Cuando yo era menor, ir al cine era un rito misterioso que suponía cambiarse de ropa y entrar en una sala más grande que mis malos pensamientos a ver el estreno correspondiente (normalmente un churrazo). Había “permanencia voluntaria”, lo que suponía que uno podía llegar a la hora que le diera la gana y quedarse a voluntad para volver a ver la película (opción ligeramente imbécil) o la parte no vista debido a que se había arribado a la mitad.
Sospecho que varios señores de mediana edad fueron concebidos a la luz de Los tres huastecos pues frecuentemente las parejas con urgencias amorosas se refugiaban en la última butaca en posición de decubito prono a practicar una suerte de kamasutra chilango. En la entrada había un señor con una lámpara de un watt cuya función consistía en acompañar al respetable a la butaca alumbrando el camino. Estaba claro que era una forma parásita de trabajo debido a que la luz de la pantallota iluminaba perfectamente todo y es por ello que desapareció esta noble profesión. En una sala ubicada en lo profundo del cine vivía un señor de apellido “cácaro” que era el que pasaba la película y al que se le mentaba la madre en caso de algún desperfecto técnico.
Desde entonces nunca he perdido el gusto por asistir a la sala oscura y ello me coloca en una condición privilegiada para testimoniar los cambios que ha sufrido esta centenaria costumbre. El primero y más obvio es el tamaño de las salas; los genios del marketing entendieron que es mejor acomodar pocos cristianos en muchas salas que tener que vender un cine vacío y es por ello que dividieron el espacio correspondiente en diez cuartitos. Ello ha producido algunos efectos perversos, como el de que nunca haya lugar si no se llega con dos horas de anticipación o que los lugares disponibles se encuentren debajo de las amígdalas de James Bond, esto como se sabe produce retinitis.
Un segundo efecto asociado con este hacinamiento es el del mexicano previsor que se siente muy listo y entonces marca el 52 57 69 69 para reservar boletos. En ese momento inicia un vía crucis pues ya una señorita que es grabadora empieza a hacer preguntas para las que yo por lo menos nunca tengo respuestas (con excepción de la zona de la ciudad). “clasificación de la película”; “complejo” (siempre me he sentido tentado a responder: “de inferioridad” “horario” etcétera. A los 15 minutos y cuando tengo la oreja de color bermellón decido colgar pensando que el teléfono y las grabadoras son como la Tía Paca de Mafalda puntos en contra de la humanidad.
El concepto “cortos” es predecible como un meteorito. Primero sale una animación hecha por el doctor Mengele para producir epilepsia en los asistentes y que no ha cambiado en diez años, luego vienen los anuncios (que no pagué por ver) y luego aparece una liga ¡una liga! Que baila junto con una pelota. El mayor misterio de todos y que siempre me ha dejado muy sorprendido es la razón inescrutable para mí por la cual el telón se cierra e inmediatamente después se vuelve a abrir.
Si uno tiene la ocurrencia de comer algo es menester llevar la hipoteca de la casa pues una cuenta elemental bastará para entender que mis dos hijos, cuyo metabolismo es similar al de una musaraña, me pueden dejar en la calle con dos visitas al cine en una semana. Los hot dogs son dignos de una demanda penal y las palomitas (“por 2 pesos se lleva las grandes”) contienen la cantidad de calorías necesario para que le dé un infarto a un buey amizclero. Los refrescos de máquina saben a refrescos de máquina y si uno tiene la ocurrencia de meter en un itacate una torta de huevo, recibirá dos castigos; el primero en el círculo cercano y familiar dada la naquencia de la idea y el segundo de los guardias del cine que explicarán, con cierta parsimonia, que las reglas del mercado no admiten tales conductas.
Me gusta el cine, pero no en esas condiciones. Añoro los tiempos que se han ido que en este caso y sólo en éste fueron mejores.