El círculo de la publicidad inicia -en mi humilde percepción- con un oligarca que decide anunciar su producto, también con políticos que intentan mostrarnos lo mucho que se desviven por el país o con señores que han descubierto que la gente es imbécil y en consecuencia se encuentra dispuesta a comprar un par de tenis, que en caso de ser usados dejarán al feliz poseedor como Lou Ferrigno, nomás que color carne.
Bien, una vez que este primer paso está dado, lo que sigue es buscar una agencia de yuppies con corbatita o de “creativos” hippiosones que se dedican a procesar problemas ajenos y tratar de darles legibilidad mediática, a veces de forma kamikaze. Los imagino alrededor de una mesa donde hay donas y café tratando de producir una idea genial: “¿Y si decimos que tomando esta pastillita no te tienen que agarrar la próstata?” o “Ya sé que son rines, pero una buenona, ayuda”. Estas ideas -seguimos en mi imaginario- le son presentadas al cliente, que normalmente es un señor de pésimo humor que tiene la facultad imperial de levantar el pulgar como lo hacía Calígula en el circo romano. El siguiente momento es conseguirse una casa productora que a su vez contrate a un Fellini mamarracho quien levanta la cámara y enfoca a un niño oligofrénico montando un triciclo apache.
El comercial se programa y aquí viene un punto crítico, ya que en función de la lana con la que se cuenta se elige al medio. Si hay miserias, se hacen infomerciales (delitos de lesa humanidad en sí mismos) que se difunden a las tres de la mañana para que los veladores aprendan a hacer juguito de betabel.
Se preguntará, querido lector, la razón por la que he iniciado con tal digresión o si finalmente perdí el uso de razón. No es así -por lo menos no se demuestra por esta vía- el hecho es que la publicidad, además de las características que todos conocemos (imbecilidad, engaño, etcétera), mueve a un mundo que es vital y necesario (de una vez aclaro que este mundo nada tiene que ver con el Canal de las Estrellas). Esta revista, por ejemplo, lo mismo que muchas otras, tiene la salud que sus anunciantes le permitan. Dado que se especializa en medios de comunicación, es altamente razonable no esperar anuncios de lavadoras o aparatos que masajean los pies, sino anuncios de instituciones culturales y académicas que promocionan cursos y ofertas misceláneas. Bien, esa es una fuente, pero la otra, la que pesa, es la de los anuncios gubernamentales que no son otra cosa que las loas de sus éxitos.
El Estado recauda recursos y destina una parte nada desdeñable a la promoción. Los desvíos del ideal de información pública son varios; el uso político y mezquino de estos mensajes y los grados de discrecionalidad con el que son ejercidos. Muchos medios dependen exclusivamente de la publicidad, casi nunca de sus ventas públicas y es por ello que una decisión tomada en el escritorio de algún burócrata, puede catapultar o dejar en la lona a medios de capacidades y alcances desiguales.
Se me argumentará que un medio determinado tiene el futuro que se merece y que no se puede apostar que el gobierno ingrese publicidad.
En esencia estoy de acuerdo, creo que la calidad y pluralidad de contenidos es una vía. Sin embargo, la preocupación evidente se centra en los poderes y su distribución. A mí me enseñaron que hay tres: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; luego alguien ingeniosón descubrió que justamente los medios constituyen un cuarto poder dado su alcance e influencia. Ahora bien, bajo la premisa del “que paga manda” podemos, sin duda pensar en los anunciantes, públicos y privados, como un quinto poder que somete a los anteriores. No ha sido poco frecuente que el gobierno saque medios de la jugada por esta vía, ni que los grandes anunciantes sometan al Legislativo con amenazas. Este es un tema nada trivial en el que deberían, por lo menos en el sector público, iniciar las discusiones acerca de los criterios por los que un burócrata con lana, que no es la de él, toma decisiones de ese calibre ¿o no?