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jueves 07 noviembre 2024

La muerte del escritor mandarín

por Alejandro Colina

Hay que admitirlo: el fin de la Guerra Fría hizo innecesario al escritor mandarín, esa singular forma del hombre de letras que llegó a acumular un poder considerable a fuerza de concentrar prestigio moral e intelectual. Los escritores de este tipo que han persistido tras la caída del Muro de Berlín han sido remanentes del pleito entre el capitalismo y el comunismo. No debe acongojarnos, por este motivo, que cada vez sean menos y cada vez resulten menos notables, menos apoteósicos. Su importancia se desprendía de la existencia de dos bloques organizados que precisaban de élites intelectuales que comandaran la guerra de las ideas que se urdía detrás de la confrontación por la hegemonía global. Pero hoy todo ha cambiado. Para decepción de los radicales de hueso colorado ya no existe una polarización ideológica como la de antaño. Evidentemente persiste el conflicto social. La historia no ha llegado a su fin, pero el escritor mandarín ya no se impone como una necesidad de los tiempos. Cuando no se imponen como saldos de la Guerra Fría, los nuevos grandes enfrentamientos adoptan, por un lado, un cariz abiertamente religioso y, por el otro, actualizan las viejas querellas levantadas por el anarquismo y el populismo. Pero el anarquismo y el populismo no admiten una articulación consistente como la que orquestaba el comunismo. Ninguna élite intelectual, inspirada en las luces de un escritor mandarín, puede promover esas “alternativas” sin incurrir en el lance chabacano o la llana provocación punky.

Las raíces del escritor mandarín pueden rastrearse hasta el Renacimiento y la Ilustración, pero el siglo XIX ofreció las condiciones para su florecimiento con la Revolución Industrial, la obra de Carlos Marx y, ya al final del siglo, a través del célebre “Yo acuso” de Zola. Al fin de la Segunda Guerra Mundial la disputa entre Sartre y Camus llevó a la cumbre su protagonismo. El primero defendía el comunismo; el segundo, lo denunciaba. Octavio Paz introdujo en México la crítica al socialismo real y, poco a poco, la transición a la democracia se convirtió en el tema central de nuestro debate político e intelectual.

El combate entre el comunismo y el capitalismo abarcó la política, la economía y, de una forma u otra, todos los órdenes de la cultura. Fue una lucha global y los escritores mandarines se entregaron a la faena de trazar caminos globales. Pero cuando se derrumbó el bloque comunista esta pretensión integradora cayó por su propio peso. El debate abandonó la aspiración global y pasó a tramitarse por parcelas. Para decepción de burócratas y comentaristas distraídos, esta victoria de la parcela sobre la totalidad no representó el triunfo de los especialistas. Cuando menos no en el ágora pública, donde la mirada estrecha y el lenguaje esotérico de la tecnocracia queda relegada frente a la amplia perspectiva y el lenguaje claro de los hombres de letras. Lo que se pierde, entonces, no es la incidencia del escritor como ciudadano, sino su postura mandarín. Un cambio saludable, desde mi punto de vista.

Llama la atención que el escritor mandarín floreciera en los países que alcanzaron la secularización por vía jacobina. En los países protestantes, donde la separación de la Iglesia y el Estado tuvo lugar a raíz de la reforma religiosa emprendida por Lutero y Calvino, no fueron indispensables. Hay pues, una dimensión religiosa en el escritor mandarín. En todas partes hubo una época en que la contemplación de las obras de arte adquirió una connotación religiosa. Pero en los países que tuvieron necesidad de la furia jacobina para alcanzar la secularización, los escritores que guiaban a la sociedad, así alentaran el ejercicio de la crítica como herramienta fundamental, llegaron a cumplir un papel semejante al que cumplieron los sacerdotes mientras los Estados se confundieron con la Iglesia. Se erigieron en guías morales del Estado y ocuparon un lugar prominente dentro de su jerarquía, no solo cuando detentaron puestos oficiales, sino cuando se opusieron al régimen. Recuérdese, para entender esto último, que el Estado es diferente del gobierno. Incluye a la sociedad, y como guías de la sociedad los escritores mandarines no solo formaron una élite política, sino que fueron validados por las élites gubernamentales.

De una u otra forma los escritores mandarines expandieron la noción de que la calidad en las obras artísticas y literarias solo podía preservarse bajo su custodia. De ahí que haya quienes adviertan en su muerte una catástrofe de incalculables proporciones: la que marca el ocaso de las obras de calidad o, al menos, el fin de su justa apreciación. Pero también hay quienes encuentran en la desaparición del escritor mandarín un pretexto para promover la improvisación ramplona. Ambas tendencias forman las dos caras de una misma moneda. Pero no nos alertemos: no hay razón para que la muerte del autor mandarín traiga consigo la muerte de la literatura con mayúscula. Después de todo, ésta nunca dependió de un mandarinazgo, pues el mandarinazgo era una entidad política, no literaria.

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