Un acertijo para empezar. Estoy en un lugar público muy prominente de la Ciudad de México, sentado a una mesa que comparto con tres personas: una pareja de aproximadamente 20 años ambos, un joven de unos 25 años. Éste observa la pantalla de su computadora portátil conectada a Internet, mientras escucha canciones de U2. La pareja intercambia fotos de sus vacaciones pasadas y las comenta en voz alta. En las mesas vecinas hay escenas similares, aunque destaca la heterogeneidad de sus tripulaciones: niños de 15 o 16 años, gente adulta bien vestida, punks y hippies viejos y jóvenes, señoras y señores respetables. Cada dos minutos suena un celular, admiro la variedad de timbres, las llamadas se contestan y se entablan conversaciones mínimas o pláticas largas, todas en voz alta, muy alta a veces. Oigo gritos, risas, carcajadas, inclusive disputas. ¿Dónde estoy? Respuesta: en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Escenarios parecidos pueden observarse en otras bibliotecas universitarias y públicas. Parece que sirven para muchas cosas, aunque no para leer. Parece que las salas de lectura son en primer lugar generadoras de ruido, lugares de reunión, centros sociales.
No en todas las bibliotecas se posee el derecho de sacar los libros, no todos los documentos son prestables, no puede fotocopiarse todo, no todo está disponible en JSTOR u otros acervos electrónicos. Las grandes bibliotecas siguen siendo imprescindibles para cualquier labor de investigación seria, inclusive para muchas consultas cotidianas, por ende también el trabajo en ellas aún es inevitable. Trabajar en una biblioteca significa leer, explorar documentos, ficheros digitales o en papel. Un trabajo forzosamente silencioso que requiere de un entorno silencioso. Para poder disfrutar de este entorno tengo que pedir a mis vecinos cada cinco minutos que se callen, lo que es molesto, o esperar que existan celdas herméticamente cerradas para la lectura, lo que no es frecuente, y además es vergonzoso.
Experimenté, años ha, dos conceptos de biblioteca que permitían el trabajo silencioso. La biblioteca burguesa transforma la sala de lectura en un templo. Rodeado de libros representativos, el lector digiere los documentos en medio de una calma sepulcral. Un ataque de tos se percibe como una intromisión blasfema. Se trata de la biblioteca del “Bildungsbu%u0308rgertum” alemán que refleja un canon bien establecido de conocimientos culturales. La música, la pintura, el teatro se reciben a través de la palabra escrita, es decir, leer y escribir significan también escuchar un concierto, ver un óleo, etcétera. Cultura equivale a palabra escrita y leída dentro de un marco receptivo preestablecido. Se conoce, se sabe cómo generaciones anteriores conocían y sabían. Cuando, con la Segunda Guerra Mundial, el “Bildungsbu%u0308rgertum”, la burguesía culta, se disuelve, con él deja de existir su concepto cultural, se vuelve impracticable por petrificado. Cualquier lector desesperado del Thomas Mann tardío me daría la razón. Se vuelve inadecuada también la idea de biblioteca-templo, biblioteca-tumba, aunque sigue vigente en las grandes bibliotecas nacionales y universitarias europeas, verdaderas ballenas que podrían dar un significado inesperado y no deseado a la obra de Gabriel Orozco.
El otro concepto de biblioteca silenciosa que conozco es el de la biblioteca obrera. La idea es simple: todo debe ser asequible para todos, gratuito, en casa o durante el descanso de mediodía. La idea es noble y funciona cuando lo tenemos que ver con un obrero ideal que busca incurrir en un campo enemigo, o sea, la erudición que, Lukacs y Brecht lo saben, es profundamente burguesa. El propósito se vuelve ilusorio cuando de producir ideas nuevas se trata. No creo que Horkheimer o Adorno hayan escrito sus textos con la ayuda de una biblioteca obrera.
Por razones históricas se trata de dos conceptos impracticables en 2007, doblemente impracticables en el México de 2007, donde condiciones geográficas y demográficas impiden su aplicación. Aun así, me permito rescatar dos fundamentos presentes en ambos conceptos.
El acceso a los libros debe ser gratuito o lo más barato posible. Comprar libros es un lujo que relativamente pocos pueden permitirse. Si el apetito del lector es grande, más cara resulta la adquisición. Una perogrullada. El precio uniforme para los libros, practicado en Europa y exigido en México por Gabriel Zaid, entre otros, haría la compra más económica, sobre todo en una ciudad como el DF, pues el costo para viajes a librerías bien surtidas y “baratas” disminuiría.1 Mas, y Zaid lo sabe mejor que nadie, el precio único no sería suficiente. Se necesitan espacios idóneos para la lectura. Se necesitan bibliotecas públicas y universitarias funcionales, el segundo fundamento al que aludí. Nada menos funcional que la biblioteca-templo. No incita a la lectura, espanta. Nada menos funcional que el escenario descrito al comienzo de este texto: los libros se vuelven decoración para la tertulia. Nada menos funcional que sacar “todo” para leerlo en casa, donde suele haber distracciones que impiden la lectura, los libros se devuelven vírgenes o el préstamo se prolonga indefinidamente.
Parece que estamos ante un callejón sin salida.
El concepto tradicional -burgués- de lectura no puede tener ninguna atracción para las generaciones que crecen con iPods y celulares multifuncionales. Leer = silencio, leer = atención incondicional. La música distrae, mejor dicho: requiere ella misma de atención no compartida, los ruidos de fondo desvían la concentración, la calidad de lectura baja. Resultado: estudiantes universitarios no saben resumir contenidos simples. Nada contra la recreación, mas si un sencillo ejercicio de lectura en el nivel más básico se convierte en creación sin “re”, empiezo a dudar del valor educativo de la lectura en la universidad.
Estoy en una situación muy privilegiada. Como maestro quien está en contacto amistoso con muchos de sus estudiantes de materias diferentes -letras, comunicación, pero también economía y leyes- me entero de los hábitos de lectura de la futura élite mexicana. Los comportamientos más frecuentes me parecen ser: leer y escuchar música al mismo tiempo; leer mientras se estudia -¿leer no es estudiar?-; leer durante el desayuno, la comida, la cena; leer en una biblioteca ruidosa mientras que se escucha música, se come, se estudia…
Es desesperante. La lectura, la buena lectura, no tiene lugar en el hábitat de la generación joven, y percibo como tal a los que nacieron después de 1980 aproximadamente. Creo que sí quieren leer, pero jamás se les enseñó cómo leer. Por otro lado, los que sí lo saben, porque siguen percibiéndolo como un privilegio, no disfrutan de las condiciones socioeconómicas ideales para practicarlo.
Veo dos opciones para generar un entorno favorable a la lectura. La más democrática, aunque también más utópica y, quizá, contraproducente: las bibliotecas y los acervos logran digitalizarlo todo, absolutamente todos los documentos, también los históricamente valiosos y celosamente reservados, y logran, al mismo tiempo, ponerlos a la disposición de todos los que quieran consultarlos. Se necesitaría una maquinaria costosa y complicada, además de un personal numeroso y bien preparado que sirva como intermediario entre documentos y users. Un escenario ideal, pero impracticable.
La segunda opción podría consistir en un esfuerzo de preparatorias y universidades públicas y privadas para acercar estudiantes y bibliotecas. Nada de “el conocimiento con sangre entra”. Visitas forzadas sólo aumentarían el número de decibeles en las salas de lectura. Se trata simplemente -pero, ¡qué difícil es este simplemente!- de explicar a los lectores potenciales -jóvenes y viejos, profesionales y aficionados, principiantes y aun investigadores expertos- la idea de que las bibliotecas son los cerebros de las universidades y ciudades. Cuando entendamos la lacónica frase de Marcel Proust, en la tercera parte de A la busca del tiempo perdido, que constata que las ciudades se conocen mejor mediante el estudio en sus bibliotecas, que mediante las visitas a sus símbolos arquitectónicos, entonces habremos entendido lo que puede significar la lectura. Una propuesta ingenua y probablemente no realizable, lo sé, aunque sí creo que vale la pena tratarlo, más en México que en el viejo continente, pues estoy convencido que de ello depende en buena medida el funcionamiento de una democracia.
El primer paso es sencillo y corresponde, como mucho en este artículo, a una exigencia de Gabriel Zaid. Bibliotecarios y libreros deben ser competentes. Un bibliotecario debe saber, por lo menos, cómo leer una lista de títulos, saber qué realmente son bibliografías y hemerografías, y ubicarse en las más importantes -tradicionales y electrónicas- entre ellas. Un librero debería saber, por lo menos, ubicarse y ubicar al cliente en el mar de publicaciones nuevas y ediciones “raras”, entender que el fracaso, si una búsqueda en su computadora no da ningún resultado, se debe probablemente a su propia ignorancia y a la del cliente, y no a la no-existencia del libro.
Dos escenas esperpénticas para terminar: critica el maestro: “Tu trabajo sobre el neoliberalismo se basa en una bibliografía muy pobre”. Se defiende el alumno: “Es que no hay nada sobre este tema”. Consulta de un cliente en Gandhi: “Podrías checar si tienes 2666”. Respuesta inmediata del empleado (¿librero?): “Un título así no existe”.
Son dos escenas de la vida real. Hay que procurar que tengan su lugar sólo en parodias hiperbólicas.