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I. El papa y yo: entonces y ahora

La consagración de Jorge Bergoglio como papa en marzo de 2013 me tomó completamente por sorpresa porque, como la mayoría de los argentinos, soy católico no practicante, la clase de persona que recibió una esmerada educación religiosa de niño (comunión y confirmación) y que la olvidó de grande.

Llegado a este punto, debo confesar que, aunque descontento con la religión como tal (especialmente luego de leer sobre repetidos casos de abusos sexuales y corrupción como el escándalo del Banco Ambrosiano retratado en “El Padrino III”), de niño me sentí fascinado por la iconografía y los rituales que rodeaban a la iglesia católica, en especial cuando, entre los ocho y los nueve años, obligado por mi maestra de comunión, iba a misa todos los domingos y contemplaba los vitrales, las estatuas… toda esa mística, ese aire secreto, conspirativo, que parecía rodear a la religión católica, incluyendo a sus sacerdotes, hombres que me recordaban a mis personajes favoritos de historieta: personas rectas y justas que parecían haber viajado por todo el mundo para dar respuestas, alivio y ayuda a quienes lo necesitaban, movidos por una fe que les permitía soportar cualquier inconveniente sin quejarse, conscientes de que trabajaban por un fin superior; por supuesto, entonces era un niño nacido y criado en La Pampa, que nunca había salido de su ciudad natal, en una época donde no había Internet y solo se leían los diarios locales, por lo que cualquier información que llegaba del “mundo exterior” era siempre fascinante y aparecía rodeada de un aire de aventuras que convertía, incluso a los aburridos sacerdotes católicos, en figuras místicas, caballeros de la fe empeñados en una cruzada santa para salvar almas.

Debo señalar, también, que mi formación religiosa coincidió con el apogeo de Juan Pablo II, quien se había convertido en una figura icónica de la época gracias a su astuto manejo de los medios: como una estrella de rock, el papa parecía estar siempre llegando o partiendo de un país diferente, con las figuras más poderosas del mundo solicitando humildemente una audiencia con él.

En aquellos -ahora lejanos- tiempos, Juan Pablo II era, para mis maestras de catecismo, además de una referencia obligada en cada clase (con revistas, diarios y posters que lo mostraban siempre sonriente, rodeado de políticos y famosos), la figura más usada a la hora de imponer orden: cuando nos portábamos mal (¿y qué otra cosa podía esperarse de niños de ocho y nueve años obligados a pasar una hora y media, todos los viernes hablando de religión?), se nos recordaba: “¿Qué diría el Santo Padre si los viera actuar así, eh, qué diría?”.

Hoy, seguramente, las maestras de comunión y los sacerdotes usan a Francisco para recordarles a los niños cómo comportarse, pero sinceramente los compadezco, porque la mística que rodeaba al catolicismo en mi infancia desapareció: ya no es posible convencer a los niños de la santidad de un papa solo porque sus padres lo dicen; ya no es posible creer, como en la época de Juan Pablo II, que el papa lo sabía todo y nunca se equivocaba porque era un hombre elegido, superior al resto de los mortales.

Esa incredulidad también se extendió a los adultos: en los ochenta, bastaba que el papa negará un hecho para que millones de personas, creyendo ciegamente en sus palabras, ignoraran la noticia en los medios; hoy ese método no funciona: omitir las denuncias en su contra, negarse a hablar de sacerdotes pedófilos, solo serviría para que las noticias se hicieran virales y recibieran atención tanto de las grandes cadenas de noticias como de las redes sociales.

Apenas me enteré de la consagración de Bergoglio, me pregunté cómo haría para adaptarse a estos nuevos tiempos, cómo haría para sobrevivir en una época donde el manejo de la información se democratizó de tal manera que cualquiera puede cuestionar a la máxima figura de la Iglesia católica.

Francisco respondió rápidamente a mis dudas mostrando, desde su asunción, una inmensa habilidad para incorporarse a un mundo hiperconectado: a diferencia de su predecesor, el gris Benedicto XVI, empeñado en que la Iglesia retrocediera al siglo XIX, el nuevo papa supo crear un personaje popular y sencillo que sedujo rápidamente tanto a los medios tradicionales como a los independientes: Time lo nombró una de las cien personas más influyentes del mundo y le dedicó su portada como “hombre del año 2013”, mientras la revista Rolling Stone lo consagró ante sus jóvenes lectores con un largo reportaje.

Mis dudas, repito, estaban de más. Algo que debí prever conociendo la historia de la Iglesia, una institución que siempre supo elegir la figura más adecuada para guiarla; si el cristianismo sobrevivió tantos siglos es por esta habilidad para cambiar de acuerdo a las circunstancias: en los años ochenta, Juan Pablo II era la figura con la mezcla necesaria de dureza, carisma y pragmatismo para tratar con Reagan y Thatcher en medio de los cambios sociales que presagiaban el fin del comunismo; hoy, Francisco encarna el nuevo catolicismo, menos dogmático, más popular: una figura sonriente y amable que comprende la importancia de las redes sociales y sabe que, para que su religión sobreviva tras décadas de escándalos por curas abusadores, escándalos financieros y apoyo a dictadores, debe volver a conectar directamente con las personas para evitar que emigren a otras religiones (incluyendo esos extraños cultos new age donde, entre otras cosas, se enseña a respirar).

La elección de Bergoglio como papa, entonces, fue correcta, acertada, ideal en casi todos los aspectos menos en uno: el cónclave que lo escogió no tuvo en cuenta su nacionalidad, un error imperdonable.

II. El papa y nosotros: la argentinidad al palo

Los argentinos fueron seducidos rápidamente por el nuevo papa y ese amor a primera vista quedó registrado en los medios: desde la asunción de Francisco, diarios, revistas, canales de televisión y radios parecieron desbordados por el fervor de cuarenta y dos millones de personas que, hasta pocos días antes, apenas tenían noticias de alguien llamado Jorge Bergoglio.

Los famosos mostraron en sus cuentas de Twitter la necesidad de quedar bien y hacerse prensa hablando maravillas de un hombre que acababa de asumir el papado alguien que no contaba, todavía, con los méritos suficientes para endiosarlo en vida… aún así pudieron leerse mensajes como éstos:

El cantante Axel: “Muy emocionado y agradecido por ser parte de la vigilia de Francisco!!! La energía que se vivió y sintió es inexplicable!!! Gracias a todos!!! [sic]”.

El periodista Jorge Rial: “¡Buen día la monada! Emocionante estar en Europa x estos días. Todos te preguntan por el papa Francisco. Cambió la mirada. Increíble”.

El productor Nacho Viale: “Primera homilía como papa #asunciondelapa. Somos varios siguiéndola por acá y TV a esta hora?! Este pontificado hará historia”.

La actriz Mónica Ayos: “En su mirada hay amor #Fe. Algo comienza a cambiar. Y para bien #Fe”.

Por supuesto, famosos y desconocidos no tardaron en ver los beneficios de contar con un papa propio y, como parientes pobres interesados en aprovechar el éxito de un familiar lejano, viajaron al Vaticano a pedir una audiencia, seguros de que, al ser argentinos, contaban con un free-pass; la lista incluyó a figuras como Marcelo Tinelli, conductor del programa “Showmatch” y vicepresidente del club “San Lorenzo”, quien no tardó en publicitar su visita por Twitter (algo que parece obligatorio: si no se hace pública la visita, no tiene sentido el viaje) usando todos los lugares comunes posibles: “Hermoso encuentro con el papa Francisco esta mañana. Le entregamos una réplica de la copa Libertadores. Muy emocionante. ‘San Lorenzo forma parte de mi identidad cultural’. Esa frase de Francisco me emocionó. Cada vez que veo al papa Francisco me tiemblan las piernas, se me pone la piel de gallina y me largo a llorar. Qué hermoso es estar con él”.

Por supuesto, no fue el único: como el verdadero representante del argentino promedio, el hombre que no duda en cambiar sus ideas de acuerdo a la conveniencia personal y el momento político, Diego Maradona dio, una vez más, muestras del pragmatismo que le permitió alabar el gobierno liberal de Menem y luego a la dictadura de Fidel Castro: “El papa Francisco es más grande que Maradona. Me hizo sentir como un argentino bueno y eso me da mucho placer, que un argentino esté haciendo tan bien las cosas como es ser papa en el Vaticano”; atrás quedaron sus insultos contra Juan Pablo II (“Entré al Vaticano y vi el techo de oro. Y me dije cómo puede ser tan hijo de puta de vivir con un techo de oro y después ir a los países pobres y besar a los chicos con la panza así”) y su desprecio al enterarse la consagración de Bergoglio (“creo que eligieron al menos malo”): lo importante era posicionarse junto a la figura más popular del momento.

¿Era necesario exponernos así? ¿Era necesario confirmarle a todo el mundo la obsesión nacional por la fama, por sacar partido del éxito ajeno? ¿Un papa mexicano/colombiano/chileno/ venezolano hubiera generado una histeria tan generalizada entre sus compatriotas? ¿Actores, actrices, músicos, políticos y escritores de esos países se hubieran desesperado hasta el punto de la humillación para conseguir una reunión privada el sumo pontífice para sumar seguidores en sus cuentas de tuíter y Facebook?

La obsesión nacional por el éxito y la figuración -estar siempre presentes, no importa cómo ni a qué costo- nos hace actuar de forma miserable, demostrándole al resto del mundo que todas las historias que oyeron sobre nosotros son ciertas; la consagración de Bergoglio confirmó -por si hacía falta- que, usando el nombre de un compatriota, los argentinos podemos comportarnos de manera arrogante, maleducada y soberbia, como han contado los turistas que se cansaron de escuchar frases insultantes de hombres y mujeres que creían tener derechos especiales en el Vaticano solo por haber nacido en el mismo país que Francisco, derechos que los ponían en una posición privilegiada frente a los demás.

Por supuesto, toda esta adoración se limita a la figura pública, al icono internacional: si hoy se hiciera una encuesta en la calle y se le preguntara a mil personas de cualquier parte de Argentina qué dijo el papa en sus últimas apariciones públicas, sería asombroso que uno de cada diez respondiera correctamente (personalmente, creo que solo uno de cada cien podría responder la pregunta).

Para los argentinos, el papa es, como el Che Guevara o Borges, un póster para mostrar, alguien cuyas palabras importan poco y nada, porque la imagen lo es todo; lo importante es poder exhibirlo, sacarlo cuando surgen dificultades en el extranjero, hacerle sentir a los demás que tenemos algo que ellos no tienen: un salvoconducto que nos permite ser irónicos y prepotentes porque, después de todo, “Francisco es nuestro”.

Un canción del programa humorístico “Peligro: sin codificar” se convirtió, durante el último mundial de fútbol, en un inesperado éxito, al sintetizar claramente ese sentimiento de superioridad que nos hace tan fáciles de parodiar:

“Francisco primero
te quiere el mundo entero
por derecho divino
el papa es argentino.
Brasilero, Brasilero
qué amargado se te ve
Maradona y Pancho uno
son más grandes que Pelé…”

Esto es parte de una antigua tradición nacional: desde hace décadas los argentinos recorremos el mundo con la soberbia y la prepotencia de los viejos administradores del Imperio Británico, listos, ante el menor inconveniente, para recordarles a los demás que nos deben respeto y reconocimiento porque compartimos la nacionalidad con Evita, con Borges, con Maradona, con Messi, con Francisco…

Tal vez por eso, porque conoce muy bien la mentalidad de su país, el nuevo papa termina cada aparición pública, cada carta, cada discurso, con la misma frase: “recen por mi”.

Nadie dijo que ser un icono argentino fuera fácil. Es la pesada carga que los consagrados deben soportar: millones de personas que usan su nombre para obtener beneficios, una tradición nacional tan antigua que aparece en historias como Mi tío Manuel Galvéz, donde un adolescente consigue libros gratis haciéndose pasar por el sobrino de un autor famoso a comienzos del siglo XX.

Por eso, sí, recen por Francisco, recen mucho, lo va a necesitar, especialmente con tantos compatriotas usando su nombre en vano.

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