Hace 25 años, ocho periodistas viajaron a Huaychao, Ayacucho, para investigar el enfrentamiento entre los comuneros de esa zona y un grupo de militantes del partido comunista Sendero Luminoso, quienes pregonaban una guerra popular armada que devendría en uno de los movimientos terroristas más sanguinarios de la historia del Perú.
El asesinato de las autoridades de Huaychao, la incursión de las Fuerzas Armadas para asumir el control de la zona declarada en emergencia y la matanza de una decena de senderistas a manos de los comuneros (aplaudida públicamente por el Presidente de la República) fueron el punto de partida de este aventurado viaje cuyos resultados conmocionaron a todo el país.
El 26 de enero de 1983, los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Retto, Jorge Sedano, Amador García y Octavio Infante, así como el guía Juan Argumedo y Severino Huáscar Morales, fueron brutalmente asesinados por los comuneros de Uchuraccay cuando se dirigían a entrevistar a los dirigentes senderistas.
La masacre motivó una serie de investigaciones de parte del gobierno y de los medios de comunicación originando una ola de informes y ensayos que hasta el momento se siguen discutiendo. En aquel entonces, el gobierno decidió enviar una comisión investigadora, presidida por el escritor Mario Vargas Llosa, que responsabilizó a los campesinos como autores de los homicidios.
Posteriormente, el Poder Judicial sentenció a los campesinos Dionisio Morales Pérez, Simeón Auccatoma Quispe y Mariano Ccasani Gonzáles, ordenando la captura de 14 campesinos de Uchuraccay, que un año después dejaría de existir debido a que sus habitantes huyeron del horror que se había perpetuado en el nombre de aquel pueblo.
Disquisiciones y dudas
Muchas teorías se tejieron a partir de los informes del gobierno y la prensa en general; hasta que en 2003 la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) se encargó de convertir esas dudas en serios cuestionamientos. Y es que si bien el informe de la CVR coincide en que los campesinos mataron a los periodistas, aclara que no se debió a un problema de idioma.
La versión de que los comuneros confundieron a los periodistas con terroristas fue descartada por el hecho de que había tres quechuahablantes en el equipo de los periodistas, creciendo la que afirma que los uchuraccaínos los mataron por presión de las autoridades locales, tal como venía ocurriendo con los senderistas, y por el clima de violencia que imperaba en la zona.
Algunos pasajes del informe de la CVR señalan que los Sinchis, destacamento contrainsurgente de las fuerzas policiales, habían advertido a los comuneros que ellos siempre llegarían al pueblo en helicóptero y uniformados, mientras que quienes llegaran a pie debían ser los terroristas a quienes debían matar. A pesar de ello, se excluyó de cualquier responsabilidad a los altos mandos militares.
Los cuestionamientos siguieron cuando empezó a correr el rumor de que los periodistas habían llegado a Uchuraccay presentando una bandera roja, con la intención de contactarse con los líderes terroristas. Otros afirmaron que no era una bandera, sino el pañuelo que empleaba uno de los fotógrafos para limpiar el lente de su cámara.
Sangre sobre sangre
Víctor tiene 42 años, es ayacuchano, y desde siempre escuchó hablar sobre el caso Uchuraccay. Su trabajo lo ha llevado muchas mveces a aquel poblado (que en 1993 se volvió a habitar) donde conoció a un viejo comunero, testigo de varias de las matanzas, incluida la de los periodistas, quien asegura que los militares daban órdenes a la población de asesinar bajo amenazas.
Según lo quele contó este hombre, los pobladores rodearon a los periodistas en cuestión de minutos. Ellos levantaron una bandera blanca en señal de paz, les mostraron sus identificaciones y dijeron “somos periodistas”. Ellos entendieron “somos terroristas”, lo que se agravó aún más con las cámaras fotográficas que parecían armas (los rollos bien pueden pasar por balas).
Los golpearon, los amarraron y los ejecutaron movidos por la histeria colectiva, por el clima de zozobra que se había apoderado de sus nervios; pero sobre todo por las órdenes de los militares que les metieron en la cabeza que si no mataban a los extraños eran cómplices de los terroristas. Al guía que llevó a la comitiva lo encerraron en un corral y lo ajusticiaron desalmadamente.
Víctor piensa que ese hombre, de unos 65 años, de quien obtuvo este testimonio tras varios meses de visitas en los que entraron en confianza, dice la verdad. Su diálogo fue casi confidencial, mientras masticaban hojas de coca y el anciano las lanzaba al aire para adivinar el destino. En una de esas conversaciones, el anciano le mostró parte de una cámara fotográfica.
La había guardado como evidencia, tal vez como trofeo de guerra. Cuando Víctor quiso comprarle el resto de la cámara, el anciano se enfureció y lo amenazó con matarlo. “Para qué quieres, carajo, a ti también te voy a matar, no me vas a joder”. Víctor dice que los comuneros de esta zona son muy reservados, no hablan con cualquiera, por eso no cree en las investigaciones que ha leído.
Elementos extraños
Una de las interpretaciones de la comisión Vargas Llosa enfatizó la diferencia cultural que había entre estos pobladores y los citadinos, indicando que aquella era una comunidad totalmente aislada y primitiva, lo que muchos cuestionaron porque desde 1959 había una escuela primaria en Uchuraccay mantenida por los propios campesinos.
Víctor me dice que el comportamiento de los comuneros alto andinos es muy distinto al de las personas “civilizadas”. “Son unos chutos que no creen en nadie, no saben escuchar cuando uno les habla, son salvajes, para ellos la comunicación de español a quechua no implica nada, para ellos lo que prevalece es actuar de manera salvaje sin ninguna compasión”, me dice.
Un elemento que formó partede las explicaciones de la comisión Vargas Llosa fue el hecho de considerar al grupo étnico de Iquicha, originario de las punas de Huanta. Los iquichanos, según el informe, es un grupo étnico prehispánico que se caracteriza por haber vivido por largos periodos en aislamiento total, con irrupciones bélicas que habrían formado su actitud beligerante.
Si a ello se le suma el rol de los Sinchis, sindicados por muchos como verdaderos sanguinarios y que cometieron tantos excesos como los terroristas, no es difícil imaginar el clima hostil que se debió respirar entre tanto humo de pólvora. Hay algunos que inclusive han querido hacer de la matanza de Uchuraccay una batalla política, acusando a los militares y al gobierno del crimen.
También desde aquel entonces este caso se ha erigido como un símbolo del periodismo comprometido, “celebrándose” el aniversario de la muerte de estos “mártires” y persiguiéndose a los verdaderos responsables, que a estas alturas deben ser en su mayoría octogenarios. Pocos se han preguntado cómo se pudo gestar tanto rencor en el corazón de un pueblo entero.
En Uchuraccay murieron ocho periodistas que nada tuvieron que ver con esas secuelas de violencia, además de 135 personas en una comunidad que en 1981 tenía 470 habitantes. Según la CVR, la guerra interna dejó un saldo de más de ocho mil víctimas, entre muertos y desaparecidos. Pero el trauma social y el dolor de los familiares de los asesinados no puede ser cuantificado.
Cada tanto, la prensa vuelve sobre estos hechos, propalando imágenes que abren viejas heridas y nos recuerdan que, al parecer, poco o nada hemos aprendido de aquel tiempo. Se han escrito libros, ensayos y novelas sobre el tema donde los autores se preguntan cómo fuimos capaces de tanta barbarie, pero aún seguimos viviendo de espaldas a la sierra, como si esto no se pudiera volver a repetir