Para cuando usted lea estas líneas, muy querido lector, los festejos patrios habrán concluido en medio de ritos extraños que nos caracterizan a los mexicanos y de los que me interesa dar cuenta, ya que, a pesar de que nací en Narvarte, nunca los he comprendido a cabalidad.
El primero y más conspicuo es festejar la Independencia no en el día que se obtuvo, sino el día que se declaró por medio de unos campanazos que dio el señor cura Hidalgo quien, por cierto perdió esa guerra y a pesar de contar con la edad que tengo al escribir mi colaboración, que son 58 años, ha sido representado como mi tío abuelo en la iconografía nacional; “envejeció mal”, diría mi tía Engracia. “El nacionalismo se cura viajando”, frase atribuida a Pío Baroja que sucumbe como el Titanic en septiembre, ya que los mexicanos tenemos la curiosa idea de que nuestro país es mejor que otros por la simple y sencilla razón de que nacimos en él (esta vez tomé a Bernard Shaw). Entonces empieza el despelote de orgullos patrios y charros y chinas poblanas, de banderas y de cantos de beodos:
Soy puro mexicano
Nacido en esta tierra
En este hermoso suelo
Que es mi linda nación
Mi México querido
Qué linda es mi bandera
Si alguno la mancilla
Le parto el corazón.
A los mexicanos nos encanta el mitote. Sea pues.
Existen otras características nacionales que son independientes del mes del año en el que nos encontramos, y tienen que ver con lo que los entendidos llaman “lenguaje críptico”. Veamos algunos ejemplos: “voy llegando”. Normalmente el declarante es una persona que tiene una cita, digamos a las 17 horas., que es el momento en que manda el mensaje mientras sale de su casa que se encuentra a 40 minutos de su destino. Cuando llega emite el segundo elemento de la ecuación y dice: “Se me hizo tarde”.
“Yo te aviso”. En este caso se lidia con la incapacidad congénita de los mexicanos para decir “no” de manera clara, y una forma de esquivarlo es postergar una respuesta hasta que la posteridad o un encuentro inoportuno la detone. Si esto ocurre se suele recurrir al siguiente arsenal: “¿Qué crees? Se me pasó” o “Perdí la agenda de mi celular”. Una más: “¿Te puedo ser franco?”, que es una pregunta idiota en sí misma porque da la impresión de que el declarante ha mentido toda la vida y en medio de una epifanía se dispone a enmendar el camino.
Los mexicanos hemos hecho loas (justificadas por cierto) a nuestra solidaridad y ánimo de ayudar al caído. El problema es que en esa balanza de compasión no existen los contrapesos para los gandallas que se meten en las colas, los idiotas que obstruyen una vialidad a pesar de que no pueden avanzar más, o mi vecino (a quien dedico este artículo), un hombre que tiene una neurona en reposo y no se ha dado cuenta de que lo sensato al llegar a su casa (que es su casa y no la mía porque él la compró) sería descender de su auto y abrir la puerta con un ingenio llamado “llave” en lugar de dar cinco bocinazos que alteran a todos, en particular a mi perro, el buen Óscar, cuya foto (minutos antes de que le dé un preinfarto) encontrará adjunta.
Es difícil definirnos de manera simple y, por supuesto, no es esa, mi intención; para ello existieron glorias nacionales como Octavio Paz. Pero un país en que los diputados se clavan los cacahuates, celebran con faltas de ortografía el fin de la evaluación educativa o quieren ser titulares de la “Secretaría” de Cultura en la Cámara de Diputados, como el actor e intelectual Sergio Mayer, me parece que necesitamos motivos para renovar esperanzas en que vengan cosas buenas. Sin embargo, mi sempiterna neurosis no los encuentra por ningún lado. Desconfío de la gente optimista o de los paleros babeantes; es por ello que mi hija María me ha regañado en varias ocasiones: “Pa (o ‘Fedro’; ahora le dio por decirme así), no te pelees en tuíter…”, estoy seguro que no haré caso.