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miércoles 11 diciembre 2024

La Habana, una ciudad desolada

por Marco Levario Turcott

Soy testigo de lo que Pedro Juan Gutiérrez escribió sobre su tierra, en su estrujante relato “En la zona diabólica” y doy fe de su verosimilitud:


“En Centro Habana al menos pasan turistas y la gente se las arregla para venderles algo, estafarlos, robarlos, lo que sea. Siempre se les quita algún dólar. Pero los turistas no entran en las profundidades del infierno. Prefieren tomar las fotos desde el Malecón. Es una gran aventura observar el terremoto desde la periferia y evitar el epicentro”. Son las siete de la noche, el calor es intenso y húmedo y estoy en el epicentro del sismo. Quiero decir, en las ruinas de asfalto y concreto, y en las brasas de la desesperanza y el rencor. En el infierno, dice el escritor.



Me encuentro muy distante de los extranjeros que miran de lejos con donaire de anticuario, curiosidad de zoológico o pose humanitaria. Me encamino a lo que en esencia me gusta y no sólo porque de ahí provengo. Estoy cerca del abandono, el olor a humedad y mierda, frente a un cuarterón de cincuenta años que se llama Mario y que tiene los ojos escurridos en cataratas.


La plática comienza sin reglas y creo que sin recelos. Mario saca del bolsillo un “empaquetado” que tiene el tamaño de una mano regular y de ahí ambos damos los primeros buches de esa cosa que dice ron y que es de lo más terrible que yo hubiera probado en la vida; incluso por arriba del alcohol del 95.


Estamos sentados en la banqueta junto a un pequinés echado que es una carcacha similar a Mario y que de vez en cuando nos mira con muecas de hartazgo; dicen que todas los mascotas se parecen a su dueño y casi se lo comento a Mario pero me arredró la propia imagen del perro, que es tan parecida a un calcetín café oscuro mojado con ojos escurridos moteados de sangre, y los dientes de abajo salidos, como chupando el hocico. Así es que mejor tomé un sorbo de meados y continué la plática con cualquier pendejada, lo más cautelosa posible. -Yo soy una de esas vidas que la revolución destruyó chico, ¿me oíste?


-Le oí, respondo estúpidamente


Mario estudió Economía pero igual que cientos de miles de personas, en vez de desempeñar su profesión, ha sido vendedor de puros, promotor de mujerzuelas, mesero y ahora que está casi ciego vende maní y plátanos fritos, entre el Morro y el Capitolio. Trabaja más o menos desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde y en un buen día habrá ganado cuatro CUCs, que es algo así como setenta pesos que alcanzan para una botella de aceite y medio kilo de huevo, o dos bolsas de arroz y de frijoles junto con otras viandas como papa y chirimoya. Mario se viste con la ropa usada que le dejan, en vez de tirarla a la basura, los jóvenes jineteros que trabajan frente a los hoteles pescando algún turista despistado. (El olor a mierda y humedad es, para mí, casi insuperable, más aún cuando siento que eso estoy bebiendo con los buches del empaquetado que Mario me ofrece con persistencia).


Mario es un hombre solo. Vive en el cuarto de abajo de un edificio de cuatro pisos, sostenido por tapancos, es un lugar silencioso y oscuro, donde nada más se oyen los chasquidos de Mario, los ronquidos del pequinés y una gotera misteriosa. Muy de vez en cuando lo visita Ximena, hija suya y de Zoraida, que se fue a Miami hace unos 15 años. Ximena es puta, me dice Mario, para en seguida reponer orgulloso “pero no es una matadora cualquiera (así también le dicen a las putas por acá), sino una que sólo zinga con los “Yumas” como acá le decimos a los extlangelos”. Es cara mi niña, continúa cariñoso el don, no te da el culo por menos de 20 ceuces, ¿me oíste? Lo oí, vuelvo a responder como afirmándome a mí mismo que estoy escuchando esto.


Sobre la puta, su hija, ya nada más juntos nos lamentamos de “Las lacras”, que es como le dicen a los policías vestidos de civil que están en los antros ensartando mariposas en pleno vuelo para pedirles dinero a cambio de no encarcelarlas; la condición no baja de 400 dólares. Acá la policía es terrible, mi amigo, refunfuña Mario. Pero minutos después sonreímos no sólo cuando me prometió un gran trabajo de Ximena para su amigo el periodista mexicano sino al recordar a “Kid Chocolate”, “Ultiminio Ramos” y “Mantequilla Nápoles”, apasionado como todos los cubanos que conozco, incluso Mario me tiró algunos nostálgicos jabs. Luego hubo una tanda de béisbol y así, como en zig zags, recordábamos que estamos en el infierno (es extraño, pero ya soporto mejor los meados en la boca).


Ya es de noche y Mario balbucea, entre que dormita y recuerda a Zoraida, llora unos minutos y luego vomita; ya estamos en un punto donde dejamos de ser amigos y nos sentimos hermanos o yo su hijo y él mi padre mientras el perro ronca y la gotera sigue infatigable. El ron se acabó y los cigarros también, Mario sigue sentado en la banqueta con los brazos entrecruzados. En tanto yo miro arriba todo negro y a los lados también oscuro; el olor a mierda y humedad creo que ya lo tengo en la ropa. Me incorporo poco a poco y le doy un manotazo en la espalda a Mario, luego dejo en el bolsillo de su pantalón 20 dólares, creo que en ese instante él despertó pero fingió dormir. Reviso el reloj, son las tres de la mañana y comienzo el camino de regreso a la periferia, allá donde estoy seguro que, unas horas antes, muchos tomaron fotos de estas paredes a lo lejos. Necesito más meados en el cuerpo y un tabaco, el asfalto se mueve como si las rocas esparcidas me cayeran en el cuerpo. Salgo al fin al Malecón y caigo borracho. Apenas escucho el oleaje del mar, suena discreto y respetuoso, como un murmullo de aliento a las personas que aquí padecen una dictadura que se ha beneficiado del bloqueo y a millones de personas que son quienes en realidad lo sufren. Al levantarme miro la periferia del terremoto, tomo mi libro Un viejo loco de Pedro Juan Gutiérrez y echo a andar, en búsqueda de un ron respetable o meados, da igual.


Un Quijote en la Habana



Este Quijote está en La Habana muy cerca de los helados Coppelia, casi frente al cine Riviera; la obra es de Sergio Martínez. Hace unos meses que estuve por ahí, platicando con varios artistas cubanos, supe que la escultura era algo así como la impronta de una ilusión en favor de la democracia y la libertad. Fidel Castro es un hombre de claroscuros y una referencia clave para comprender al siglo XX, un hombre que suscita las más encendidas pasiones; como siempre, me deslindo del fanatismo porque sin duda fue un libertador y también un tirano, un perseguidor de sueños y un dictador. Ahora no gasto papeles recordándole, ahora espero que ese Quijote cabalgue fuerte en la isla en favor de la democracia y la libertad. MLT.

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