Por razones que únicamente le incumben a mi veterinario, tengo dos cuentas de Facebook. La más antigua de ellas, la reviso cada Corpus Chirsti. Una grave deuda con mi nostalgia me impide cerrarla definitivamente. Lo confieso.
Hace algunas semanas, recibí un inbox request. Una mujer delgada de ojos grandes y expresivos era la remitente. No pude reconocerla. Tampoco lo hice después de leer su escueto mensaje:
-Hola, oye, ¿fuiste a la Secundaria 191?
Asumí que era una excompañera del colegio, y contesté que sí. Reconozco que contesté con un poco de vergüenza. El mensaje había sido lanzado dentro de una botella al océano de Zuckerberg cinco meses atrás. Cerré el chat y la computadora para perder la anécdota en la memoria. Como se pierde una estrella.
El día de ayer, recibí uno de los mensajes crípticos que suele mandar mi padre y que tanto me irritan. En pocas palabras, me informaba que “una persona” había ido a buscarme. Que había estudiado conmigo y que dejó tres teléfonos para que me comunicara.
Irritada, respondí vía SMS tres importantes dudas: 1. ¿La persona que había ido a buscarme era hombre, mujer o guajolote? 2. ¿Los teléfonos de quién me dejó? ¿De emergencias, de Javier Duarte? 3. ¿Te dijo de qué escuela fue mi compañero, compañera o archienemigo?
Fiel a su costumbre de nunca contestar lo que se le pregunta, sencillamente informó que era un hombre, se llamaba Francisco y no había anotado ningún número ni le había preguntado ningún otro detalle porque a él no le gustaban los chismes. Bye.
Antes de coger el teléfono para pelearme una vez más con él, recordé el inbox del que no esperé jamás contestación.
Abrí la antigua cuenta y vi la respuesta de la chica de ojos expresivos: “Fuimos juntas a la escuela”. Después de un ejercicio poderoso de memoria logré recordarla. Claro, era Jessica. Una de las compañeras más altas y delgadas del salón. Era ella, sin dudas, y Francisco, era claramente aquél cabronzuelo dos años mayor que todos. El badass que fue amigo inseparable antes de que se lo robara una chaparrita nalgona de otro grupo hacía más de 26 años.
Charlé con Jessica más de una hora, quizás. Era la primera vez que contactaba a un excompañero de la secundaria. Le perdí la pista a todos. Redescubrir la foto que envió durante nuestra charla y que mostraba a 44 púberes lo suficientemente feos como hacer llorar a un hombre.
La gente que me conoce superficialmente, o bien, que es de reciente adquisición en mi vida, opina convencida que, desde siempre –o al menos desde adolescente–, se me he distinguido por ser portadora de una personalidad altanera, sarcástica, frontal y chabacana. Lamentablemente no es así, nunca hubo una chica más tímida y seria que yo. Pero eso no es todo, fui una adolescente sombría, acomplejada y desconfiada de todo lo que pudiera exponerme ante los demás. A los 13 años comencé mi formación secundaria en un plantel público de la bravísima delegación Gustavo A. Madero. Como tampoco me distinguí por el talento académico de ningún tipo, tuve que estudiar en el turno de la tarde. Entraba a la una y salía a las ocho de la noche. Los primeros meses sufrí de ansiedad galopante, la escuela no quedaba cerca de casa y en los años de Don Porfirio, no existía alumbrado o transporte público decente.
De alguna manera, a mi otrora gris personalidad, le alcanzó el cambio para despertar la suficiente simpatía de Adriana, a quien agradeceré en el alma haberse acercado a mí, sin ella, mi adolescencia se hubiera convertido en un páramo desolador como ninguno. Adriana era –es– una preciosa chica de sonrisa encantadora y curvas peligrosas. Fue mi mejor amiga durante tres años y ojalá mi descenso a la oscuridad no se hubiera interpuesto entre nosotras, porque de otra manera, seguiríamos siendo inseparables. Ella me cuidó, me protegió tanto de lo que nunca antes alguien lo había hecho, me quiso sinceramente. Tanto como yo a ella. Gracias a su existencia comencé a entender mi cuerpo, las señales inequívocas de la pubertad en un tiempo en el que absolutamente nadie volteaba a mirarme. Gracias a ella intenté ser más bonita, dejar de sentirme opacada e inservible. En tercero de secundaria conocí a José Luis, un compañero del mismo año, pero de diferente grupo.
José Luis y yo nunca tuvimos amigos en común, no compartimos el mismo piso durante los tres años de tortura escolar, ni jamás coincidimos en alguna actividad extra muros. Fuimos víctimas del caprichoso azar. No existe alguna otra explicación que justificara que el estudiante introvertido hasta la invisibilidad –empero el más brillante de todo el plantel– y yo cultiváramos un lazo de entrañable complicidad. Fue él quien, en un auténtico acto de piedad, puso en mis manos en ceremonioso préstamo Cien años de soledad. Junto a José Luis exploré fascinada la descendencia Buendía-Iguarán, con la intención de encontrar signos o mensajes ocultos en cada Arcadio o Aureliano que nos revelaran alguna obviedad trágica, algún premonitorio de infelicidad. Éramos un par de idiotas ajenos a las fuertes críticas que señalaron a Cien años de soledad como una novela engaña bobos de descarada influencia Faulkneriana. Hoy me alegro de nuestra limitadísima cultura y orfandad de sapiencia; porque la carencia de prejuicios es la única ruta posible para devorar la novela cumbre de Gabriel García Márquez y quedar a merced de la impenetrable ciénaga que mantenía a Macondo libre de malicia, cobijada en inocencia. A Pilar Ternera, con su risa que espantaba a las palomas, a Melquíades con sus diminutas manos de gorrión, al patriarca José Arcadio Buendía, pero sobre todo a la del pétreo corazón: Amaranta Buendía y su sangre turbia e incestuosa, le correspondía nuestro fervor a prueba de sortilegios, ascensiones, pescaditos de oro, pelotones de fusilamiento, esteras voladoras, golondrinos, pestes del insomnio y colas de puerco.
Le perdí la pista a mi pasado adolescente, no a propósito, pero sin culpa. Muchas veces desee no haber sido tocada por la fatalidad y haber crecido desprovista de tanta oscuridad. Gracias a Francisco y Jessica logré cruzar la barrera del tiempo y obligarme a mirar nuevamente a la chica de tímida sonrisa sentada en el quinto sitio de la segunda fila de la fotografía del primer año grupo C de la Escuela Secundaria Pública Silvestre Revueltas 191, Turno Vespertino; quien trató de ocultarse de la infamia entre faldas largas y calcetas hasta las rodillas.
Pero, sobre todo, les agradezco que gracias a su noble intervención me hicieran recordar a Adriana Mendoza, mi mejor amiga del pasado. Le he mandado solicitud de amistad en FB, la encontré de inmediato, era imposible no reconocerla. Me gustaría mucho saber si es feliz, dónde vive, si aún le gusta rizarse el cabello y dejárselo crecer hasta la cintura. Deséenme suerte camaradas, nunca es tarde para rescatar el amor. Incluso en el pantano del pasado.