“No valgo para arrullar”
– Fiodor M. Dostoievski
Apenas despertar me convulsionan los relámpagos de la memoria. La contemplación de la vida se me ha vuelto insoportable y no hay consuelo alguno ante toda esta muerte en torno a todo, de todo para todo, de cercanos, lejanos, entrañables y desconocidos.
Mi ser actual, mi espíritu, lleva el sello ardiente del dolor y la rabia. Eludir el pasado fue un afán inútil que ha muerto. Así lo anuncio a modo de alarido escrito: no he sido capaz de olvidar, y puesto que la memoria me avasalla debo recodar y he de recordarlo todo para dar su tributo a esa musa negra que me exige sangrar lo ya sangrado para largarse o al menos tomar forma y, cual pesado mármol tallado con esmero, quedarse en algún sitio, hacerse arrinconable, trasladable a un cuarto de trebejos e incluso, ¡quién lo sabe!, destrozable a punta de cuña, cincel, martillo, marro o pluma y palabras.
¡La memoria: esa puta que nos cobra nuestra ilusión de vida!
He traspasado los cincuenta años y hay unas cuantas cosas que me quedan claras. La primera de ellas es que este fardo de odio, rabia y demás bajas pasiones que habitan la ira y la melancolía son mi único tema, mi único asunto. Si no tengo mente o corazón para otra cosa no he de escribir de otra cosa. Son mi tono: ¿cómo podría escribir en un tono distinto al de mi espíritu? No es nadie –de carne, piedra o éter– quien me lo pide: soy yo mismo el que he venido exigiéndome, a costa de mi esencia, toda esa pantomima; la mascarada, la mentira, el engaño, el saldo de la vida llamado alegría.
Con cinco décadas sobre la espalda uno puede estar totalmente perdido en el mar de la vida, pero hay certezas ineludibles –pocas, eso es cierto también– y una de ellas es que cada día de mi existencia me he despertado entre las convulsiones que me provocan la memoria, la contemplación de la vida y la falta de consuelo en la muerte, por lo menos. Cada día de mi existencia me he despertado no a vivir sino a apuntalar el mundo que se me viene encima.
No, encima no, viene de adentro y da lo mismo si lo mismo digo. Me avasalla igual que me avasallan mis pasiones, en cuyo éxtasis vivo y muero de forma sostenida, inagotable. Un mundo insoportable y el inabarcable pantone de mis pasiones me subyugan: confieso que intenté la rebeldía, confieso mi fracaso, acepto soberbiamente mi condición de esclavo. Pero atención: no es cualquier amo al que yo sirvo y, en todo caso, mi Señor es parte de mí si no es que soy yo mismo visto desde la sombra que he intentado acomodarme como traje mal cortado.
No soy víctima ni me va el llanto. No soy verdugo ni me va la crueldad. ¿Es que el dolor y la ira han de ser lacrimosos o hirientes? He aquí el poder de mi espíritu: he sido inconmovible; he sabido, porque lo he querido, hacer de cada posible lágrima un diamante, hacer de cada grito un canto feliz que se escuchó en el mar, donde las sirenas admiraron mi timbre, mi registro y mi potencia.
***
La noria del Tiempo chirría. Orada los oídos y cala en los nervios. La noria del Tiempo ya no gira ni tirada por titanes. Toda clase de bestias legendarias se esmeran con ella, cual lo hicieran los caballeros con Excalibur, pero no mana una gota de la vieja maquinaria. No ven, no parecen enterarse, de que es necesario engrasarla. Grasa y sudor, transpiración y aceite: todo en el mundo consiste sólo en eso. Si hemos de escupir un ojo a Salomón hay que jugarle al Merlín y engrasar concienzudamente la noria del Tiempo. El sudor hará el resto.
Hasta ahora fui mi tiempo. Me contemplé a mí mismo como si yo me fuera un tanto ajeno. Como si yo fuera sólo un instrumento, un apéndice, un juguete de mí mismo. Pero he ahí que soy yo quien se mueve, quien piensa, quien padece, quien se excita, quien llora, grita y ríe. Durante cincuenta años no hice sino mirarme, agazapado en la oscuridad como lo hace el Tiempo. Ahora tomo a Cronos de la mano y lo traigo hacia mí. Es necesario engrasar la noria. Hay mucho que sudar. Es mucho abrigo y excesiva cobardía –aun si inconsciente– solo mirarse a sí mismo cual ajeno. Para no lamentarse, para no odiar, para no evaluar, es necesario ser quien sucede y no algo que mira aquello que sucede: ande el Tiempo conmigo o hágase Cronos devorador, que mi sino es el de Zeus y merezco la Égida. Al menos eso ha pensado cada hijo del Tiempo antes de ser devorado. Al menos eso, como mínimo: no es un consuelo sino un primer asidero en esta encrespada visita al Olimpo.
No subí el monte Ararat ni al Calvario. Apenas si tuve mi ocasión de arrojar a la cara de mi padre el cáliz que me ofrendaba a cambio de Los Cielos. No subí siquiera mi propia estatura moral. Y ahora, sin embargo, me dispongo a escalar al padre de Todos los Dioses: Mi padre, el tiempo. Sudor y aceite: ¡A tirar como bestia!