Acudo a este título de Gabriel Zaid debido a que hace unos días estuve dando entrevistas para mi más reciente libro y muchas de ellas fueron en Gandhi (¿hay acaso un mejor lugar?). Terminando una de ellas, entré a la librería para proveerme de algunas novedades y me quedé estupefacto ante la cantidad que hay. Encontré de todo; desde obras maestras de la literatura hasta bodrios para gente sedienta de sexo, pasando por enormes libros de arte y más grandes que mis malos pensamientos.
En este país se vive bajo la premisa de que la gente lee poco, y éste es uno de los problemas de los promedios.
Me explico: en México hay una tasa de 16 divorcios por cada 100 parejas que se casan; dicha estadística abarca a todo el país y todos los sectores sociales, pero ¿qué pasa si medimos un núcleo urbano con parejas de clase media? La cifra se puede disparar por arriba de 30 parejas divorciadas. Con los libros pasa un poco lo mismo, el músculo librero mostrado por Gandhi sólo se puede explicar porque la gente lee y hay un mercado. Uno llega, revisa anaqueles, la cuarta de forros y, si está convencido, adquiere el libro de marras (eso si se es un anciano como yo, mi hija lee en Kindle) y se va a su casa a leer, sin embargo, los que estamos del otro lado, es decir los escritores, enfrentamos un proceso que puede ser equivalente a la cuaresma y que pienso contarle, porque estoy seguro que el proceso electoral lo dejó en la lona y sin cuenta de protección.
Lo he dicho antes: lo más sencillo en el proceso editorial es escribir un libro, a uno se le ocurre una idea que puede ser buena o una imbecilidad (a veces las imbecilidades como la auto ayuda son una buena idea económica) y se pone a teclear. Pasan algunas semanas y, si el escritor se siente satisfecho con su manuscrito, lo lleva a una editorial en la que el recibimiento puede ser entusiasta, si se es una gloria nacional, pero como las glorias nacionales ya se murieron normalmente es un poco el que se le da a un vendedor de puerta en puerta, se le atiende, se le advierte que es un largo proceso y que se mandará dictaminar. Ignoro cómo son los dictámenes porque nunca he hecho uno, pero sí he oído de algunos notables: a mi amigo Raúl, que escribió una novela ganadora de premio en España y que es bastante buena, le dijeron en una editorial nacional, justificando su negativa: “es que tu novela es muy literaria”.
En el remotísimo caso de que el dictamen sea favorable, viene el proceso editorial en el que le ponen a alguien versado en estas cuestiones que puede ser muy amable o tener el genio de Atila el Huno, entonces empieza un intercambio en el que hay frases como: “es que abusas de las sílabas tónicas”, lo que me lleva de inmediato a un diccionario para saber a qué carajo se refiere. Cuando el libro está formado, viene el diseño de la portada en el que uno no tiene la menor injerencia y que puede salir bien o mal en función de la lucidez del ilustrador, y se anuncia una presentación en la que los cuates del escritor se deshacen en elogios para luego tomar a costa de la editorial (si es que hay presupuesto). El libro llega a la librería y se queda como “novedad”, lo que dura la vida media de la mosca de la fruta para luego ser llevado a anaqueles menos conspicuos. Se puede considerar que un escritor que venda dos mil ejemplares triunfó en la vida, por lo que vienen las decepciones y la creciente certidumbre de que muy pocos, poquísimos, viven de lo que escriben.
Sin embargo, los que escribimos (es mi caso por lo menos), lo hacemos porque no tenemos más remedio. Olvide usted la mamarrachada esa de “una fuerza interior”, el escritor tiene un oficio al igual que hay otros muchos y se dedica a él con la convicción de que tiene algo que decir…y por lo visto hay miles, lo que no deja ser buena noticia.