Los grandes progresos en las tecnologías de la información y la comunicación han llenado de esperanzas de progreso material y de bienestar social a vastos e importantes sectores sociales. En aquellas la humanidad encontraría una herramienta ecuménica para solucionar sus problemas casi por sí solas: procurarían desde el entendimiento cultural hasta el desarrollo económico, pasando por la democratización política.
Sin embargo, cuando menos por el momento la realización de esa ciberutopía aún está muy lejana, si es que algún día llega. Así, hoy más bien debe ser objeto de análisis y crítica, como la de César Rendueles en su libro Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (México, Debate, 2015), quien afirma: “El mensaje que no queremos oír es que nuestras esperanzas ‘ciberutópicas’ han nacido muertas”.
etcétera conversó sobre ese libro con Rendueles (Gerona, España, 1975), quien es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid; profesor de esa institución y en la Universidad Carlos III de Madrid. También traductor, fundó la revista Ladinamo y fue el encargado de la Coordinación Cultural y la Dirección de Proyectos del Círculo de Bellas Artes de Madrid. En 2013, los lectores de El País eligieron a Sociofobia como el mejor libro de ensayo del año.
¿Por qué escribir un libro como Sociofobia?
Me ha llevado 10 años pensar en las cuestiones que trato en el libro, y la verdad es que lo escribí un poco para mí, para someter a prueba esos asuntos que había ido pensando, sobre todo para saber si tenían coherencia: qué aspecto tenían cuando tuvieran la articulación de un libro, de un texto pensado para que otros lo leyeran.
La “sociofobia”, como usted la define, es un derivado liberal, capitalista, extremadamente individualista de la sociedad que viene desde antes de la era digital. ¿Cómo se ha logrado imponer esta “sociofobia”?
Eso es lo que planteo, en efecto. Pienso que su fundamento es la desconfianza en la capacidad que tienen las sociedades democráticas de llegar a consensos y acuerdos. Los liberales, desde el siglo XVIII, han creído que las sociedades complejas, de masas, son incapaces de desarrollar los mecanismos democráticos necesarios para llegar a acuerdos colectivos, que son incapaces de ponerse de acuerdo en qué educación, qué sanidad o qué ejército es preferible.
Entonces, como les parece que eso es imposible, creen que intentar llegar a esos acuerdos somete a las sociedades a una tensión excesiva, lo que, por lo tanto, nos coloca siempre al borde del conflicto y la guerra. Para evitarlo es mucho mejor privatizar y dejar que el mercado se encargue del máximo detareas posible, porque es verdad que en el mercado no necesitamos ponernos de acuerdo porque él nos pone de acuerdo.
Yo creo que eso queda muy bien en el papel, pero no funciona tan bien en la realidad. En esta necesitamos llegar a acuerdos y podemos hacerlo, no es ningún problema.
Usted dice que el mercado libre no ha existido ni puede llegar a existir, sino que es, más bien, una utopía, un proyecto fracasado y contradictorio. ¿Por qué es irrealizable?
Es una utopía porque nunca ha existido. Lo que se ha llamado mercado libre en realidad ha sido una expropiación de las clases medias, de las clases populares. Siempre ha requerido la imposición del mercado, la mercantilización, de la intervención muy activa de los gobiernos, a menudo muy violenta y muy autoritaria.
Nunca ha sido un proceso automático, por el contrario: desde los siglos XVII y XVIII los procesos de mercantilización en todo el mundo han requerido violentísimas intervenciones del Estado. Cuando ese proyecto utópico (en el peor sentido de irrealizable) fracasa, siempre ha requerido de intervenciones gigantescas del Estado: solo desde 2008 Estados Unidos ha gastado en el rescate de las grandes instituciones financieras el equivalente a varios planes Marshall.
Entonces estamos viendo cómo el mercado libre en el fondo es un proceso completamente tutelado por el Estado, que no tiene nada que ver con la espontaneidad ni nada parecido, y que es más bien resultado de la complicidad entre las elites políticas y las económicas.
Usted señala que “la posmodernidad ha acelerado la destrucción de los vínculos sociales tradicionales que van desde las carreras laborales, las relaciones afectivas incluso familiares, y las lealtades políticas. A cambio se ofrecen nuevas formas de sociabilidad”. ¿Cuáles son éstas y cuál es el papel que en ellas desempeñan las tecnologías de la información y la comunicación?
Todo el auge de las redes sociales, de Internet, tiene que ver con cierta fantasía: que la tecnología va a solucionar una parte importante de nuestras vidas que estaba muy dañada y que echábamos en falta, que es la posibilidad de tener vidas plenas en común, de tener una vida política y social rica que no esté supeditada a las dinámicas del mercado.
Me parece que, efectivamente, en el ámbito laboral nunca más tendremos solidaridades de clase, sindicales; que estamos obligados a emigrar constantemente para dejar atrás a nuestra familia y nuestros amigos; que tenemos que cambiar de trabajo cada dos por tres, y reinventarnos constantemente. Además nos dicen que eso es bueno, que es una vida mejor que la que llevábamos antes.
Considero que lo que hacen las tecnologías de la comunicación es que toda esa vida devastada, horrible y aterradora a la que nos lleva el capitalismo global contemporáneo nos parezca más aceptable. Dulcifica ese proceso de destrucción social y hace que lo vivamos como un proceso de reinvención sofisticada, como si estuviéramos constantemente llegando a nuevas fronteras de sofisticación cultural y simbólica, con nuevas relaciones sociales mucho más amplias.
Yo creo que es una farsa. A veces comparo las tecnologías de la comunicación contemporáneas con los psicofármacos, con el Prozac, por ejemplo, que nos ayudan un poco a sobrellevar la carga de estas vidas duras y dañadas. Pero nadie confundirá una vida buena con una vida medicada. Lo mismo pasa con esto: nadie puede confundir una vida social plena en todos los sentidos (políticos, afectivos) con esto que nos ofrecen Facebook y Twitter.
Al final del libro hay una anotación que usted hace sobre el 15-M y que va contra la opinión corriente que dice que lo que provocó este fenómeno fue la convocatoria en las redes sociales. Usted se opone y dice que es exactamente al contrario. ¿Cómo explica esto?
Eso creo yo y no solo por el 15-M sino también por las revoluciones del mundo árabe. Pienso que se han interpretado exactamente al revés. Las tecnologías de la comunicación llevan existiendo muchísimo tiempo y no han tenido el menor efecto político. Esa es la realidad, lo que demuestran todos los estudios empíricos: no han tenido efectos ni políticos, ni económicos, ni educativos. Se dice a veces que la revolución digital está en todas partes, excepto en los datos. Los estudios muestran que esos efectos son meramente publicitarios: no existen.
En cambio, lo que pasó con el 15-M, al igual que en otros movimientos políticos a los que estamos asistiendo, es que cuando la gente rompe con la apatía política, cuando decide movilizarse y desea salir a la calle, entonces las tecnologías de la comunicación, que servían para compartir pornografía, videos de gatos y, básicamente, insultos en los foros políticos, de repente tienen otra significación y otra utilidad. Cuando la gente sale a la calle, se moviliza y se encuentra en asambleas, entonces sí los smartphones, las computadoras sirven para cosas insospechadas, como realizar comunicación alternativa a la oficial, convocatorias y toda clase de asuntos.
Pero el proceso causal es el inverso al que se nos ha dicho: lo primero que tenemos que recuperar es la política que nos ha arrebatado el mercado para concebir que toda esta tecnología que está a nuestra disposición se convierta en una fuente de soluciones y no de problemas.
El 15-M fue un movimiento y lo sigue siendo: Podemos y todo lo que está pasando en España es muy físico, muy tradicional, muy asambleario en un sentido del siglo XIX: la gente que se encontraba en las plazas para levantar la mano, literalmente. No había votaciones digitales: la gente se encontraba en plazas y levantaba la mano, ese era el mecanismo de votación y discusión. Se hablaba durante horas, se hacían manifestaciones de miles y miles de personas. Entonces la tecnología sirvió para algo.
Otra anotación importante es que usted dice que el libre acceso a Internet no solo no conduce inmediatamente a la crítica política y a la intervención ciudadana, sino que en todo caso las mitiga. Ejemplifica con el caso de Psiphone. ¿Por qué ocurre este fenómeno?
No digo que sea en todo caso sino a veces, en ciertos contextos, cualquier tecnología de la comunicación, y no solo Internet, es una herramienta extraordinariamente útil en política. En los orígenes del movimiento obrero los periódicos fueron una herramienta de comunicación muy interesante que se leía en las tabernas.
Lo que digo es que a menudo las tecnologías de la comunicación tienen un efecto desmovilizador porque generan un simulacro de participación. Muchas veces parece que sencillamente interviniendo en un foro, votando a través de una herramienta de participación política, participando en alguna campaña de crítica de algún gobierno o de alguna empresa, pues ya se está participando en política.
La verdad es que no es así, para nada. Yo digo que Internet nos permite hacer varias cosas a la vez, pero la intervención política es, más bien, hacer cosas juntos, lo cual es mucho más complicado, que requiere de condiciones sociales muy determinadas, de confianza, por ejemplo.
Yo creo que ese es el auténtico problema: muchas veces las redes sociales nos generan una especie de simulacro de intervención política.
Por allí recuerda usted a Kierkegaard, quien decía que el desarrollo de la prensa, de las revistas, iba más bien en detrimento de la vida política. ¿Este señalamiento se ha exacerbado con las redes sociales?
Sí. Yo no creo que la tecnología deteriore por sí misma la vida política, no creo que tenga ese efecto. No tengo mucha confianza en el poder de la tecnología, ese poder mágico que le da todo el mundo. Yo creo que la tecnología, al menos la de la comunicación, es menos importante de lo que pensamos.
Considero que se debe más bien a un síntoma de otro fenómeno, ese sí muchísimo más importante: el deterioro de nuestra vida civil, de nuestra capacidad de intervención política, que tiene que ver, básicamente, con el auge de los mercados: le hemos entregado nuestra capacidad de intervención política, lo que ha destruido nuestros vínculos sociales.
Eso se ha reflejado, efectivamente, en una exacerbación de la capacidad de las tecnologías de la comunicación para limitar nuestra capacidad de intervención. Porque estamos como desconcertados, hay demasiadas posibilidades, y no nos dedicamos a lo auténticamente importante, que son las condiciones sociales de la intervención política.
Lo que necesitamos no es muchísima información, no son redes extremadamente complejas, sino alguien en quien confiar, que sintamos que nos apoya para así ganar en capacidad de negociación contra quienes tienen más poder. De alguna forma, esa sobreabundancia de información muchas veces provoca que esas solidaridades más primarias, más sencillas y más complejas a la vez, queden un poco desmontadas.
También destaca “ciberutópicas”, que se basa en que la revolución digital disolvería los problemas económicos de libre mercado. Añade que es cierta forma de autoengaño, y que incluso hay una ideología de la red. ¿Cuál es la relación de este “ciberutópicas” con el mercado?
Es muy llamativo, y creo que en América Latina se ha vivido con intensidad en las últimas décadas. Muchos partidos políticos que no tienen prácticamente nada en común y que en cualquier otra cuestión están en total desacuerdo, en lo único que coinciden es en la importancia enorme que supuestamente tienen las tecnologías para solucionar una enorme cantidad de problemas, desde desafíos ecológicos hasta los relacionados con la delincuencia, la educación y con la participación política. Es increíble: parece una piedra filosofal que todo lo arregla.
En ese sentido lo que ha pasado es que la tecnología de la comunicación a veces ha sustituido la fe que se tenía antes en el mercado para que solucionara todos esos problemas. Hoy, en la era de Lehman Brothers y de la crisis capitalista global nadie tiene mucha fe en que el mercado vaya a solucionar grandes problemas; más bien, lo toleramos porque no se nos ocurre nada mejor que organizar. Y las tecnologías de la comunicación han venido un poco al rescate, y parece que ahora son la nueva piedra filosofal que nos va a resolver todos los problemas.
Yo creo que nos enfrentamos a inmensos problemas que requieren de grandes acuerdos políticos y sociales. Pero ningún artefacto los va a resolver por nosotros.
Al final del libro señala al “ciberfetichismo” y a la “sociofobia” como fases terminales de una profunda degeneración en la forma de entender la sociabilidad, lo que afecta nuestra comprensión de la política. En este sentido, ¿cómo se vincula este “ciberfetichismo” con el consumismo?
Esa razón se ha estudiado poco porque hay un gran tabú en torno a la relación entre la tecnología y el consumo. Es muy curioso porque parece como que consumimos tecnología desesperadamente: hacemos y compramos constantemente smartphones, tablets y computadoras porque tenemos una necesidad comunicativa urgentísima.
Yo creo que eso no es verdad: que consumimos tecnología por la misma razón que consumimos autos, ropa, etcétera: porque es un fin en sí mismo. Vivimos el consumismo como una forma de realización personal a través del mercado y eso afecta también al consumo tecnológico.
Pero es algo de lo que no se habla: cuando se trata de la tecnología cualquier referencia al consumismo parece una obscenidad. Creo que no, que la tecnología es la última fase de una transformación en los hábitos de consumo que se remonta en sus inicios a los años sesenta, y que tiene que ver con el modo en que los consumidores y las empresas se fueron transformando para generar una sensación de consumo creativo, un tipo de consumo que potencia la individualidad, la sensación de autorrealización, de expresión personal, de reinvención. Toda la publicidad de las últimas décadas apunta en ese sentido. El consumo ya no es como en los años cuarenta o cincuenta, de masas, que nos hacía a todos iguales, sino que es una forma de manifestar tu propia individualidad y de ser diferente.
Es también lo que pasa con la tecnología, que forma parte de ese ciclo de consumismo sofisticado a través del cual tratamos, desesperada y erróneamente, de profundizar en esa individualidad, en esa creatividad. Yo pienso que es como un viaje a ninguna parte.
Usted también habla del fetichismo de las redes: dice que éstas han reducido nuestras expectativas políticas. Tendemos a pensar lo contrario: que las redes sociales dan una gran expresión a diversos actores de la política, pero usted dice que reducen nuestras expectativas. ¿Cómo es este fenómeno?
La intervención política tradicional no tenía que ver con la expresión sino con el compromiso. Participar en política es tener un compromiso con otras personas de un modo constante, en el cual están en juego las propias maneras de vivir, lo que uno es, y no sencillamente un conjunto de preferencias más o menos episódicas.
Lo que yo critico de las redes sociales es que reducen nuestros compromisos políticos a preferencias: participo en la red social, y si no, pues no pasa nada. Eso no tiene ninguna repercusión en mi vida.
El compromiso político tradicional tenía otras características: formaba parte de lo que uno era, que tenía que ver con compromisos de largo recorrido, con la forma en que uno se entendía a sí mismo.
Yo muchas veces lo comparo con la relación que mantenemos los padres con nuestros hijos: uno no se levanta por la noche a las tres de la madrugada a darle un biberón a su hijo no porque lo prefiera, sino porque es algo que ni siquiera eliges: estás comprometido con cuidar de alguien y todo lo demás viene rodado, sin posibilidad de preferencia o elección. Algo así es el compromiso político: uno toma ciertas decisiones acerca del tipo de persona que quiere ser, y eso le ata, en cierto sentido, a ciertos comportamientos.
En las redes sociales ese tipo de compromisos duros y estables desaparecen; todo se convierte en preferencias episódicas similares a las que tenemos en el mercado. Eso es lo que critico de las redes sociales, no tanto su capacidad expresiva, que, por supuesto, reconozco.
Usted hace la distinción entre el altruismo y el compromiso. Del compromiso cooperativo del que usted habla como norma social, dice que no existe ni puede existir en Internet. ¿Por qué?
Tal vez debería haber matizado un poco más. Creo que el compromiso cooperativo pertenece a nuestra vida analógica, que tiene que ver con el día a día. Lo que pienso es que no puede existir primariamente en Internet como un momento de espontaneidad. Creo que el compromiso necesita mediaciones institucionales, tiene que ver con cierto tipo de relaciones estables a lo largo del tiempo, y que Internet, en cambio, es el reino de la espontaneidad, en donde individuos que no se conocen coinciden a través de una herramienta de coordinación y de relación automática que permite que se reúnan sin necesidad de complejos aparatos institucionales o de llegar a acuerdos más o menos estables. Igual que hace el mercado, que nos coordina espontáneamente sin necesidad de llegar a acuerdos. En ese sentido no creo que Internet pueda ser una fuente primaria de esa clase de cooperación.
Ahora bien, una vez que se da esa cooperación fuera de Internet me parece que sí puede ser una herramienta muy útil. Lo que no creo es que la espontaneidad sea un sustituto de la cooperación analógica tradicional. Creo que los recursos digitales, en todo caso, podrían servir como herramienta para facilitar e incluso para potenciar esa cooperación tradicional.
En su texto recupera un principio ético, fundamentalmente para la izquierda: la codependencia. Usted llega a decir que el “ciberfetichismo” es incompatible con ese cuidado mutuo que usted destaca. ¿Cómo se expresa esto hoy en la política?, ¿cómo este fundamento ético ha sido afectado por el “ciberfetichismo”?
Es curioso porque es algo que he vivido con muchas personas. Toda la imagen que tenemos de nosotros mismos como consumidores sofisticados que tienen toda clase de relaciones complejas en las redes digitales, que están en contacto con toda clase de corrientes culturales e intelectuales, se desmorona tan pronto como tenemos un hijo que atender, un padre al que cuidar, un amigo que nos necesita, y al revés: cuando somos nosotros los que necesitamos esos cuidados.
Hay un fundamento antropológico: somos animales que necesitamos cuidados y seguramente los volveremos a necesitar. Eso es inevitable.
En cambio, en las redes sociales y en el mercado parece como si fuéramos dioses inmortales: a final de cuentas son nuestras preferencias, lo que queremos y deseamos en cada momento, y no es aquella clase de necesidades profundamente incrustadas en nuestros cuerpos que estructuran, en alguna medida, nuestras vidas.
Entonces me parece que una buena base para reconstruir formas de vínculos sociales más reales y menos ficticios, menos complacientes con el mercado que nos ofrece el “ciberfetichismo”, podría partir de esa codependencia, de ese cuidado mutuo. Eso es reconstruir el trayecto que realizó la izquierda desde su fundación con las organizaciones de trabajadores desde el siglo XIX. Los partidos políticos surgieron entonces básicamente de asociaciones de apoyo mutuo, de codependencia. Los primeros sindicatos fueron creaciones institucionales sofisticadas que surgieron de experiencias de apoyo mutuo de comunidades de trabajadores, de gente que se ayudaba cuando nacía un niño, cuando alguien estaba enfermo, cuando a alguien lo despedían. De allí surgieron las organizaciones políticas de izquierda.
Entonces creo que deberíamos volver un poco la vista atrás y rehacer ese camino en otro contexto completamente diferente.
En esa dirección, ¿cuál sería, entonces, un programa ético posible para Internet?
No soy un ludita, no le tengo ninguna antipatía especial a Internet ni a ninguna tecnología. Al revés: me interesan mucho las tecnologías de la comunicación, y les he dedicado buena parte de mi vida intelectual. Lo que pienso es que no las estamos aprovechando adecuadamente. Que precisamente, para sacar partido de ellas para que den todo lo que pueden dar -que es mucho-, necesitamos acometer ciertos cambios éticos y políticos en nuestras sociedades analógicas, y solo entonces las tecnologías de la comunicación podrán dar de sí todo lo que nos prometen.
Así que, extrañamente, lo que pienso es que el mejor programa ético y político para Internet es un programa ético y político para nuestras sociedades analógicas, uno de democratización política y desmercantilización. Esto es de hecho lo que está pasando. Los países en los que yo creo que se está haciendo un mejor uso educativo de las tecnologías de la educación, como Uruguay, son los que están poniendo en marcha programas de educación pública muy ambiciosos pero muy tradicionales. Cuando se ponen en marcha esos programas, las tecnologías de la comunicación tienen potencialidades insospechadas.
Así es que yo creo que el mejor programa ético y político para Internet es apostar por la democratización política en nuestro mundo analógico. Asimismo, un poco de humildad tampoco vendría mal.