Mis primeros contactos con la radio fueron a través de un vehículo Plymouth 1957 que mi padre manejaba a la misma velocidad de un caracol. Al abordar el coche se sintonizaba una estación indescifrable en la que programaban música y nada más. Los anuncios parecían realizados por la mamá del dueño de la estación y contaban con una producción que, estimo, costaba 4 pesos. Los años pasaron y cuando me hice joven escuchaba a un señor que hablaba raro pero era el favorito porque decía mamadas como: “esto es muy poshhh”. También una estación en la que el locutor daba la hora cada minuto.
Los años pasaron y hoy la radio es un espectro variopinto en el que se puede escuchar absolutamente todo y más. Empecemos por los noticieros que se escuchan hasta la saciedad, señaladamente en el auto. Hay señoras que son listas pero, desde mi humilde punto de vista, no han entendido que en una entrevista es menester dejar hablar al señor que está del otro lado de la línea, se trata de Denise Maerker y Carmen Aristegui. Hay otros que de plano no son listos y hacen comentarios que simplemente dan miedo; Pedro Ferriz, Eduardo Ruiz Healy y Beteta, son mis favoritos en este clan. Cada que alguien me dice que los sigue tomo una nota mental para alejarme de inmediato. Los noticiarios de la radio están plagados de cosas que a nadie le interesan como el índice Dow Jones o una madre que se llama Nikei y que ignoro lo que significa. También dan consejos de tránsito que sólo son útiles para que los que andan en las motos reportando ganen su salario, ya que siempre son tardíos.
Hay también programas de chismes en los que personas con el mismo coeficiente intelectual de una escoba que estoy viendo relatan las andanzas de gente supuestamente famosa que agarró una peda o que se fajó a la mujer de otro. En estos basureros destaca un señor que se llama Gustavo Adolfo Infante que habla mamoncísismo y Maxine Woodside, acompañada de un coro de señores que advierten que son homosexuales y a los que yo imagino como a tías regañonas y amargadas.
Existen, también, opciones gruperas en las que la pobre gente escucha a los Pericos de Cosamalopan, a la banda Tigre o a Floribel y su pasito sinaloense. En este caso mi opinión es limitada, ya que al primer trompetazo siento que voy a sufrir una embolia y cambio de estación. Las de música clásica las imagino con el mismo rating que el número de ideas lúcidas al día de Elba Esher Gordillo, y las de jazz para gente que vive en la Condesa.
Pero falta lo peor; en la medida que anochece salen de las cloacas personajes como “El Panda”, que es un gordo cuyo altísimo rating se debe a su enorme dedicación “por hacer bromas” entre las que se pueden contar cosas como que un novio le dice a su novia que tiene sida o que un padre llama desde Arlington para explicarle a su mujer que embarazó a la sirvienta, lo que viene es que todos se rían y el engañado agradezca la broma mientras solicita un disco. Acto seguido: entra La mano peluda en la que el auditorio (al que imagino lobotomizado) narra sucesos escalofriantes del tipo: “estaba yo llegando a mi casa en Chalco y se me apareció el Zaranpanguilo” o “ayer en la tarde me subieron a una nave espacial y me poseyeron los marcianos”.
Por supuesto, en este desastre hay honrosísimas excepciones que
destacaré para que no se diga que todo me sabe a tortilla y soy un amargado; “El Hueso” me parece una propuesta fresca y divertida. El conductor y amigo Mario Campos, del IMER, es una joya de madurez y sentido común y, finalmente, Leon Krauze, al que no conozco, goza de mis cabales simpatías.
En fin, hablar de la radio es lo mismo que hablar de un universo multivariado en el que no se pueden hacer apologías o decapitamientos sin la debida atención, ya que se corre el riesgo maniqueo de sobresimplificar una realidad que, como ya sabemos, es una mierda de complejidad.