Usted, lector, sabe que en etcétera tenemos particular gusto por develar ficciones, es decir, cosas o hechos inventados con los que se pretende engañar a alguien u ocultar algo. Por ello en esta edición nos adentramos al mundo inagotable de los gandules y las farsas en relación con el arte, la política y el periodismo, entre otros temas.
Durante la hechura del número de febrero registramos distintos aspectos que hacen al tema fascinante además de inagotable, pues es tan añejo como la historia de la humanidad. Una de ellas comprende cierto talento (y cinismo) para el engaño, que no regateamos porque eso es lo que se necesita, ser ingenioso y caradura, para hacer pasar gato por liebre y encima de todo ganar el reconocimiento del respetable (cuando hay “éxito”, claro).
Otra veta desde la que puede abordarse el asunto es la pregunta de por qué la gente cree, lo mismo, digamos, en estar frente a una mujer de 161 años que habría sido la nana de George Washington, que considera arte al batiburrillo apelmazado en el lienzo solo porque, según la versión del “artista”, fue elaborado con cierta técnica veneciana o proveniente de algún otro lugar exótico para darse ínfulas. Muchos de ellos, por fortuna, se hallan en las miasmas del anonimato pero otros, como aquél que construyó su obra con excrementos de elefante, se sitúan en la gloria del mercado cultural.
Para que existan tramposos y vividores se necesita que halla quienes les crean, y a veces son legiones. Por ejemplo en octubre del año pasado aludimos a la superchería que asegura la existencia de platillos voladores y extraterrestres sin que jamás haya sido sustentada más que por la fe, y en aquella edición, gracias a Sergio Octavio Contreras, también reseñamos un correo muy famoso desde 2007 a nivel internacional: “Hola colegas, no sé qué tan cierto sea esto, sino simplemente tomar precauciones. Por favor no atender las llamadas de los siguientes números 7888308001; 9316048121; 9876266211; 9888854137 pueden tener una hemorragia cerebral debido a la alta frecuencia, 27 personas murieron solo por contestar, ver las noticias para confirmar”.
En esta edición ampliamos la mira para escribir sobre los embaucadores del arte que viven del erario en ese terreno baldío que a veces es la cultura en México, así como del bohemio literato que al grito de “viva Dioniso” y una que otra cita rimbombante pospone para siempre su obra. Lo hacemos en los ámbitos de la ciencia y la antropología, y hasta acudimos a la esfera de la historieta y la creatividad de don Gabriel Vargas para recordar al siempre bien ponderado Avelino Pilongano, aquel joven tan diestro para evadir el trabajo y tan socarrón para vivir de los demás, porque él componía en el aire sus poemas aunque no tengamos registro de uno solo. El hijo de Gamucita podrá parecernos simpático a muchos de nosotros, aunque quizá el entusiasmo se atenúe al saber que muchos Avelino Pilongano pueblan los entresijos y las complicidades de la cultura en México.
Y nos adentramos por los rumbos del periodismo, pero esta vez no nos referimos a quienes hacen de la suspicacia una herramienta para la especulación por encima de la noticias sino que, en otra dimensión, describimos a esos caricatos que fingen hacer periodismo cuando su función es congraciarse con el poder y, sobre todo, construir su propia imagen como si en serio fueran profesionales de la comunicación -cuando en todo caso son comentaristas- y hasta expertos en el análisis de medios. No vale la pena, ni en este caso ni en ningún otro, señalar nombres pues como dijera uno de nuestros entrevistados, las máscaras caen solas.
Al final repasamos a varios de los actores del teatro de la política y su montaje, plétórico de demagogia e histrionismo lo mismo en varios de los ex presidentes de México que en otros que han aspirado al cargo y en quienes, sobre todo, resalta la estela autoritaria por encima de la cultura democrática.
Este editorial podríamos terminarlo citando al gran Voltaire:
“Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero daría la vida por defender tu derecho a decirlo”.
Pero no lo hacemos porque, sencillamente, no dijo tal frase Francois Marie Voltarie Arouet a quien, por cierto, se cita con más frecuencia con la que se lee, sino un grupo de estudiosos de su obra que acuñaron la cita por primera vez en 1906, basados, sobre todo, en su “Tratado sobre la tolerancia”. Ésa que tan ausente está en el intercambio político del país.