Triunfó la política. En pocos temas había tanta necesidad de que los partidos y gobierno actuaran cohesionados como en la reforma para los medios y las telecomunicaciones. En ninguno quizá, como en ese, mantuvieron tanto temor para enfrentar intereses ostensiblemente amenazantes tanto para la sociedad como para el Estado.
De esa magnitud fue el desafío de las corporaciones comunicacionales, muy especialmente de las televisoras. Durante varios años, cuando no despreciaron la ley intentaron trastocarla; amagaron a partidos y candidatos con regatearles cobertura en sus campañas si no se doblegaban a sus exigencias; desatendieron los llamados de atención que fueron el fracaso de la ley Televisa (2006), la rectificación que impuso la Suprema Corte (2007), la reforma constitucional para la propaganda electoral y las nuevas reglas en ese tema (2007- 2008).
Las televisoras menospreciaron el tránsito de la reforma de los medios como asignatura pendiente y permanente que dejó de ser de interés casi exclusivo de especialistas y obsesionados en la academia y el periodismo para constituirse en patrimonio de la sociedad organizada. Creyeron que las exigencias del #YoSoy 132 podrían resolverse con unos milímetros de apertura en la televisión. Supusieron que la sociedad seguiría teniendo memoria estrecha y que los políticos no dejarían de tener intereses anchos en donde cabría el convenencierismo con los consorcios mediáticos.
Se equivocaron
Esos consorcios se equivocaron, sobre todo, cuando en las campañas de 2012 regatearon cobertura al primer debate presidencial, cuando formaron parte de las redes de complicidades que a pesar de la ley comercializaban apariciones de candidatos en programas de comentarios y espectáculos (si no en cadena nacional, sí en canales regionales tanto en televisión como fundamentalmente en radio). Algunos de sus magnates quisieron creer que tenían comprado al nuevo Presidente de la República cuando había sido él quien compró espacios a raudales cuando fue gobernador del Estado de México.
El discurso simplificador de analistas y periodistas que cuando ya era candidato etiquetaba a Enrique Peña Nieto como marioneta de las televisoras, no solamente se lo creyeron aquellos que suponen que únicamente prospera el poder de las corporaciones y las conspiraciones. También hubo crédulos de esas versiones en las oficinas gerenciales de Santa Fe y el Ajusco.
Por eso, cuando la reforma constitucional había sido pactada, no daban crédito en Televisa y TV Azteca. Emilio Azcárraga Jean respondió al estilo de las viejas costumbres políticas, aunque ahora trasladado a las frases concisas y por eso tajantes en Twitter. Cuando no hay margen para el pataleo, mejor incorporarse a las filas de la mayoría. Y la mayoría había sido articulada en una paciente labor de tejido político que privilegió y desarrolló las coincidencias por encima de las discrepancias para reformar medios y telecomunicaciones. La cuenta en Twitter de Ricardo Salinas Pliego simplemente enmudeció.
Hay otras oficinas corporativas, las del Grupo Carso, en donde tiempo atrás se había reconocido el cambio de época que obliga a renovar el régimen de telecomunicaciones. Gracias a la infraestructura de Telmex, y luego de Telcel, México se intercomunicó. Incluso el desarrollo en nuestro país de Internet, insuficiente pero constatable, no se explicaría sin las redes de esas empresas. Pero tampoco la fortuna de Carlos Slim se explicaría sin las muy elevadas tarifas, durante años sustancialmente superiores a los precios internacionales, que los mexicanos no hemos tenido más remedio que pagar debido a la hegemonía de tales empresas en los servicios telefónicos. Y no olvidemos el pésimo servicio que padecemos sus clientes.
Animosidad convergente
La petulancia de las televisoras de Azcárraga y Salinas Pliego, ocasionó en la llamada clase política tanta animosidad como el poderío acumulado por Telmex, Telcel y su propietario.
Los agravios y la monotonía que por décadas Televisa y luego también TV Azteca infligieron a la cultura nacional, han sido del todo contradictorios con la diversidad de enfoques y contenidos que define a los medios en cualquier democracia. En México se ha mantenido una televisión petrificada en los años 60, casi por completo refractaria a nuestra incursión en el nuevo siglo.
En el campo de las telecomunicaciones, las dimensiones y no pocas de las costumbres de las empresas dominantes son antagónicas con las prácticas que se reconocen como virtuosas en la discusión internacional. La necesidad de acotar a los grandes consorcios, promover la competencia y favorecer así el contraste de opciones y precios no ha sido subrayada por ningún cenáculo de la economía planificada sino nada menos que por la OCDE, el organismo que reúne a los países con más altos PIB por habitante.
El acaparamiento del mercado mexicano por un operador dominante en telefonía fija y otro en celular -y que, por añadidura, forman parte del mismo consorcio— era insostenible. También lo era la prohibición para que Telmex difunda televisión a través del cableado telefónico. La sugerencia de ese organismo internacional fue vigorizar la regulación, eliminar subterfugios legales, promover la competencia.
Pero no se trataba de propuestas exclusivas de la OCDE. Desde tiempo atrás, las organizaciones sociales más ostensiblemente comprometidas con el derecho a la información propusieron una batería de reformas singularizadas por dos coordenadas: diversidad y calidad tanto en medios como en telecomunicaciones.
La similitud entre las 21 demandas que a fines de enero presentó la Asociación Mexicana de Derecho a la Información y la iniciativa de reformas constitucionales del Pacto por México que el presidente de la República suscribió el 11 de marzo no fue casualidad. Esas demandas jamás fueron patrimonio de nadie sino resultado de urgencias de la sociedad, la economía y la cultura mexicanas. Y de la política, claro.
Regulador fuerte
Diversidad y calidad: tales metas forman parte de los derechos de toda sociedad contemporánea. El derecho a la comunicación no lo garantizan las empresas sino el Estado, aunque hace falta la concurrencia de empresas, sociedad y medios no comerciales en un auténtico mercado de los mensajes, los contenidos y las telecomunicaciones.
Para que exista ese mercado, como cualquier otro, es indispensable la acción reguladora del Estado. Esa capacidad, que es al mismo tiempo obligación, el Estado mexicano la había abandonado, aunque fuese parcialmente, hace varios años. Cuando las televisoras se consideraron tan poderosas que quisieron reemplazar al Estado imponiendo sus propias leyes, o cuando las telefónicas dominantes eludían decisiones de los débiles mecanismos de regulación con triquiñuelas aparentemente legales o de plano negándose a interconectar a otras compañías a precios razonables, erosionaban las condiciones para que tuviéramos ese mercado que hace falta.
La iniciativa de reformas constitucionales que diseñaron partidos y gobierno en el Pacto por México propone un organismo regulador fuerte para que tenga capacidad de reordenar y vigilar un mercado con actores tan poderosos como los que se han desarrollado en telecomunicaciones y medios. Sus tareas serán crear y garantizar condiciones para la competencia, desarticulando prácticas de acaparamiento como la negativa de la televisión abierta comercial a que sus señales sean tomadas por sistemas de televisión de paga que no se ciñen a sus condiciones. Al mismo tiempo deberá promover contrapesos (nuevos inversionistas, más cadenas de televisión, sistema de medios públicos, reconocimiento de los medios de carácter social, entre otros).
Esos logros, que algunos seguramente quisiéramos de mayor calado, han sido resultado de la exigencia social y de la perspicacia de los dirigentes políticos que construyeron la reforma. Algún día varios de ellos relatarán las indecisiones iniciales, las explicaciones ineludibles, los intercambios ásperos, las negociaciones inciertas, los estancamientos que parecían ineludibles, los retrocesos desalentadores, las amenazas encubiertas o desfachatadamente obvias, la redacción línea tras línea una y otra vez reelaboradas de una reforma constitucional que solamente pudo ser consecuencia de un acuerdo fundamental: reivindicar al Estado para promover competencia, variedad, contrapesos, calidad -quizá— en medios y telecomunicaciones.
Si esa cohesión en lo esencial no supera las etapas del proceso de reforma constitucional y, luego, si no llega a los detalles que nutrirán la nueva ley de telecomunicaciones y radiodifusión, ese esfuerzo se desvanecería. Hay que esperar, pero antes que nada exigir, que prospere la política (es decir, la capacidad para sostener y lograr acuerdos). Hay que eludir, con esa voluntad respaldada en la sociedad, la tentación de la politiquería.