Contrario a los perros y los lobos, que babean y sacan la lengua para enfriarse, Céspedes acostumbraba babear y sacar la lengua para calentarse. Al tanto que una cosa empieza a realizarse simulando que se realiza, gesticulaba lascivamente cuando se colocaba en disposición amorosa. Poco le importaba que a la persona que tenía enfrente le desagradaran aquellos jadeos que efectuaba con la lengua de fuera. Él jadeaba y así se calentaba. Pero esa noche Céspedes jadeaba y no se calentaba. Nada extraño, pues no se encontraba en una situación amorosa. Pero entonces, ¿por qué jadeaba?
Céspedes miraba de frente a Mireles, los dos con una cerveza a escasos centímetros de su nariz. Hacía treintaidós años que no se veían cara a cara. De no haber visto cada uno las fotos del otro en Facebook, no se hubieran reconocido. Y ahora buscaban un tema de conversación y no atinaban de qué hablar. Apenas uno traía a cuento un tema el interés del otro se disipaba. Quizá nada había cambiado desde que los tres nos sobrellevamos en sexto de primaria. ¿O acaso entonces hubiéramos podido compartir algo más que el aire que nos rodeaba? Entonces Céspedes era un niño aislado. Un puberto solo y aislado como un sapo gordo y enorme perdido en una población de ranas ágiles y coquetas. Un pobre niño que en su pobre sapitud se consideraba ora mil veces superior a las ranas que lo cercaban, ora mil veces inferior a ellas. Hoy se revelaba un Hitler cualquiera, mañana se sentía tan pequeño y humillado como un tenista amateur puesto a jugar en un torneo de Grand Slam. De modo que como un anfibio tropical condenado a errar una eternidad en el monte Everest, jamás se sentía bien acompañado de otras personas. Mireles, por el contrario, destacaba como un muchacho alegre, querido por todos. Era como el arroz de todos los moles. Como la risa de todos los chistes. Como la cereza de todos los pasteles. Así. puestos y expuestos, Céspedes y Mireles se develan como el día y la noche. Como la nieve y el fuego, un contraste rotundo y claro. Pero dicen por ahí que los extremos se tocan, y es verdad. Detrás de sus actitudes contrastantes, Céspedes y Mireles mantenían un fondo común: su probada incapacidad para interesarse en otras personas que no fueran ellos mismos. No que se amaran mucho a sí mismos, sino que no lograban sentir ningún aprecio por nadie más. Dado el caso podían fingir que lo sentían, pero la realidad era que no. Incluso ambos llegaron a engañarse a sí mismos al respecto. A golpe de buena moral se persuadieron, que otra persona les importaba, pero la realidad era que no. Y ahora seguían igual que entonces y no contaban, como la mayoría de la gente, con descendientes por los cuales interesarse. De niños habían amado a sus padres, pero cuando sus padres murieron se profundizó en ellos esa genuina indiferencia por sus semejantes Así que ahora no crecía ni podía crecer jamás nada en su corazón de bestias injustificadas.
Lo repito: Céspedes y Mireles eran iguales aunque no lo supieran. Lo eran a despecho de sus personalidades contrarias y lo seguirían siendo hasta que murieran. Y aquí el lector sagaz se preguntará cómo podía yo saberlo. Muy simple: porque yo era igual que ellos. Básicamente igual. Quiero decir, tan igual como la luna a su tembloroso reflejo en el agua. ¿Debo contar que lo supe desde que íbamos juntos en la primaria? ¿Tengo que detenerme en el retrato de mi amistad con uno y con otro? No lo creo. Lo esencial está dicho. Solo agregaré un dato sobre mi personalidad de entonces, y es que me hallaba arrinconado a medio camino entre la misantropía de Céspedes y la popularidad de Mireles. No gozaba de ninguna celebridad, pero tampoco erraba aislado de los demás. En resumidas cuentas, era como cualquiera, aunque se me enchinara la piel cuando cantara a mi manera. Digo, como suele ocurrirle a cualquiera. O casi a cualquiera. Insisto: me encontraba igual de lejos del retraimiento enfermizo de Céspedes que de la exitosa sociabilidad de Mireles, pero tenía el corazón igual de vacío que ellos. Ay, dios mío, qué tenebrosa criatura había venido yo a ser, ¿verdad?
No diré que sabía lo que quería cuando cité a Céspedes y Mireles en el mismo bar. Primero sondeé a Céspedes y luego a Mireles. Y cuando invité al primero, ignoraba que iba a sumar al segundo. Pero al cabo notifiqué a ambos que íbamos a asistir los tres. Justo cuando entré en el bar Céspedes babeaba y sacaba la lengua para enfriarse. O para calentarse, ya no sé.
Tras saludarlos, pedí una cerveza y diez minutos más tarde especulábamos adónde ir.
-Vámonos de putas -propuso Céspedes.
-Mejor a un bar gay -acotó Mireles.
No nos fuimos de putas ni a un bar gay, sino directo a un motel.
-No vamos a hacer nada. Solo averiguaremos qué sentimos cuándo estamos cara cara con una persona. O con dos.
Vamos, si es que logramos sentir algo -les expliqué después de haberlos hecho conscientes del común desinterés que padecíamos por nuestros semejantes.
Y, en efecto, no hicimos nada esa noche. Tan solo nos comunicamos la verdad.
-Me siento vulnerable.
-No me importa cómo te sientas.
-A mí tampoco me concierne.
-Entiendo. Yo les diría lo mismo. Pero se siente feo escucharlo.
Sé que resulta difícil de creer, pero no por eso constituye una mentira. Cierto, los tres representábamos la prueba viviente de que el mundo integraría un lugar mejor sin la raza humana, pero es verdad lo que les voy a decir. Yo mismo ahora me pregunto cómo ha resultado posible nuestra felicidad en común. Si cada uno de nosotros se revelaba incapaz de interesarse en un individuo que no fuera él mismo, ¿cómo se operó el milagro de nuestro amor compartido? Carezco de una respuesta convincente, pero ahora somos normales. Sé que a algunos les sonará grotesco, pero así es. Nos amamos, preocupamos y ocupamos de nosotros tres, los miembros de nuestra familia, y el resto de las personas nos tiene sin cuidado. Si algo, los otros representan para nosotros un estorbo, un enfadoso obstáculo que debemos sortear cada día en las calles y el metro para poder llegar a casa y compartir nuestro pedazo de cielo tripartita, sin cuidarnos de nada ni nadie más.