“Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota.
“Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota.
Pero no se deje engañar. Es realmente un idiota”.
-Groucho Marx-
Deberes ecuménicos arrastraron mis pasos a la patria de Macron por séptimaocasión. Fui incapaz de resistir la tentadora oferta de Air France: tostar el palmito diez días en Cannes resultaba más económico que un VTP all inclusive en Playa del Carmen. Además, mi amiga Florence Ascouet competía para las elecciones legislativas de su distrito para una diputación por el partido UPR en la tercera vuelta electoral. De no reservar ese vuelo acarrearía algún castigo de tipo militar sobre mi cabeza. Lo sabía con la misma certeza con la que adivino el número de arrugas que se adornan estos ojos que han de regurgitar los gusanos.
En 2012 aprendí de mala manera que cuando un viaje comienza con el pie izquierdo, se desencadenará toda una cadena de eventos desafortunados.
Arribé al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México con más calma que prisa, acercarse al mostrador de la aerolínea tres horas previas al vuelo, es considerado una buena e indulgente práctica viajera. Reacia a abandonar mi naturaleza pesimista, padecí los temores y palpitaciones propios de la India María antes de toparse con la migra. Llámenme paranoica, pero hasta no verme derramada cual lánguida odalisca en el asiento del avión correspondiente, el irascible temor a que toda valga madre me acompaña fiel y de la mano hasta el momento en el que mi pasaporte es escaneado antes del abordaje. No hay nada que pueda hacer al respecto.
Nací pobre y de color humilde. La vida nunca me ha regalado un mendrugo de fortuna, razón por la que todos mis desfiguros viajeros han sido perpetrados en clase turista, nací para formar parte del rebaño. Todos mis crímenes han salido baratos. Sin embargo, el boleto que saqué como una oferta, como una promoción pertenecía a la clase premium es decir, al siguiente escalafón del arribismo. El Disneyland del oprimido. Después de casi una década de resguardar millas no acumulables, usé una olvidada membresía skynet para ejercer el privilegio de abordar antes que la raza, de escoger el asiento más cuco de la fila, beber champagne y derecho de pernada en la recolección de equipaje en Charles De Gaulle Airport. ¿Qué podía salir mal?
Todo, para variar
En algún momento previo a nuestro despegue, pasó junto a nuestra fila una señora con el mismo rostro de Cristina Kirchner después de recibir la notificación de su séptima causa judicial. Se acercó al staff de Air France y escupió con alarma: ¡Allá abajo hay tres niños con varicela!
Los desafortunados testigos de primera fila en aquel momento (Jean-Pierre y la que suscribe) supimos una vez más que Dios nos odia y desea escupir nuestras lápidas cuando perezcamos. Por supuesto que se armó un desmadre. El avión tardó en despegar tres horas. Tiempo en el que se activó el protocolo interno en casos de emergencia sanitaria. Tuvimos que esperar a que un médico llenara todos los formularios de rigor que exige la evaluación de riesgos estipulados en el Reglamento Sanitario Internacional. Recordé el triste caso de los 183 pasajeros detenidos en el aeropuerto de Barajas pertenecientes al vuelo AF1300 de Air France tres años atrás a causa de una emergencia sanitaria que provocó activar todos los protocolos de seguridad gracias a un pasajero nigeriano presuntamente infectado por ébola.
Pocas veces he unido mi desprecio a la chusma que prejuzga al individuo por su apariencia. Nunca he mirado con recelo a un hombre tatuado de la cabeza al Pico de Orizaba o con claro aspecto de pickpocket parisino. Pero esa noche, me uní a las nutridas miradas de odio dirigidas al par de hippies que llevaban en sus brazos a los pequeños enfermos cuando desfilaron rumbo a destino desconocido. Si los chicos estaban enfermos o no, si estaban vacunados o no, no importaba a semejantes alturas. Para nosotros fueron los causantes de la pérdida de vuelos de conexión a una cantidad incalculable de viajeros. La impronta colectiva fue implacable: ¡Malditos hippies anti-vax!
No supe si los bajaron o viajaron en nuestro mismo vuelo.
Jamás volví a verlos.
No tenemos dinero pero tenemos lluvia
Existen detalles que deben de cuidarse minuciosamente antes de emprender un viaje. Principalmente el presupuesto, sin el que nada es posible. Por supuesto que tuve el mal gusto de calcular mal ciertos depósitos. Gracias a toda una carrera destinada a alcanzar un Darwin Prize un día remoto, fui condenada a pernoctar la maravillosa cantidad de cuatro días en Europa sin efectivo. Todos los millennials que me leen, seguramente opinan que cargar tarjeta de crédito con saldo amigo es suficiente, pero nanay, no cargar efectivo es letal en tierras Sartreanas. Allá no proliferan los OXXOS ni las trajetas saldazo. Los cafecitos y panaderías de barrio no aceptan tarjetas.
No todos los taxis tienen terminal bancaria. No en todas las estaciones de metro hay dispensadores de boletos con tarjeta. En ningún puesto de periódicos aceptan cheques de viajero a cambio de un Charlie Hebdo calientito y espumoso, y a los puercos aún no les crecen alas. La Master Card no todo lo puede comprar, es real. Tuve que regresar un tarte tatin a la venerable anciana que atiende la inenarrable boulangerie Délice et Vertupor por no llevar cuatro miserables euros en la bolsa. “No cards, no cards mamuasé”, manoteó la viejilla frente a mi golden card.
Afortunadamente, Dios siempre socorre a los pendejos y vía Florence (santísima mujer), nunca faltaron boletos de bus o metro en mis bolsillos, tampoco faltó café o croissants en el desayuno. Flo compró los tickets para la premiere de “Alien: Covenant” invitó la espectacular cena de bienvenida en Agustin Bistró y se encargó de garantizar una botella de vino diaria en nuestro menú cotidiano. Todas estas atenciones fueron recompensadas en nuestro viaje de cuatro días a Córcega, lugar donde procuré retribuir todo lo que pude. Te amo, Florence, eres la Wonder Woman de este tonto corazón.
Better call Netflix
El último de mis días vacacionales fue dedicado al Dios del ocio y de la baquetonería. El único compromiso del día consistía en entrevistar al Doctor J.A Lucien a las 20:00 horas. Decidí dedicar la tarde a la preparación cuidadosa de la entrevista que luché tanto por obtener. Tardé tres meses en completar la difícil misión de acorralar al único corso puro, pecho plateado con adhesión emocional clave en la estructura de un ensayo que espera detrás de la puerta. Escogí como trinchera el restaurante Le Sanseveria (248 Rue de Rivoli), acogedor recinto que abre sus puertas a todo aquel que deseé comer increíblemente barato en una zona increíblemente cara. Escogí mover el trasero los 14 kilómetros que separan Fontenay aux Roses (cuartel general parisino por excelencia) de Tuileries con tal de trabajar sin ser molestada en probablemente el único recinto turístico donde el staff se esmera por hacerte sentir como en tu casa. Cualquier despistado pensaría que los meseros de Le Sanseveria son reclutados en tierras veracruzanas. Escribí con entusiasmo dos crónicas, las primeras cuatro páginas del ensayo de marras inspirado en Napoleón Bonaparte, y las primeras diez preguntas de la entrevista en dos idiomas (francés-inglés) contagiada por una inspiración extraviada desde 2012, quizás.
Quiero creer que la culpable indiscutible de la tragedia que se avecinaba fue la botella de Bordeaux Rosé que bebí sin alimentos. He victimizado mi torpeza cientos de veces en situaciones tan variopintas como vergonzosas, pero esta vez, no tengo otra excusa más que un estado alterado de conciencia. Estaba borracha. Punto.
Al intentar llamar a la mesera para pedir refil del Bordeaux tiré torpemente con el codo media jarra de agua sobre la laptop. En cuestión de segundos envejecí cuatro años y medio. La borrachera también escapó hasta Place Vendome. Lloré frente a desconocidos una vez más. La laptop lloró como gatito recién nacido antes de irse a negros. Nadie había visto semejante rostro de abatimiento desde el último mitin de Jean-Luc Mélechon. La inolvidable mesera llevó la agonizante MacBook al baño con la noble intención de resucitarla con el infernal secamanos del sanitario. Todo fue inútil. Pagué muy caro el capricho de escritora malditawannabe. Si no la controla, no la maneje, dicta un clásico latino.
Pagué la cuenta en total estado de devastación. ¿Qué carajos haría entonces? ¿Sería capaz de improvisar una entrevista bilingüe en un par de horas? No llevaba conmigo una libreta, una pluma, un plumón. Nada. Solamente el bendito iPhone.
Hice lo que se recomienda en casos de emergencia: caminar los cuatrocientos metros que separan Le Sanseveria del jardín que rodea la Embajada de Estados Unidos, comprar un baguette en Champs Elysées y tenderse a ver el capítulo “Chicanery” de la serie Better Call Saul que la suerte quiso estrenarse justo ese martes maldito. Porque para todo mal, el mar.
El mar de Netflix y nada más.
Horror a la báscula.
Durante el regreso a la Ciudad de México tuve el viejo y terrorífico encuentro anual con la báscula de equipaje. Como si mi guerra civil contra la casera no fuera lo suficientemente encarnizada.
Siempre es lo mismo. Los que me conocen saben que, además de traer conmigo planes laberínticos para un pronto regreso y cantidades groseras de impublicables fotografías, también cargo con el súper. Faltaba más.
Llámenme miserable, no me importa, pero he de rehusarme a pagar el arancel excesivo que representa comprar productos delicatessen en la cuna del capitalismo salvaje llamado City Market. No exagero. Por cada recipiente de yerbas finas de 300 pesotes mexicanos exhibidas en pasillos de la cadena Gourmet de Comercial Mexicana,pago la cifra de 1.10 euros en el Fran-Prix. Menos de veinticinco pesos.
Es costumbre arraigada en la América profunda acudir al supermercado favorito (la joyita que se encuentra frente al Museo Pompidou) un día antes del regreso inminente a Tenochtitlán. Dejar la mitad del equipaje en tierra para retacar la maleta con el mandado es la receta secreta.
Todo fue realizado conforme a derecho. Confiada acudí a documentar con los simpáticos amigos de Air France. Desafortunadamente, no fue posible coquetear con el siempre atractivo personal de mostrador. Hemos sido conquistados por las máquinas. Hace un año aún era posible mantener intercambio de tarjetas, sonrisas y pases de abordar. Al observar todos los mostradores vacíos, pensé inocentemente en un retraso en el servicio del noveno aeropuerto más grande del mundo. Pero no es así. Ya no es necesario el contacto humano para documentar equipaje. El usuario se encarga de hacerlo en los mismos monitores en los que realiza check in. Parece fácil pero no lo es. Existe gente dotada por la madre natura para entender nuevas tecnologías y hacer de ellas terciopelo. Pero el 70% de la banda desmañanada no, esa es la verdad. Incluso una freak de las apps y amante del DIY como yo, padeció cada uno de los 15 minutos necesarios para descubrir la forma de imprimir y luego, desprender de su pegamento las putas etiquetas de mierda. Ojalá que todo hubiera acabado ahí. Pero ya ha quedado claro que lo que mal empieza, terrible acaba. Media hora después de pelearme con la máquina expendedora de estampitas, logré llegar al mostrador de la aerolínea. La máquina que jamás habían visto estos ojos tapatíos me miró con frialdad. ¿Y ahora qué chingados hago?
Reconocí una pistola prima lejana que cargan los chicos de la comer y entendí que era el escáner vacilador. Acerqué mi maleta. Seguí las sencillas instrucciones y subí el equipaje a la banda. En ese momento sonaron tres alarmas, mismas que fingí no escuchar. Repetí la operación de escanear la maleta y la volví a colocar, entonces, se encendió el botón rojo que seguramente señala a los cretinos y de la nada, salió un empleado del aeropuerto que me invitó a de la manera más atenta ahuecar el ala. NO podía estar más en ese lugar. El equipaje no había reunido las condiciones necesarias para documentarse y requería pagar el excedente del otro lado del pasillo. No pude preguntar a qué pasillo se refería o si la alarma había detectado vestigios de ántrax en las rueditas del maletón rechazado. No lo volví a ver. Como llegó, desapareció.
La maleta se había excedido por una cantidad irrisoria de gramos. GRAMOS. Las personas somos entidades razonables, una pálida empleada de aerolínea hubiera dejado pasar mi maleta con una sonrisa, de acuerdo a experiencias propias del pasado. Pero es imposible necearle a una máquina.
Regresé por dónde vine arrastrando la cobija, una laptop inservible, y mis crónicas perdidas. Ante instancias tan desfavorecedoras, decidí comerme la mitad del botín. Al fin y al cabo, la peor de las confrontaciones aún estaba por ajustar cuentas con mi figura. Malditas básculas.
C´est la fuckin´ vie.