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viernes 13 diciembre 2024

De la megalomanía personal al autoritarismo político

Por Facundo González Bárcenas

por etcétera

Puesto que el presidente de México tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del Presidente le dé a su gobierno un sello peculiar, hasta inconfundible. Es decir, que el temperamento, el carácter, los prejuicios, las simpatías y las diferencias, la educación y la experiencia personales influirán de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno.

Daniel Cosío Villegas, El estilo personal de gobernar, México, Joaquín Mortiz, 1974.

Con frecuencia se ha exagerado la importancia de las personalidades en la política y la historia pero, sin duda, son relevantes, sobre todo si logran ejercer poder, como cuando son favorecidas por el sufragio popular y acceden a un cargo de gobierno o representación. Esta aseveración cobra más fuerza cuando se trata de regímenes políticos presidencialistas, como el de México, en los que la titularidad del Poder Ejecutivo es de carácter unipersonal y en la persona del presidente recae una amplia cantidad de facultades legales y, en muchos casos, metalegales.

México tiene un régimen político presidencialista, pero además cuenta con una tradición presidencialista, de manera que nuestro país lo ha sido por partida doble, en las dos acepciones del término, tanto por el diseño de su régimen político como por la abultada concentración de poder en la persona del presidente, lo que facilita el camino al fenómeno de personalización del poder.

A mediados del sexenio de Luis Echeverría, Daniel Cosío Villegas publicó un estudio que tituló El estilo personal de gobernar, en el que sometió a análisis las características de la personalidad de ese presidente y cómo impactaban en la política nacional. El historiador elaboró su estudio cuando México todavía tenía un sistema de partido hegemónico y la personalización presidencialista del poder gozaba de cabal salud. Se trataba, sin duda, de un sistema político autoritario regido por la concentración personalista del poder en el presidente de la República, si bien con una vigencia sólo sexenal. Era un país distinto al que podemos observar hoy, en parte resultado de la transición política-electoral que dio fin al PRI como partido hegemónico; hizo posible el pluralismo político y la alternancia electoral; en alguna medida acotó el poder presidencial al incrementar la autonomía de los poderes Legislativo y Judicial, redistribuir facultades y atribuciones entre diversas instituciones y órganos, y aprobar procedimientos a los que debe sujetarse la acción pública.

Hoy, en un contexto de proliferación de líderes y gobiernos populistas y dadas las características del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es pertinente recordar textos como el de Cosío Villegas y atender los análisis sobre populismo, un fenómeno político existente en muchas latitudes del planeta y que presenta pulsiones autoritarias que han venido a constituirse como un serio reto a la pervivencia, funcionalidad y consolidación de la democracia.

En este marco, comparto aquí unas breves notas sobre algunas características del “estilo personal de gobernar” del presidente AMLO. Por supuesto, sin pretender un diagnóstico clínico y sólo a juzgar por sus expresiones políticas, tengo para mí que el presidente tiene una personalidad marcadamente narcisista y megalómana que hace pensar en el síndrome de Hubris. Hago esta consideración porque me parece, como a Cosío Villegas, que existe una íntima relación entre las características de la personalidad del gobernante y el estilo personal de gobernar que, en este caso, está imbuido en un delirio de grandeza que se expresa a cada momento.

Desde el inicio del sexenio AMLO ha insistido en que su gobierno no consiste en un simple cambio de gobierno sexenal, sino que estamos viviendo un verdadero cambio de régimen —si bien nunca ha explicado qué entiende por “régimen”. Así que, según el presidente, él no encabeza un gobierno más de los muchos que en las últimas décadas se han sucedido con puntualidad sexenal. No, AMLO no se anda con pequeñeces: él es el dirigente de algo distinto, mucho más grande, tan grande, heroico y épico que sólo es comparable con gestas como la Independencia, la Reforma y la Revolución mexicana. Por eso, apriorísticamente ha bautizado a su gobierno como la “Cuarta Transformación de la Vida Pública de México”, nada más ni nada menos.

Si de ese tamaño histórico es el gobierno de AMLO, él, como protagonista y dirigente principal, no se queda atrás y su figura corresponde a esta supuesta grandeza. Ya sea de manera sutil o abierta, se presenta ante sus gobernados casi como un héroe en vida, que ha luchado por largos años a favor del pueblo y cuya trayectoria muestra abundantes episodios ejemplarizantes, como los de “Jesús Cristo”, con una vida ajena a lujos, que desprecia el poder y el dinero, incorruptible, empeñoso, sabio, infalible, protector de los pobres, justiciero y dador de bienes, servicios y esperanzas, y que sólo tiene el “modesto” propósito de “pasar a la Historia”, así, con mayúscula. El presidente pretende saberlo todo, por eso desprecia a los expertos, la intelectualidad, los académicos y los científicos, a quienes acusa de caterva de aspiracionistas privilegiados y alejados del pueblo. Por supuesto, en AMLO no hay lugar para la autocrítica, pues los héroes broncíneos no cometen errores, y toda crítica es rechazada como “conservadora”, motivada por la perversidad de los enemigos del pueblo.

Autodenominar a su gobierno como “Cuarta Transformación” no es una inocentada, pues esta sobrestimación tiene efectos políticos. En realidad, pensar y querer hacer pensar a su gobierno como el más reciente eslabón de la sucesión histórica integrada por la Independencia, la Reforma y la Revolución, tres grandes revoluciones con despliegue de violencia armada, desliza la consideración de la “Cuarta Transformación” como otra revolución, aunque no armada.

Así, el gobierno de AMLO no sería simplemente uno que llegó al poder para gobernar durante seis años gracias a un proceso electoral democrático en el que obtuvo la mayoría, que se debe ceñir a lo que le permiten la Constitución y las leyes, y no imponer decisiones de gobierno y políticas públicas de manera arbitraria, sin respetar las normas vigentes; no, AMLO piensa a su gobierno a semejanza de uno con legitimidad revolucionaria que actúa basado en la fuerza que lo llevó al poder, por lo que puede imponer sus decisiones y determinar su propia legalidad. De ahí la propensión del gobierno de la “Cuarta Transformación” a evadir reglas (“no me vengan con que la ley es la ley”), doblegar o eludir instituciones y hacer caso omiso de normas y procedimientos aprobados para la toma de decisiones y las políticas públicas.

Otra característica de AMLO y su forma de hacer política es su pensamiento dicotómico y maniqueo que lo lleva a promover una política de antagonismos y polarización, a dividir a la sociedad en el “pueblo bueno”, cuya representación plena supuestamente encarna el presidente, por una parte, y los “conservadores” (mafia del poder, minoría rapaz u oligarquía), por otra, quienes además son corruptos, falsarios y culpables de los males de la Patria. Todas las virtudes en una parte y todas las perversiones en la otra. AMLO sostiene que el triunfo de los conservadores es moralmente imposible, achacándole falsamente la frase a Benito Juárez, la que pronuncia con una presunción de superioridad moral sustentada en la imaginaria identificación entre el “pueblo bueno” y el presidente, como si este tuviera el monopolio de la moral y la ética políticas.

La personalización del poder se complementa con el permanente afán de concentrarlo, anulando o subordinando a toda otra instancia que ejerza poder en alguna medida, poca o mucha, en una u otra modalidad, ya sean los poderes Legislativo y Judicial, los organismos autónomos, partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, movimientos sindicales o de mujeres o medios de comunicación. “Se me subordinan o los combato con todos mis recursos”, o “están conmigo o contra mí” parece ser la divisa. AMLO quiere controlar todo: los poderes de la Unión, el manejo del presupuesto, la sucesión presidencial, los candidatos de todos los partidos, los gobiernos estatales, los medios de comunicación, etcétera.

El voluntarismo también es otra de las características del estilo personal de gobernar de AMLO, lo que se expresa en sus chabacanas frases de “me canso, ganso”, “llueve, truene o relampaguee” o “me dejo de llamar Andrés Manuel”, con las que ha tomado decisiones que lo han llevado a casos de fracaso, como el del Insabi, el manejo de la pandemia y otros muchos.

Aunque hay otras características, no debe quedar sin referir la abundancia discursiva mediante la que el presidente propaga su visión política, envuelta en un lenguaje justiciero, pretendidamente de izquierda. Estos podrían ser el sexenio y el presidente de la sobreabundancia discursiva, a tal grado que AMLO da una mañanera que dura de dos a dos horas y media todos los días, una auténtica exageración, sobre todo si se considera que es un foro de propaganda velada o abierta a su gobierno y su partido. Las “mañaneras” son una extravagancia que ya ha sido normalizada, como muchas otras promovidas por este gobierno, que ha tenido la osadía de convocar a la nación para que perciba lo que no sucede, e incurrir en una suerte de política ficción colectiva haciendo “como si”: como si se rifara el avión, como si se juzgara a los expresidentes, como si la revocación fuera ratificación, como si la pandemia hubiese sido correctamente manejada, como si la violencia estuviese siendo contenida, como si todos los problemas fuesen herencia de los pasados gobiernos, como si no hubiese militarización, como si… estuviéramos en una “cuarta transformación”.

Estas y otras características del estilo personal de gobernar de AMLO configuran un ambiente adverso al Estado de derecho y la democracia que, en efecto, han vivido bajo acoso durante su gobierno, y propenso al autoritarismo y el abuso del poder presidencial, que pretende ocultarse detrás del escudo de la opacidad, con el pretexto de la “seguridad nacional”, y la confusión del concepto de rendición de cuentas con el de propaganda partidista.

Con sus fortalezas y debilidades, las características del actual gobierno, su relación con el populismo y su propensión al autoritarismo serán claramente visibles desde el mirador electoral que ya está en marcha. Esperemos que esta propensión autoritaria de la autodenominada “Cuarta Transformación” logre ser contenida, no se desborde y no llegue a manifestarse con toda su crudeza.

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