Gracias al artículo de Enrique Krauze (Reforma, 12. 06.11) me enteré del litigio judicial que existe entre la revista Letras Libres y el diario La Jornada, que está en la mesa de la Corte. La Jornada se quejó de “daño moral”, porque hace siete años un colaborador de la revista, Fernando García Ramírez, escribió que aquella era o se comportaba como cómplice del terrorismo de la ETA. No sé quién tendrá la razón legal, pero si a alguien se le puede acusar de paradigma de la doble moral, que reclama afectaciones a su prestigio pero no reconoce límites ni escrúpulos para destruir el de los demás, es al proverbialmente llamado “periódico de la izquierda”.
Pongo de ejemplo mi caso. Allá por el otoño de 2007, Héctor Aguilar Camín publicó en Nexos un ensayo, “El regreso de Acteal” (que exponía su versión de la real concatenación de los hechos que culminaron trágicamente en Acteal). Citaba en varias ocasiones mi libro Camino a Acteal.
Como Acteal ha sido y es una de las causas sagradas de La Jornada, la respuesta no se hizo esperar, sólo que la furia no se lanzó tanto contra el autor del ensayo, sino contra sus referentes. Así, Luis Hernández Navarro, coordinador editorial -entonces y ahora- de La Jornada, escribe en artículo del 9 de octubre de 2007 que “El regreso de Acteal cita reiteradamente como fuentes autorizadas dos trabajos elaborados por ex guerrilleros convertidos en policías y agentes de la contrainsurgencia chiapaneca. El primero es Camino a Acteal, de Gustavo Hirales… considerado, por su impúdica falsificación de los hechos, como una nueva versión de El móndrigo, el libro elaborado desde las cloacas del poder para desprestigiar al movimiento estudiantil del 68”.
Hernández Navarro se lanzó a matar; para desacreditar la investigación del director de Nexos establece que sus fuentes eran espurias, una “impúdica falsificación” hecha por ex guerrilleros arrepentidos, etcétera. Lo único que le quedaba era demostrar, primero, que en efecto los aludidos (Manuel Anzaldo y yo) éramos policías, en el sentido peyorativo que en la jerga de la izquierda matona se le adjudica a esta palabra, y que mi versión de los hechos era una “impúdica falsificación”.
Por mi parte, contesté que “Luis Hernández está furioso porque se reabre, en la opinión pública, el tema de la matanza de Acteal. Ello se debe… a que todo análisis detallado de estos hechos amenaza con reblandecer los fundamentos de un mito: que Acteal fue un ‘crimen de Estado'”. Yo había escrito que Acteal no había sido ni siquiera un crimen “de municipio”, menos de Estado. En cuanto a la “impúdica falsificación” le preguntaba, “¿por qué nadie hasta ahora lo ha refutado?”. A la acusación de policía respondí: la acusación es falsa, y quien la esgrime un mentiroso y un irresponsable, salvo prueba en contrario. Hernández, henchido de soberbia y exudando desprecio (sabía que contaba con todo el apoyo de la dirección de La Jornada, como se encargó de hacérmelo saber en medio de amenazas veladas -“la casa nunca pierde”- Josexto Zaldúa, de quien ahora sé estaba acusado de terrorismo en España) dobló la apuesta.
Escribió que “once familiares de desaparecidos políticos, antiguos integrantes de organizaciones armadas revolucionarias e investigadores aseguran que Hirales fue un agente infiltrado por el gobierno en las filas de la Liga 23 de Septiembre, bajo la coordinación del comandante Florentino Ventura, de Interpol, con el objetivo de informar sobre los movimientos y dirigentes de la organización guerrillera”. Su fuente era un panfleto que circulaba en Internet firmado por José Enrique González Ruiz y David Cilia, entre otros, “Ahora es cuando los gorilas se disfrazan de académicos”, escrito por cierto para denostar a Sergio Aguayo.
Cuando quise comprobar la existencia de la fuente, recibí correos electrónicos firmados por uno de los supuestos acusadores, Cilia, en los que afirmaba que, pese a que yo no era santo de su devoción, a él no le constaba que yo hubiera sido un “infiltrado” o algo parecido. A esto Hernández Navarro respondió que “González Ruiz refrenda lo escrito en ese texto”, a lo que contesté, en réplica que La Jornada muy democrática y éticamente se negó a publicar: “¿Quién es González Ruiz?… ¿De qué títulos goza para mentir y calumniar?”. Y añadía: ¿de dónde saca Hernández tanto valor para tratar a los ex guerrilleros de los 70 como “perros muertos”? ¿Cree que la autoridad moral se adquiere por contagio?
Escribe H. Navarro que “un informe elaborado por la antigua DFS desclasificado del AGN con la clave H-235, señala que gracias a las fotografías de varios dirigentes de la organización armada identificados por Hirales, se detuvo, torturó y asesinó a Salvador Corral y José Ignacio Olivares (Mauricio Laguna, ‘guerra sucia, crímenes de Estado’, en Contralínea, 29 de agosto de 2007)”.
Pero esto era una mentira: lo que el artículo original decía era que yo identifiqué los cadáveres de los dos miembros de la Liga, que agentes de la DFS o de la Brigada Blanca me fueron a mostrar al penal de Topo Chico, donde yo me encontraba cumpliendo una condena de 46 años de prisión -que seguramente los jueces me dieron en premio a mi papel de “infiltrado” en la guerrilla. Lo que Hernández Navarro calló -por ignorancia o congénita perversidad- es que ese caso yo lo hice público en Nexos y en otros medios, en el que mostraba la intervención del capitán Luis de la Barreda, director de la DFS, en esos hechos criminales.*
Este tipo de mentiras me llevaron a preguntarle a Hernández “¿Qué causa merece defenderse con un lenguaje tan canalla? No es sólo que (Hernández) defienda los asesinatos sin atreverse a tomar el fusil, añade a ello la insidia, la calumnia deliberada. Emplazado a presentar pruebas de que sus mentiras no son tales, fue a buscarlas al único lugar que le es familiar: el basurero”. Y en el basurero siguió retozando a sus anchas.
¿Alguien piensa que el directivo de La Jornada se arredró cuando le demostré sus mentiras y tergiversaciones? Para nada, de nuevo dobló la apuesta. Finalmente no sabe, escribe, si fui policía o no en mi “confuso y oscuro pasado remoto”, pero sí sabe que oculté que trabajé en la PGR y que luego fui asesor del Secretario de Gobernación. “Calla sobre su función como asesor de contrainsurgencia para el presidente Ernesto Zedillo y su papel en Chiapas. En todas ellas desempeñó funciones policiales”. Pero aquí también mintió, pues tanto mi trabajo en la PGR como en Gobernación fueron públicos (entrevistas y notas en Reforma), y lo mismo mi desempeño como asesor de la Delegación del gobierno en Chiapas y luego del presidente Zedillo. Tanto que dejé testimonio escrito de andanzas y posiciones.
En Gobernación apoyé a Jorge Carpizo en cuestiones como el análisis del asesinato de Colosio (de ahí surgió mi libro El complot de Aburto), las elecciones del año 94, el EZLN, los crímenes políticos, etcétera. ¿Qué tiene que ver esto con “funciones policiales”? Pero además, ¿cómo sabe Hernández cuáles eran mis funciones en esos puestos?
Los paramilitares. Llegados a este punto, se le olvida su acusación de policía, y muestra el origen real de su dolor: que en mis artículos de El Nacional expresé apoyo a los paramilitares. Quien lea mis artículos sobre el conflicto en Chiapas (Chiapas, otra mirada) podrá constatar que mi enfoque buscaba, a partir de la defensa de la democracia, de las instituciones republicanas y de un claro rechazo a la violencia ideologizada y sacralizada de los “indios buenos guiados por blanquitos mesiánicos”, analizar todos los ángulos del conflicto. Contra el reduccionismo en blanco y negro, crítico sin duda de “la dulce violencia” que pregonaba el Sub y sus panegiristas (como el propio Hernández Navarro), y de quien aparecía como el paradigma de la obsecuencia intelectual y principal correa de transmisión propagandística del EZLN y de la Diócesis de San Cristóbal: La Jornada.
Este ex militante de la maoísta Línea de Masas remachó acusándome de que yo había escrito que los paramilitares eran “un mito creado por los departamentos oficiosos de propaganda del EZLN, la Diócesis de San Cristóbal y sus correas de transmisión”. Pero de nuevo mintió: lo que caractericé como mito no eran los paramilitares, sino la supuesta guerra de baja intensidad orquestada desde blablá… contra las comunidades simpatizantes o bases de apoyo zapatistas. Guerra que, hasta donde sé, nadie la pudo documentar.
Pero también fui crítico de los excesos de la otra parte, de los paramilitares, del gobierno, sobre todo del de Roberto Albores. Crítico incluso de las consignaciones sumarias de la PGR por Acteal. Una cosa es innegable: para los agravios La Jornada y su panel de ideólogos del pasado tienen memoria de elefante, no olvidan nada.
A estas alturas hay algunas cosas muy claras: cuando se trata de atacar a alguien identificado como enemigo (dice LHN que soy enemigo “jurado”) de las causas sagradas que defiende La Jornada (Acteal, EZLN, Diócesis de San Cristóbal, AMLO, Hugo Chávez, antes Kadaffi, los hermanos Castro, la ETA, el ERI, las FARC, etcétera) no existen límites: todo recurso sucio es lícito, toda mentira es válida, toda calumnia es pecata minuta.
Ingenuo quien crea que con La Jornada uno va a una discusión con reglas civilizadas, donde pesa lo que antes se llamaba decencia: en realidad te metes a un callejón oscuro con un pandillero que trae escondida la navaja, la cadena y el bate, y cuyas reglas para la polémica son el descontón y, si se puede, patear en el suelo al caído.
Los daños. Todavía hoy me topo en la red con algún interlocutor que, despistado o malévolo, me cuestiona sobre mi pasado de “guerrillero infiltrado” o cuando menos de “guerrillero arrepentido”, sin saber que originalmente esa denominación la inventó el Procup o los restoslumpenizados de la Liga 23 de septiembre. Hablando de “daño moral” en el inmaculado castillo de la pureza…
*Nota de la redacción. Entre los funcionarios que acusaron sin pruebas al capitán Luis de la Barreda destaca Ignacio Carrillo Prieto, quien de 2001 a 2006 estuvo al frente de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. El 27 de junio de los corrientes, Prieto fue inhabilitado por 10 años para ocupar cargos públicos, además de que la Secretaría de la Función Pública impuso una sanción al ex funcionario, obligándolo a pagar 11 millones 219 mil pesos. En lo que respecta al capitan De La Barreda, fue absuelto de cualquier responsabilidad.