Para mis hijos adolescentes D. A, y A. C., con la
esperanza de que lo lean.
“Acusas al rival de la intención de crimen después
de decidir eliminarlo. Acusas de pornográfica la
vida sexual sana porque tienes en mente
intenciones pornográficas”
-Wilhelm Reich
La considero frívola, pero me gusta ver pornografía, y abomino sus rasgos perniciosos. Quiero decir: me gusta ver y vivir la sexualidad extrema, pero desprecio a quienes hacen de ella una industria o una causa contra la que creen luchar -para llenar su vacío y aliviar su frustración- alimentándola con sus conceptos célibes o frígidos. Por supuesto que esa industria en Internet se ha convertido en un asunto -quizás problema- a gran escala, pero lo más grave del fenómeno son los argumentos de quienes la critican y proponen medidas para su prohibición o regulación. Y hay un punto divertido: la mayoría de los críticos más feroces de la pornografía se muestran como grandes conocedores de los diversos productos que ofrece ese mercado, o mejor sería decir bufet. Yo también tengo cosas que criticarle a la pornografía y a su bienestar en la red, pero mi punto de vista no es el políticamente correcto, y no lo lamento.
Antes de avanzar, quiero advertir que en ningún momento me refiero a casos de esclavitud sexual, pedofilia o mafias, eso es aparte e inaceptable desde cualquier punto de vista. Las explicaciones relacionadas con el consumo de pornografía no guardan relación alguna con Internet. Esa industria existe desde tiempos inmemoriales. Hace 35 años yo conseguía revistas con prácticas tan fuertes como zoofilia, por ejemplo, en miserables fajos de fotocopias engrapadas que vendían por unos cuantos pesos en la esquina de Insurgentes con Campeche o Aguascalientes, o con Sullivan, centro de los perversos más pobres de aquellos tiempos. Los adinerados, ya se sabe, rondaban la Zona Rosa, donde las prostitutas eran más guapas y los policías se hacían de la vista gorda, pues su tajada diaria estaba preestablecida: los negocios millonarios de esa zona no querían detenciones ni alegatos en las aceras pintorescas por donde llegaban sus elegantes clientes.
Esos folletines con los que mi dopamina saciaba su curiosidad por los extremos del placer sexual fueron sustituidos por revistas caras, como Private, después los VHS de Rocco Siffredi, los DVD hardcore y finalmente la comodidad de la red. Al principio solo podía acceder a las webs pornográficas quien pagara buenas cantidades. Como todo en Internet, la cosa se fue democratizando, aparecieron los sitios gratuitos y en menos que lo cuento se reprodujeron como conejos. Lo interesante es que se trata de sitios evidentemente costosos para quien los mantiene, es decir que lo que vemos gratis solo es un señuelo para acceder a sitios de pago donde podemos encontrar misterios lúbricos insospechados.
La cosa es que pornografía e Internet no van de la mano. Tampoco existe relación entre el porno y la adicción sexual, un drama mayor, tanto como el alcoholismo, las drogas fuertes e incluso la adicción al trabajo, diversas enfermedades que terminan por destruir a quien las padece y devastar su entorno, sea familiar, social o laboral.
Empecemos por las críticas a la pornografía en sí misma. Algunas, precisamente las que se ostentan como científicas, dan risa, con perdón, y hablan de que ver pornografía afecta la materia gris, produce déficit de atención y cosas por el estilo que recuerdan cuando se nos decía que si nos masturbábamos nos íbamos a quedar ciegos o enanos. Otras críticas son más razonables y dignas de tomarse en serio:
La dignidad femenina, como en la prostitución, se ve pisoteada. Puedo respetar a quienes afirman esto, en su mayoría grupos feministas, pero yo iría con más cautela. ¿De verdad la dignidad es un asunto venéreo? ¿Acaso una mujer pierde su valía por alquilar su cuerpo y vivir de él? Me pregunto si una mujer con un cerebro privilegiado pierde su dignidad al alquilar su inteligencia en industrias científicas o artísticas destinadas a dar placer, como podría serlo un laboratorio que produjese farmacoquímicos para tratar la disfunción eréctil o participar en una orquesta sinfónica como primer violín. El encéfalo y la vagina son parte del organismo, su uso y abuso no parece guardar relación alguna con la dignidad, palabra que, por otra parte, convendría describir a fondo.
En relación con este mismo punto tengo una inquietud desde hace tiempo: ¿por qué no se habla de la dignidad de los actores porno? Me temo que los vigías de la salud moral deberían preocuparse por esos muchachos que destruyen su organismo con esteroides y Viagra (los efectos secundarios de ambos están suficientemente documentados).
Finalmente, acerca de lo mismo: ¿No estamos ante una disyuntiva que pone en conflicto la dignidad y la libertad de elección? Si hay indignidad en prostituirse o vivir del propio cuerpo, ¿no hay más indignidad en la censura de la libre decisión ajena?
Es cierto que los médicos ginecólogos o urólogos que atienden a estos actores dan fe de que frecuentemente tratan casos de gonorrea y eventualmente se presenta un diagnóstico de VIH que pone en cuarentena y estado de terror a todos. Bien, supongo que la libertad de elegir implica asumir los riesgos de la elección. Menos libertad tiene un minero cuya esperanza de vida fluctúa entre los 30 y 40 años, solo por poner un ejemplo.
La pornografía genera frustración. Es una crítica que acepto del todo mientras no me vengan con que a causa de esa frustración el mundo se llena de violadores y otros monstruos. Es natural que un muchacho en crecimiento sienta que su pene es irrisorio al compararlo con los portentos que lucen los actores, y lo mismo vale para la chica que ve a una dama perfectamente formada, sin defecto alguno y capaz de dar placeres infinitos en posturas impracticables. No puedo hablar por todos, pero yo no necesito ver a un tipo con un pene de 40 centímetros para sentirme frustrado si siento que mi pareja está insatisfecha, y si está satisfecha me trae al pairo el magnífico falo de la pantalla.
También hay frustración, fantasías y búsqueda derivadas de ciertas prácticas como el gang bang, la orgía, el ménage à trois, y hasta para algunos extremistas el bondage o la zoofilia. Aquí aplica aquello del huevo y la gallina. Me parece más que evidente que el éxito de esos productos se debe a un deseo que -no importa cómo- ya estaba en el espectador. Somos naturalmente curiosos y en general buscamos acrecentar el placer -lo que siempre será preferible a incrementar el dolor-. Es obvio que muchas veces se queda en mera frustración, pero eso tiene que ver con taras sociales, ese ojo que todo lo ve y todo lo prohíbe, el que hace que sigan juntas parejas que ya no se aman ni fornican, el que hace que el homosexual sienta vergu%u0308enza de serlo y a veces sea duramente agredido, el que hace que a la mujer que gusta de tener diferentes parejas se le llame puta. Si nuestras sociedad prohibiera menos habría más placer y menos solitarios frustrados viendo pornografía.
A las críticas habituales a la pornografía quiero agregar una más simple que me parece más contundente: la motivación es meramente visual, mientras que la plenitud sexual requiere de los cinco sentidos y quién sabe si otros tantos. Un olor o una textura disparan más dopamina que la saturación lúbrica en los nervios ópticos.
Finalmente, por el momento, una crítica que todos -espero- compartimos: el descubrimiento de la sexualidad mediante la pornografía en edad temprana mutila la época más hermosa de la vida, el mayor de los dones: la sexualidad del niño que se explora, la del adolescente que conoce su cuerpo, se reconoce en otro primer cuerpo ajeno que hace suyo, va descubriendo los laberintos del goce vital y primigenio, crece y genera sus propias fantasías, se pone límites y afronta sus desenfrenos en un conocerse a sí mismo que dura toda la vida, hasta la hermosa sexualidad de los ancianos, esa que esta sociedad no quiere aceptar.
Es cuanto tengo que decir acerca de las críticas a la pornografía en sí misma. Vuelta a la página y venga lo actual: ¿Qué pasa con la pornografía en Internet? Ahí puede ser que me ponga un poco moralista, o no, según se vea.
En muchísimo sitios basta con pinchar un botón con una declaración de que se es mayor de edad para acceder a fotografías y videos donde se muestra sexo explícito y extremo. Quienes tenemos hijos adolescentes hemos tenido que asumir que de nada sirve aumentar el nivel de seguridad de la computadora: ellos cambian el nivel y después lo regresan, borran caché e historial, etcétera. O lo ven en el celular. Aun si extremáramos la “seguridad” quedaría el detalle de que ahora las prostitutas y los actores porno difunden su trabajo por Tuíter mediante cuentas accesibles para cualquiera y con una pequeña indicación que, más que advertir, invita: ” 18″.
Lo mismo que con los hijos, sucede con los empleados. Se ha comprobado que las visitas a sitios pornográficos impactan de forma importante la productividad, pero también lo hacen las redes sociales. Para tapar el ojo al macho, o seriamente convencidos de poder cubrir el sol con un dedo, los jefes bloquean esos sitios en la red empresarial. Pero no pueden bloquear los celulares conectados por datos, así que todo es pantalla, se vea por donde se vea. Solo un policía detrás de cada empleado podría controlar esto. Y otro tanto vale para los menores de edad. Una vez más nos encontramos ante la carencia de una educación sexual abierta y completa. Lo que no sepan ellos por nosotros, lo sabrán por medios que solo conseguirán confundirlos y, sí, causarles frustración.
Como consecuencia de la gran enfermedad social que vivimos, donde la censura, la prohibición y la vigilancia de la vida privada mutilan los deseos de los individuos, se ha generado un lenguaje aberrante en torno a la sexualidad. Basta con ver los títulos de los videos o los comentarios de los usuarios para hartarse de la leer la palabra puta (o puto) acompañada de otros adjetivos y aumentativos, referida a quien goza de su cuerpo o aparenta hacerlo.
En nuestros instintos sexuales más básicos se encuentra el buscar placeres nuevos. Parejas nuevas, situaciones nuevas. Es un lugar común que el donjuán termina por incursionar en la homosexualidad, y es cierto en muchos casos, como lo es que la prostituta, harta de penes, suele optar por parejas de su propio sexo. Ya he dicho que esa diversidad y experimentación serían posibles en una sociedad menos ñoña y chabacana, pero como no es lo que hay, tenemos pornografía y prostitución. Y la pornografía tiene un efecto adictivo. ¡Por supuesto! Después de ver cien veces la misma escena de felación ó 69 o ménage à trois se vuelve inocua. Toda saturación termina por anular el efecto del producto. Así se da una escalada que puede llevar a solo encontrar excitación con cosas muy extremas. Es lo que busca la industria, desde luego, pues esas cosas se venden más caras en Internet. Y ése es el quid del negocio. Vuelvo a culpar a una sociedad que no permite el goce auténtico en carne propia. Una sociedad cómplice de esta industria como de todas las industrias tan prohibidas como toleradas mientras dispensen réditos a los grandes intereses de mercado. Una sociedad que produce críticos mendaces cuyos alaridos moralígenos no son otra cosa que una pieza más en el fenómeno pornográfico.
Por mi parte, la reflexión acerca de la relación entre la industria porno y la pornografía en red me lleva a una sospecha que para algunos será optimista y para mí es neutral. El que ve pornografía profesional sabe que los actores son eso, actores; que no están gozando como locos, que han repetido 20 veces la misma toma en posiciones incómodas y a veces dolorosas, que usan lubricantes y sustancias, sin contar las cirugías y la vida de privaciones, que las escenas se truquean para repetirlas muchas veces en la misma película, pero en realidad solo fueron cinco ó 10 minutos de doble penetración y otros manjares de la carne; que el producto final aparenta un goce descomunal donde no hubo sino trabajo, sudor, incomodidad y una factura. Es decir que la excitación ante la pornografía industrial solo es posible mediante el autoengaño. A la gente le da por autoengañarse y está en su derecho, me limito a anotar el punto.
Sin embargo está el nada desdeñable hecho de que a los comunes y corrientes les gusta grabar, para revivir y a veces exhibir, sus placeres. Quizá es lo más interesante de la pornografía en Internet: cualquiera puede difundir libremente sus encuentros sexuales, desde los más sencillos hasta los más extremos. Los sitios porno se han llenado de videos amateur, y si bien es cierto que los “actores” no son esos portentos profesionales plastificados, al menos son reales, gozan de verdad y se muestran sin más compensacón que la de un exhibicionismo decoroso -no se están abriendo la gabardina frente a un colegio de señoritas- y la esperanza de encontrar nuevos amigos para nuevos encuentros. Mi sospecha, de la que hablaba arriba, es que la gente poco a poco va prefiriendo el video amateur, el sexo real sobre el fingido, la lubricidad sobre el comercio.
No es parte de mi sospecha, pero sí de mi esperanza, que aún haya muchos adolescentes que incursionan en la vida sexual guiados por sus deseos e instintos y no por una industria tan excitante como apolillada.
Otras tantas, muchas cosas podrían decirse sobre este tema tan amplio. Pero oigo una voz en la recámara, sé de quién es, conozco la textura de su cuerpo, cada uno de sus aromas, sus más secretas curiosidades y nuestra complicidad en el placer, así que no puedo -perdón pido a los dioses- continuar escribiendo.