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Con alguna calma se comprenden mejor las cosas: no se trata de una segunda transición. Es la misma. Pero tropieza inacabada. Vivimos una metamorfosis política que ha comprometido a varias generaciones de mexicanos. La última estación detenta un nombre anticlimático, decepcionante en su connotación domesticada y correcta: Estado de derecho. Pero es lo que México demanda con mayor urgencia. La sociedad presidida por la ley no garantiza el reparto equitativo de bienes y servicios. Mucho menos incita a una vida sublime, ni siquiera maravillosa. Tan solo acota la autoridad en sus límites legítimos y al hacerlo permite que convivamos en forma civilizada. Y ya en ese marco se puede intentar todo lo demás.
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Coincido con los observadores que ubican el arranque de la transición en 1968. La movilización estudiantil de ese año demostró que la sociedad civil había rebasado al régimen nacido de la Revolución. La masacre que puso fin a las protestas del 68 selló el principio del fin de una legitimidad política singular, organizada bajo la tutela de un partido de Estado capaz no solo de cambiar de ideología, sino de autorizar, a la postre, la alternancia política. Un gesto, este de admitir la alternancia política, que le valió morir como partido de Estado, pero le permitió gozar de una nueva vida como partido de clientelas y políticos inclinados al sometimiento. Como un partido que, a despecho de esta característica antidemocrática, se ve obligado a participar en la competencia democrática. De acuerdo a esta condición no se podía esperar otra cosa de él: juega duro y sucio por el voto ciudadano. Tan sucio y duro como el árbitro lo permite.
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La transición mexicana se cifra en evolucionar de un Estado de legitimidad patrimonial a un Estado de legitimidad legal. Resulta inobjetable que aún se encuentra lejos de concluir. Pasar de un régimen de partido único a un régimen de varios partidos integró un avance significativo, pero no rubricó su conclusión. El respeto al voto ciudadano permitió un ejercicio más amplio de las libertades públicas, pero no estableció el reino de la ley. En los estados y los municipios persistieron los gobiernos patrimonialistas y en las calles las leyes continuaron ausentes y atribuladas como zombis en busca de alimentos. Es decir, como ficciones sometidas a la discrecionalidad de policías y ministerios públicos venales. Injusto y desequilibrado, este arreglo funcionó por décadas, pero de unos años a esta parte el crimen organizado y los delincuentes desorganizados lo han desquiciado por completo.
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El arreglo que siguió a la Revolución se sustentó en una forma singular de legitimidad que no pasaba por el cumplimiento de la ley. Desde la sucesión presidencial hasta el cobro callejero de “una mordida” para saldar una falta de tránsito, la ley constituía un pretexto para la operación discrecional de los portadores de la autoridad. Una discrecionalidad que incluía, en forma casi obligada, la entrega de contratos de obra pública a los socios del ejecutivo. Lejos de modificarse, los modos y usos patrimonialistas se perpetuaron con la alternancia. Los estados se consolidaron como feudos de los gobernadores y los municipios como ranchos particulares de los presidentes municipales. Si en el orden federal la transparencia y la rendición de cuentas continúan siendo una aspiración antes que una realidad, en las alcaldías y gubernaturas la corrupción institucionalizada se impone como la única realidad conocida, en ocasiones uno sospecha por conocer. La ausencia de medios de comunicación independientes en el interior del país ha entumecido el desarrollo de una opinión pública digna de ese nombre en cada localidad, un déficit que Internet aún no alcanza a solventar. Y en los estados donde todavía no llega la alternancia, no existe en la práctica la división de poderes. Las voces opositoras que no son compradas por los gobernadores, al cabo se vuelven invisibles por falta de mínimas repercusiones políticas. En el interior del país, en suma, prevalecen condiciones políticas feudales.
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Cambiar el sistema de partido único por un sistema de varios partidos dio pie a una manera más justa de decidir quiénes nos gobiernan, pero no modificó el modo como lo hacen. En teoría el régimen de varios partidos iba a disminuir la corrupción y la impunidad, pero no fue así. Evitar cacerías de brujas tras las alternancias en los tres niveles de gobierno ofreció certezas de gobernabilidad, pero perpetuó esos malos hábitos de la clase política. Y eso, en un contexto secuestrado por el ascenso de la criminalidad en todas sus formas, significó derivar hacia una degradación mayor. El terrible operativo en el que desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa y asesinaron a otros 3, que contó con la participación activa de policías municipales de Iguala y Cocula, se yergue como el ejemplo más notorio de la descomposición institucional, pero no es el único. Ignoro si existe un registro objetivo de los municipios donde se presenta una infiltración del narco, pero el rumor señala a muchos otros. En todo el mundo los ciudadanos se muestran incrédulos frente a los políticos y la política, pero en México hemos arribado a un punto de quiebre, pues la corrupción y la impunidad endémicas han permitido la realización de la distopía en el país.
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Pero quizá la materialización de la distopía no ha sido en vano. La desaparición y muerte de los jóvenes normalistas cimbró la conciencia nacional y conmovió a muchas personas en el mundo. La ciudadanía salió a la calle para exigir justicia, y no solo durante una tarde o dos, no solo en una ciudad o dos. La movilización de la sociedad civil poco a poco cobró forma contra la violencia, la corrupción y la impunidad sistémicas. El régimen patrimonialista fue puesto en jaque. El escándalo de “La casa blanca” sembró sospechas fundadas de que el Presidente de la República mismo ha favorecido a un grupo empresarial a cambio de valiosos regalos. Las protestas civiles señalaron como culpables a todos los partidos y aun a políticos que de nada pueden ser acusados. El hartazgo social se levantó contra la clase política entera sin hacer sanas distinciones. El patrimonialismo y la ilegalidad que le acompaña perdieron su tácita legitimidad, pero el reino de la ley no puede establecerse de la noche a la mañana. Menos por un Presidente que ha hecho suyas desde sus tiempos de gobernador del estado de México, las prácticas patrimonialistas. ¿Cómo podría acabar con el Estado patrimonialista quien ha florecido a la luz de la política patrimonialista? Las respuestas de Peña Nieto a la actual crisis política han carecido de credibilidad porque es un hijo legítimo del régimen patrimonial que resulta indispensable desmantelar para que el Estado de derecho sea algo más que una aburrida reiteración discursiva.
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Cabe preguntarse si algo hubiera empezado a moverse sin las masivas y persistentes protestas ciudadanas. Y la respuesta se antoja definitiva: no. Solo descubriéndose al borde del abismo la clase política podía entender que los modos y usos patrimonialistas en los que se sostienen la corrupción y la impunidad deben ser sustituidos por el reino de la legalidad. No debe sorprender que aún haya políticos que no lo entienden: lo irán comprendiendo cuando la ley empiece a aplicarse; claro, si es que empieza a aplicarse. El verdadero monstruo habita en las procuradurías y policías estatales, no solo en las policías municipales. Y, claro, entre sus colegas federales. En los hechos resulta necesario pagar por fuera a los policías ministeriales para que investiguen los delitos que padecemos los ciudadanos. Ésa es la regla general. Cualquiera que haya sido víctima de la delincuencia lo sabe. Yo mismo recuerdo que hace ya algunos años, cuando me robaron un coche y un policía ministerial me sugirió que diera dinero para que lo encontraran, me resigné a no recuperarlo.
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Ahora lo sabemos: la transición no era pasar un sistema de partido único a un sistema de varios partidos. O sí era, pero estaba lejos de serlo todo. El dilema profundo consistía en transitar de un Estado de legitimidad patrimonial a un Estado de legitimidad legal. Ahora el Estado patrimonial ya es ilegítimo, pero aún existe en las prácticas cotidianas de los gobiernos estatales y municipales, e incluso del gobierno federal. ¿Y el Estado de derecho? Pues igual que hace doscientos años: existe en el discurso, pero pocas veces en la realidad.