Casi de manera simultánea, entre finales de los años cincuenta e inicio de la década de los setenta, coincidieron un par de procesos, uno cultural y otro político: el boom de la literatura latinoamericana y la Revolución cubana. Ambos se desarrollaron y vincularon en el contexto de la Guerra Fría.
Si bien en un primer momento los escritores que integraron ese movimiento literario respaldaron al gobierno emanado de la revolución que encabezó Fidel Castro, con el transcurrir de unos los años las fricciones literarias y enfrentamientos políticos se multiplicaron y profundizaron. Curiosamente se trató, en buena medida, de una lucha entre corrientes que se identificaban con la izquierda.
La historia de ese encuentro, discusiones, disputas y rompimientos en un ámbito donde se entrecruzan la literatura y la política, la presenta Rafael Rojas en La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría (México, Taurus, 2018), cuya peculiaridad es, dice el autor, “ser el intento de rearmar el concepto de revolución en algunos de los novelistas protagónicos del boom”.
Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965) conversó con etcétera a propósito de su libro. Él es doctor en Historia por El Colegio de México y profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Autor de al menos 20 libros, ha colaborado en publicaciones como Nexos, Letras Libres y La Razón. Ha obtenido varios premios: el Matías Romero (2001), el Anagrama de Ensayo (2006) y el Isabel de Polanco (2009).
¿Por qué hoy un libro como el suyo, que describe el desarrollo del boom de la literatura latinoamericana desde fines de los años cincuenta hasta principios de los setenta, en paralelo con la Revolución cubana y en el contexto de la Guerra Fría?
Primero, porque hace medio siglo aparecieron aquellas grandes novelas como Rayuela, Cien años de soledad, La casa verde, Conversación en La Catedral, Cambio de piel y La muerte de Artemio Cruz, por ejemplo.
También son 50 años de las grandes polémicas ideológicas y políticas que cruzaron la relación entre el boom, la Revolución cubana y las revoluciones latinoamericanas, así como con las diversas opciones socialistas que se manejaron en la izquierda de la región.
Medio siglo es tiempo suficiente como para hacer balances y revisar los límites y los legados de aquel fenómeno. Además, se han acumulado estudios que permiten una mirada diferente a la relación entre el boom, la revolución y la izquierda.
Por otro lado, para este libro tuve la posibilidad de acceder a ciertos archivos, especialmente a la correspondencia entre los principales escritores, que está alojada en la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, y en el caso de Gabriel García Márquez, en la Universidad de Austin, en Texas.
Sobre esto último, ¿qué ventajas y limitaciones tuvo al recurrir al género epistolar?
Una de las ventajas, como anotábamos en una conversación previa con los editores, es el tono un poco confesional y a veces profético que tiene la correspondencia. Eso se imprime en el libro y lo hace más entretenido a pesar de ser un ensayo académico que está escrito con los elementos propios del lenguaje en la categoría de la historia intelectual. La correspondencia le da una mayor intimidad, y creo que el lector lo agradece.
Pero también tiene sus límites: los posicionamientos de los actores al calor de la correspondencia no siempre reflejan con exactitud la manera en que cada uno de los grandes novelistas del boom asumía simpatías políticas o sus prioridades desde el punto de vista estilístico o ideológico.
Por supuesto, en el centro del libro está Cuba y su política cultural. En el epílogo del libro usted anota que entre el triunfo de la Revolución cubana y el inicio de los años setenta vivió un proceso en el que pasó del nacionalismo revolucionario a un socialismo no alineado, para finalmente ubicarse en el socialismo real, en la órbita soviética. ¿Cómo se manifestó esto en su política cultural, y más específicamente en sus literatos?
En la política cultural ese vaivén se reflejó muy claramente, porque al principio hubo un clima de cierta apertura y tolerancia a distintas modalidades de la izquierda; estaban, por ejemplo, los viejos comunistas cubanos anteriores a la revolución que seguían la línea de Moscú. Pero surgió una nueva generación de socialistas con ideas más cercanas a la Nueva Izquierda, que creo que era el horizonte en el que se movían los autores del boom; ninguno de éstos, ni Gabriel García Márquez ni Mario Vargas Llosa ni Carlos Fuentes, eran comunistas prosoviéticos, sino que fueron muy críticos de los regímenes burocráticos del socialismo real, del bloque soviético. Defendían más bien los nacionalismos revolucionarios, la descolonización y los socialismos democráticos del Tercer Mundo.
Añado que hubo también una nueva generación de escritores cubanos, los que estaban nucleados alrededor de Lunes de Revolución, que dirigió Guillermo Cabrera Infante, que siguió más o menos esa línea ideológica.
Claro, a medida que el gobierno cubano fue pasando de una posición a otra hasta acabar, ya a finales de los sesenta, alineado con el bloque soviético, buena parte de esa generación cubana joven fue quedando fuera del sistema. Fueron marginados dentro, y otros, la mayoría, salieron: Cabrera Infante, Severo Sarduy y Calvert Casey acabaron en el exilio. Otros acabaron subordinados a un Estado con nuevas reglas del juego para los intelectuales, muy parecidas a las de la Unión Soviética. Eso se refleja bien en la evolución entre los años 1959 y 1971, y me parece que en la relación con el boom también: si se observa bien, entre 1959 y 1966, cuando estalló la polémica entre Casa de las Américas y la revista Mundo Nuevo, había muy buenas relaciones entre el poder cultural cubano y los novelistas del boom. Todos viajaron a Cuba, fueron publicados y tenían buena relación. Pero a partir de 1966, cuando el gobierno cubano comenzó a moverse hacia el socialismo no alineado y radical (muy en la línea guevarista), y luego a partir de 1968, más claramente alineado con la Unión Soviética, las relaciones se complicaron.
Cada vez hubo más tensiones: la primera fue en 1966, con aquella polémica en la que Fuentes acabó demonizado por las autoridades cubanas después de la reunión del Pen Club en Nueva York (en la que también participaron Pablo Neruda, Vargas Llosa y varios escritores norteamericanos), y del primer número de Mundo Nuevo, revista dirigida por Emir Rodríguez Monegal.
Esa fue la primera fricción, pero después vinieron otras; por ejemplo, el rechazo de todos los escritores del boom, incluido Gabo, al apoyo del gobierno cubano a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Posteriormente, en 1971, la reacción generalizada, aunque manifestada de manera distinta por cada uno de ellos, contra el arresto del poeta Heberto Padilla y su confesión autocrítica ante la comunidad literaria y artística de la isla.
Hubo otro hecho político menos resaltado en el libro, pero que también tuvo sus consecuencias: el triunfo electoral de Salvador Allende en Chile. En el libro recuerda que José Donoso y Rodríguez Monegal comentaban que en esa época se acabó el boom. ¿Qué pasó tras esa victoria del socialismo democrático, que finalmente fracasó por el golpe de Estado de Augusto Pinochet?
Hay un capítulo del libro que se llama “Vía chilena”, dedicado a Donoso y a Jorge Edwards, pero también a tratar de reconstruir el enorme entusiasmo que provocó el gobierno de Unidad Popular y Allende entre los escritores del boom, especialmente en la revista Libre, que fue una continuación de Mundo Nuevo, en la que tuvo un protagonismo enorme la idea del socialismo chileno.
Ellos discutieron la idea de socialismo democrático en un momento en que la mayoría tenía una visión crecientemente crítica del socialismo cubano, al que veían burocratizado por la vía soviética, y entonces apareció una opción diferente: llegar al socialismo por el camino electoral, manteniendo un orden constitucional, que era la vía chilena que se ganó la simpatía de estos escritores.
Es verdad que en esos momentos, en 1972 y 1973, muchos de los críticos, especialmente Rodríguez Monegal y Donoso, empezaron a decir que ya se había acabado el boom. Creo que esto tuvo que ver con ese desplazamiento del paradigma desde el punto de vista político, que fue de la Revolución cubana al socialismo chileno, pero tuvo también estuvo relacionado con la emergencia de nuevas generaciones de escritores en América Latina, que comenzaron a desafiar el canon del boom.
También hay que recordar que un poco después, en 1973-1974, aparecieron las principales novelas de dictadores: Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos; El recurso del método, de Alejo Carpentier; El otoño del patriarca, de García Márquez, entre otros. A mí me parece que ya después la crítica reconoció que ese momento también debía incluirse dentro del boom porque es un periodo protagónico de los escritores de esa generación.
En ese periodo había dos opciones: por un lado las dictaduras, fundamentalmente de derecha, y por el otro, la revolución. ¿Cuál fue la relación entre éstas y el boom?
Había una relación de enemistad abierta. Todos los escritores del boom eran críticos de las dictaduras latinoamericanas, y escribieron sus novelas de dictadores buscando alegorías históricas para denunciar el ascenso del autoritarismo en la región. En algunos casos creo que los llevó a una visión equivocada de entender que la historia política latinoamericana estaba marcada esencialmente por el autoritarismo. Desde el punto de vista histórico, eso es cuestionable: no es así porque ha habido también tradiciones liberales, democráticas y republicanas desde el siglo XIX. Pero evidentemente eso era parte de un posicionamiento contra las dictaduras .
Yo no creo que haya habido tal relación; lo que es curioso, y que se menciona en el libro aunque no se estudia porque no es su tema, es que una de las plataformas más importantes de lanzamiento del boom fue el mundo editorial español bajo una dictadura, la de Francisco Franco, especialmente el de Barcelona, que le sirvió como trampolín a muchos de estos escritores para acceder no sólo al mercado iberoamericano sino al atlántico a través de las traducciones.
Sobre este último punto, usted dice que lo del boom también fue una disputa por el mercado de lectores. ¿Cómo fue esta batalla?
Hay muchos estudios que han enfatizado que el boom fue una operación comercial. Es una tesis que yo no comparto del todo, como se puede ver en la introducción, pero tiene su parte de razón porque, en efecto, hubo una gran operación comercial en torno a él. Pero yo creo que sus orígenes son estéticos y políticos a la vez; surgió y fue realmente impresionante que en pocos años aparecieran esas novelas tan ambiciosas, tan complejas, que marcan una distancia clarísima con la novela regional previa, con la generación anterior. Eran muy ambiciosas en el sentido de que estaban buscando alcanzar nada menos que la modernidad literaria de América Latina, y lograr, a través de la novela, una representación cultural abarcadora del ser y la historia de la región.
En una parte del libro comenta que los anteriores movimientos literarios latinoamericanos habían sido hechos por poetas, pero a partir del boom fue por novelistas. ¿Por qué se dio este fenómeno?
Las figuras hegemónicas eran poetas, desde Rubén Darío en el modernismo, y en las vanguardias Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges. Éste era un narrador, aunque el grupo de Sur estaba integrado por poetas, pero entonces también empezaba una narrativa heterogénea.
Creo que hubo una transformación cultural que no sucedió únicamente en América Latina sino que era mundial: la consagración de la novela como el género literario moderno por excelencia. América Latina llegó a ese fenómeno en los años cincuenta y sesenta, cuando emergió el boom. Todos estos escritores lo asumieron de manera deliberada. El documento en el cual tendría que plasmarse esa llegada a la modernidad era la novela, y por eso tenía que ser tan integradora, tan ambiciosa e incluso ser total, con pretensiones ontológicas. Lo que intentaban hacer era escribir nada menos que el ser de América Latina: su historia, su pasado y su presente.
También recordemos que la novela fue el género que por su circulación global, su capacidad de viajar en distintas lenguas a través de traducciones y de redes editoriales, mundializó la literatura latinoamericana. Creo que esto fue muy importante, e implicaba un cambio respecto a las tradiciones anteriores.
Me llaman también la atención las influencias no latinoamericanas de los escritores del boom: algunos vivían en Europa, adoptaron algunas teorías como el estructuralismo y el posestructuralismo, Fuentes recuperó la obra de C. Wright Mills.
En corrientes del pensamiento estético y político mencionas algunas, aunque hay que hacer distinciones; por ejemplo, todo el pensamiento de la Nueva Izquierda, de Wright Mills en Estados Unidos y la New Left Review inglesa fue muy importante para Fuentes; el existencialismo francés fue fundamental para Vargas Llosa, pero no el posestructuralismo (cuando se defendía de críticos como Óscar Collazos y Roberto Fernández Retamar, que decían que los autores del boom estaban embelesados con las ideas del grupo Tel Quel, de Philippe Sollers, Julia Kristeva y Roland Barthes, el peruano decía con razón que él y Fuentes no tenían nada que ver con eso. Era una relación más bien epidérmica).
Quienes sí tuvieron una relación muy estrecha con el estructuralismo y el posestructuralismo fueron Rodríguez Monegal, el crítico uruguayo fundamental del boom y director de la revista Mundo Nuevo, y escritores como Sarduy.
También hubo otros escritores, como García Márquez, que se mantuvieron muy ajenos al debate de ideas y a las corrientes teóricas, filosóficas e ideológicas predominantes en aquel momento.
¿Cómo influyó el liberalismo en los escritores de los que habla en el libro? Usted habla de la revolución en el caso de Octavio Paz, que en los años noventa retomó a Francois Furet, por ejemplo, y también está el caso muy emblemático de Vargas Llosa. ¿Cómo era considerado el liberalismo en aquellos años?
El liberalismo tenía muy poca presencia en los años decisivos del boom, que estuvieron marcados por la idea de la revolución, del socialismo y los diversos marxismos, como el de la Nueva Izquierda, que no era el soviético sino el de los existencialistas, de la New Left Review y de Wright Mills, que tuvo mucho peso en las discusiones durante los años sesenta y setenta.
El liberalismo aparece entre los escritores del boom muy tardíamente, en los años ochenta, y por supuesto que no en todos. Con razón mencionas a Vargas Llosa y a Paz; a éste decidí incluirlo porque era, entre todos los intelectuales latinoamericanos, el más respetado por los escritores del boom. Muchas de sus ideas expuestas en El laberinto de la soledad y de los ensayos de los años sesenta y principios de los setenta, acerca de la literatura, de la autonomía estética del escritor y del compromiso del intelectual, eran seguidas muy de cerca por Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa e incluso por García Márquez.
Con las transiciones a la democracia y la crisis del socialismo real, algunos de estos intelectuales, emblemáticamente Paz y Vargas Llosa, se acercaron al liberalismo. Estoy hablando de la aproximación de los años ochenta; ya después, en los noventa, tal vez hubo, sobre todo en el caso de Vargas Llosa, un acercamiento al neoliberalismo. Sin embargo, esto no ocurrió en Paz, quien siempre tuvo una visión muy crítica del imperio del mercado y del hecho de que pudiera llegarse a una situación en que se redujera la esfera pública por obra de las privatizaciones. Creo que esto fue una preocupación genuina de Paz al final de su vida.
Su libro relata varios tránsitos, da cuenta de muchos cambios. Uno de ellos es el de la revolución a la democracia. Incluso con todas sus ambigüedades, la aceptó, por ejemplo, García Márquez. ¿Cómo fue ese paso?
Las transiciones a la democracia de fines del siglo XX cambiaron las reglas del juego. Eso fue lo que hizo que en los años noventa envejeciera tan aceleradamente el boom y la idea del intelectual comprometido. Todas las impugnaciones que aparecieron en las nuevas generaciones, como la de Roberto Bolaño, así como las críticas a la sobrerrepresentación intelectual y cultural de las figuras de los narradores del boom como intelectuales públicos, estuvieron ligadas con las transiciones a la democracia. Los que vivían para entonces (porque Cortázar apenas pudo ver el principio), acabaron identificados con ella. Creo que tienes mucha razón al mencionar el caso de García Márquez, pero él fue un escritor que, como intelectual, en los años ochenta y noventa defendió las transiciones a la democracia en la región. Ni hablar de Fuentes, Paz y Vargas Llosa, que fueron intelectuales protagónicos de esos tránsitos.
Para volver a lo literario: ¿cuál era el canon literario que deseaba la burocracia cultural cubana? Porque, como se ve en el libro, por un lado, rechazaba la innovación que representaba el boom, pero, por otro, no quería tampoco el barroquismo ni el neobarroquismo de José Lezama Lima, por ejemplo.
Hay una lista de escritores que menciona Roberto Fernández Retamar en su ensayo “Calibán”, quienes son autores de un realismo socialista cubano, quienes vivían en la isla, como Lisandro Otero, Jesús Díaz y otros.
En el caso de la literatura latinoamericana, hubo un primer momento en que el canon cubano fue bastante parecido al que proponían otros críticos, como el uruguayo Ángel Rama, que se fue a favor del realismo social de escritores como el argentino David Viñas y el venezolano Salvador Garmendia.
Con esa tendencia la primera novela de Vargas Llosa tenía mucho que ver, como ocurre con La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral, que fueron las novelas del boom mejor recibidas por la burocracia cultural cubana en los sesenta.
Pero todo eso cambió: por ejemplo, La casa verde fue una novela que no gustó mucho a la burocracia por su barroquismo y otros elementos más, y no la publicó pese a que en ese momento Vargas Llosa no tenía todavía conflictos con el gobierno cubano. Cuando apareció Conversación en La Catedral ya había fricciones porque el escritor peruano había repudiado el apoyo de Cuba a la invasión soviética a Checoslovaquia.
También están los choques entre el compromiso político y la libertad del literato. Usted menciona, por ejemplo, que uno o varios de los autores del boom podían condenar el sometimiento y la dependencia de América Latina, y al mismo tiempo exigir la libertad artística.
Tiene toda la razón. Todos son escritores nacionalistas y antiimperialistas. El ejemplo que siempre me viene a la mente es el de Mundo Nuevo. Si uno revisa su línea editorial, se ve que se oponía a la guerra de Vietnam, estaba en contra del intervencionismo norteamericano, en el norte de África y en América Latina, en contra de las dictaduras militares, a favor de la independencia de Puerto Rico, etcétera. Es decir, apoyaba el repertorio descolonizador o independentista, y, al mismo tiempo, era defensora de la libertad de expresión, de información.
Eso era un asunto muy importante; para García Márquez, por ejemplo, era más importante lo que él llamaba la libertad de información que la de expresión. Él era periodista, y venía de formarse en esa profesión bajo regímenes autoritarios en Colombia, como la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla. Por ello expresó en La Habana, en su último discurso en Casa de las Américas: es fundamental avanzar en la libertad de información, de prensa.
Para ellos eso no era contradictorio, y no lo era para toda la Nueva Izquierda, sino que era un elemento más. Me preguntabas del liberalismo, y es allí donde podemos verlo: no eran liberales, pero tenían ese componente.
Pero desde el punto de vista occidental hay un elemento liberal en aquella Nueva Izquierda, que pasaba por una defensa muy celosa e insistente de la libertad de expresión.
En algunos de los autores del boom, especialmente en García Márquez, se nota la influencia de su ejercicio periodístico en su obra literaria y en sus opciones políticas.
El caso de García Márquez es el más emblemático porque fue un periodista profesional, y creo que su posición sobre Cuba es mucho más compleja de lo que se quiere presentar tanto en medios oficialistas como en los detractores de la Revolución. Se entiende que él era un leal acrítico del socialismo cubano, pero no fue así. Cuando uno revisa su obra periodística encuentra que también hay una faceta muy crítica en el periodismo de Gabo sobre Cuba.
En los otros casos no tenemos experiencias de profesionales del periodismo, sino la necesidad del novelista, en la Guerra Fría, de recurrir al ensayo para posicionarse pública y políticamente sobre los temas decisivos del momento: la revolución, el socialismo, las dictaduras. Eso lo tenemos en todos: Fuentes en Tiempo mexicano y Nuevo tiempo mexicano, Cortázar en muchísimos de sus ensayos, en La vuelta al día en 80 mundos, en su libro sobre Nicaragua; en Vargas Llosa no sólo en sus estudios literarios sobre García Márquez sino también en sus posicionamientos políticos a través de sus artículos.
¿Qué ocurrió con los escritores cubanos identificados con el boom, como Cabrera Infante y Sarduy (Lezama Lima no era de esa generación, pero se incluye en el libro)?
Por su poética literaria cada uno tenía necesariamente afinidades con el boom, aunque distinto por zonas: Lezama por el lado del neobarroco, que era una de las vetas que interesaban a Rodríguez Monegal y Cortázar; Cabrera Infante por la novela urbana (Tres tristes tigres tiene una conexión muy fuerte con las primeras novelas de Fuentes; ellos fueron muy amigos desde los primeros años de la revolución), y Sarduy también por el neobarroco como una derivación más radical del trabajo con las figuras alegóricas, con personajes que no lo son sino que son conceptos o alegorías y por una labor con el lenguaje que está ligada con el posestructuralismo. Cada uno por su lado colonizó una zona del boom y fueron naturalizados por los principales artífices del boom, especialmente por el crítico central, Rodríguez Monegal, y por Fuentes. Su recepción por los otros fue más dispareja: por ejemplo, Vargas Llosa mostró interés en Paradiso, pero hizo una lectura muy prejuiciada. Además, que yo sepa nunca mostró interés por Sarduy, aunque sí por Cabrera Infante.
Fuentes fue el que tuvo una recepción más completa de los escritores cubanos del boom, la cual fue muy diplomática, a veces un poco superficial, no va a fondo, como Rodríguez Monegal. Cortázar nunca se interesó en Sarduy, pero tuvo muy buena relación epistolar con Cabrera Infante, a quien admiraba. Sin embargo, su gran lectura fue Paradiso, de Lezama Lima. Pero esos escritores cubanos fueron marginados e incómodos para el poder cubano, y fueron bien recibidos por el núcleo del boom, lo que agregó un mayor conflicto.
Paradiso fue una novela muy mal recibida en Cuba y fue confiscada por la burocracia cultural cubana; Sarduy fue un escritor exiliado en París, mientras que Cabrera Infante lo estaba en Londres, con posiciones muy críticas contra el régimen cubano.
Que esos escritores fueran reconocidos por el boom generó mayor malestar e incomodidad en la burocracia cultural de la isla desde finales de los sesenta. Mientras el grupo del boom canonizaba a tres escritores cubanos, la burocracia decía “estos no son los autores cubanos que valen, sino estos otros: Otero, Carpentier”, etcétera.
¿Cuáles son las lecciones que nos deja esta experiencia?
Veo que lo que nos expone la experiencia de Cuba es, más bien, el agotamiento de proyectos de esa naturaleza tanto en la literatura como en la política. Al cabo de medio siglo nos queda muy lejos aquella experiencia en un contexto de fragmentación de la identidad latinoamericana. Creo que ha quedado descontinuada o cancelada la experiencia de un tipo de escritor que aspira a una novela ontológica total que dé cuenta del ser de América Latina, y que al mismo tiempo asume funciones de representación intelectual y política.
Por otro lado, sigo pensando que la experiencia del boom nos deja la lección de la articulación fundamental entre autonomía intelectual y crítica, que son dos conceptos que vimos muy presentes y que aún tienen validez en nuestros días.