla en un best-seller y, claro, emitir con singular entusiasmo el cliché “esto va a reescribir los libros de historia”.

Sin embargo, la carencia de materia o condición objetual de los bienes culturales digitales proveen un entramado de condiciones completamente distinto para la posibilidad -presente en cualquier acto de creación- de influir en los flujos culturales1. No creo que mejor ni peor, pero sí carente de las limitaciones, implicaciones y ventajas que caracterizaban al ámbito analógico y, por supuesto, generando las propias. Tal vez, principalmente, reconociendo que estas limitaciones, implicaciones y ventajas trascienden el ámbito de lo físico para inclinar la balanza en beneficio de lo imaginado: el bien cultural digital posee la característica única de asumirse imaginario puro, no en el sentido lacaniano de “ideal prefigurado” sino en lo que podríamos llamar un modelo caótico (de la forma en la que, por ejemplo, Castoriadis caracterizaba el caos): algo surgido de la nada, es decir, sin espacio físico capaz de atraer y poseer en sí mismo todas las características ideales que su creador, su poseedor o su receptor le requieran, que nunca serán las mismas y que, incluso, pueden ser modificadas de forma continua en cualquiera de los estadios del proceso cognitivo que le implique. Una de la ideas más contundentes que trae a colación la cultura digital es la personalización: la cultura como camino maleable, no definitivo, personalizable en la medida en que podemos alterar en virtud de nuestro gusto, nuestra necesidad o conveniencia no sólo la experiencia en sí (el tamaño de la letra de un libro electrónico, el orden de los módulos en una página web o el orden de las escenas de un filme en un DVD) sino el formato axiológico con el que asumimos las distintas vincularidades del proceso cognitivo (si leemos primero a un autor o a otro, si le concedemos una importancia mayor a cierta idea que a otra, si volvemos a una idea hasta no entenderla, si la omitimos por no entenderla). Volviendo a la idea del caos en Castoriadis, la cultura digital podría asumirse como surgida del caos, como acto volitivo individuado: la cultura pierde el filtro previo de la institución que se la apropia (sea cual sea) y regresa a su forma más esencial de flujo, de movimiento. Que esto sea bueno o malo será algo que habrá que preguntarle al futuro. Sin embargo, hoy representa una oportunidad inédita y sin duda estimulante. Tan estimulante que el encierro de los bienes digitales en las paredes de los paywalls de quien sea que los ponga llama a las más activas y sinceras formas de rebeldía: el caso de Greg Maxwell liberando en The Pirate Bay treinta y dos gigas de libros electrónicos científicos de los años 1600 por los que pagó “legítimamente” a JSTOR es no sólo significativo sino incontrovertiblemente contestatario (se me escapó un “esto va a reescribir los libros de historia”; y usted, estimado lector, ya se habrá dado cuenta el hecho de que los libros liberados hayan sido parte del “Transacciones Filosóficas: que dan cuenta de los presentes emprendimientos, estudios y labores del ingenio en muchas y considerables partes del mundo”, entra sin duda en el campo de lo poético.

La cultura es, entre muchas cosas, una de las formas más complejas de la memoria. Es un movimiento de energía cognoscible y de las formas a las que acude, de conocimiento intangible pero sin duda aprehensible, que posee la capacidad orgánica de regresarnos a la fiesta como ritual, a las ideas como bienes comunitarios, a formas de pensamiento milenarias pero también a la ocurrencia del pensamiento inmediato o “contemporáneo”, a miedos atávicos y a demonios modernos, a éticas primordiales, a equívocos inobjetables, al horror y a la razón, a lo fútil y a lo increíblemente significativo; todos y cada uno esenciales no sólo para nuestro propio entendimiento de la naturaleza -la humana o cualquier otra- sino, muy principalmente, para la posibilidad de la conexión con los otros que no somos. Nos recuerda quiénes hemos sido en el tiempo y quiénes somos como posibilidad; muy particularmente, quiénes somos al permitirnos ser en otros. Esa memoria busca para sí un espacio de contención -un recipiente, si se quiere- que rebasa sin lugar a dudas a las instituciones, que las escinde por su naturaleza inabarcable, tanto como rebasa y niega su posesión y su estancamiento. Sería tan reduccionista decir que un chip de memoria es capaz de contener la cultura o de abarcarla, como decir que su preservación puede ser segura posesión del estado o la academia. En todo caso, y sin querer ser apocalíptico sino ateniéndome a muchos esbozos válidos de historia de la cultura, pareciera que su función es más bien la de negar las instituciones, la de evadir sus recipientes, la de reclamar para sí el único espacio capaz de significarla: el espacio de la vida.

La cultura es mucho más que la preservación de un devenir para el entendimiento de los individuos o las colectividades: es ese devenir en sí mismo, su naturaleza es serlo y en serlo abarca su propia preservación, se la procura. Particularmente, lo hace al declararse patrimonio de todos los que en ella participan. Incluso de los que ingenuamente pretenden sustraerse a ella, o sustraer a otros.

Nota

1 Arjun Appadurai, antropólogo socio-cultural contemporáneo y profesor emérito de Medios, Cultura y Comunicación en la Universidad de Nueva York, caracteriza cinco dimensiones del flujo cultural: las étnicas (ethnoscapes), las mediáticas (mediascapes-pobremente traducido como “mapas de medios”), las tecnológicas (technoscapes), las financieras (financescapes) y las ideales (ideoscapes). Esta caracterización sigue la idea primordial de la cultura como movimiento, como flujo de información y como construcción de imaginarios colectivos e individuales presente en la mayor parte de las caracterizaciones más o menos serias de la materia que nos ocupa.

Estas ideas han sido primordialmente desarrolladas en el libro Modernity at Large: The Cultural Dimensions of Globalization (1996) Vale la pena apuntar que Arjun Appadurai es uno de los cocreadores de Public Culture, revista y portal digital sobre estudios culturales interdiciplinarios de gran influencia en el ámbito digital. Cita en http://publicculture.org/

Autor

  • Daniel Iván

    Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.

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