(o de algunas características que acompañan a los defensores a ultranza del rock en español)
Si hubiera que darle una clasificación científica, creo que la que mejor le acomodaría es la de Rockcitus defensorus vulgaris. Existe desde hace muchos años, aunque no tantos, quizá, como años de existencia tiene el rock en nuestro país y en nuestro continente. Nuestro sujeto de estudio surgió más bien a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, como rémora de aquel movimiento prefabricado por algunas disqueras trasnacionales asentadas en México y que hoy recordamos bajo el entrecomillado nombre de “Rock en tu idioma”.
Me centraré en el estudio del Rdv, para llamarlo por sus siglas (no confundir con RBD, aunque mucho puedan tener en común), en su versión mexicana, ya que carezco de los datos suficientes como para arriesgar teorías acerca de sus congéneres en países como Argentina, Chile, Perú o España, aun cuando dudo que las diferencias entre ellos sean demasiado grandes.
En su etapa primitiva, por allá de la segunda mitad de la década ochentera y la primera de la década siguiente, el Rdv solía provenir de una clase media no necesariamente ilustrada (más bien no) y su cultura musical y roquera no venía del rock anglosajón, sino del pop disfrazado de rock que en México habían inventado los hermanos De Llano Macedo (Luis y Julissa), con la ayuda de compositores como Memo Méndez Guiu, y cuya más destacada expresión estuvo en un grupo de infantes desnaturalizados al que bautizaron como Timbiriche. He ahí a los pioneros verdaderos de lo que durante varios lustros he denominado como el rockcito mexicano.
Antes del Rdv
Esto no quiere decir que antes no hubiera un rock elaborado en el país. De hecho, el mismo surgió desde finales de los años cincuenta y es más antiguo incluso que el mismísimo rock británico. Cierto que era un rock pequeñito, de imitación en su mayor parte, y que en ese sentido podría denominársele también como rockcito. Pero a su favor tenía una peculiar frescura y una inocencia bobalicona que reflejaba la cultura adolescente urbana de su época, como lo denotan las letras, adaptadas a la realidad nacional, de algunas canciones de los Teen Tops, los Locos del Ritmo, los Rebeldes del Rock o los Hooligans. En esa época, no existían aún los defensores del naciente género y no existirían a lo largo de los años sesenta, cuando el rock en México vivió dos épocas marcadamente distintas: la de la era A Go-Go y la de la era de Avándaro. No recuerdo que en la prensa roquera de ese tiempo (la que arrancó con Notitas Musicales y culminó con Piedra Rodante, pasando por Ídolos del rock, México Canta y Pop, entre otras publicaciones) hubiese un solo escribidor que se rasgara las vestiduras por el rock que se hacía en estos lares o que considerara de lesa Patria cualquier crítica en su contra.
Luego sobrevendría la década oscura en la que el rock hubo de refugiarse en las catacumbas de los hoyos fonkis (Pármenides García Saldala dixit), de las que no saldría sino hasta la segunda mitad de los ochenta, justo cuando surgieron también los primeros especímenes del Rockcitus defensorus vulgaris.
Enemigos del rock “en inglés”
Estos primeros Rdv venían influidos no solo por Timbiriche y Flans, sino también por el pop español (algunos la conocían como “la movida madrileña”) y el pop-rock argentino (Miguel Mateos, Los Enanitos Verdes y anexas). Si conocían a los Beatles, los Rolling Stones, Led Zeppelin o David Bowie, por mencionar a algunos de los exponentes más célebres del rock “en inglés”, era de oídas y en realidad no les interesaban. Ya no hablemos del blues y el rock n’ roll originario.
Un poco por convicción propia y un mucho por una cuestión de intereses (había que quedar bien con las casas discográficas y con los propios músicos, a fin de recibir canonjías como discos y pases de prensa para las “tocadas”), los primeros periodistas (es un decir) plenamente identificables como Rdv empezaron a cantar loas a los exponentes iniciales del rockcito, es decir, Caifanes, Fobia, Rostros Ocultos, Café Tacuba, La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio y un no muy largo etcétera.
Si uno leía los textos (mal) escritos por aquellos redactores en ciernes, sin haber escuchado la propuesta de los grupos a los que hacían referencia, podía pensar que se estaba ante verdaderos genios de la música, frente a virtuosos que no solo superaban con creces todo lo hecho con anterioridad en cualquier parte del planeta, sino que marcaban el surgimiento de una franca revolución artística y cultural, etcétera.
Nadie tocaba a los roqueritos mexicanos a sus tíos españoles y argentinos con el pétalo de una crítica. Resultaba impensable. La consigna era apoyar (esa era la palabra que se empleaba: apoyar) a cada uno de ellos. ¿Porque eran en verdad tan buenos? No: porque eran mexicanos hispanoamericanos. Esa era la única razón que se esgrimía y guay de aquel que osara contradecir el dogma.
Intermedio personal
Aquí tendré que hablar en primera persona y pido la comprensión del lector, pero en 1991 entré a colaborar en la sección de cultura que dirigía Víctor Roura para el diario El Financiero y en mi columna “Bajo presupuesto” empecé a ejercer la crítica al revisar lo que hacían varios de los grupos mexicanos de la nueva hornada. Caifanes, Fobia y La Maldita Vecindad estuvieron entre mis criticados y aquello provocó un pequeño escándalo. No era posible que cuando hasta la televisión nacional se había abierto como foro para dichas agrupaciones, mismas que aparecían lo mismo con Ricardo Rocha que con la Vero Castro y Paco Stanley, alguien se atreviera a cuestionar su calidad musical.
Cuando tres años más tarde empecé a dirigir una revista (La Mosca en la Pared) en la que lejos de disminuir la actitud crítica, la incrementaba, aquello fue el acabose y tanto la publicación como quien esto escribe caímos de lleno en la lista negra de los Rockcitus defensorus vulgaris, situación que ha proseguido a lo largo de veinte años. Tiempos modernos
Pero dejémonos de cosas personales y volvamos a la caracterización de estos singulares Rdv, mismos que hoy pululan ya no solo en el medio periodístico, sino también entre los propios músicos e incluso entre los fanáticos del rockcito en español.
Las redes sociales hacen más sencillo el hecho de detectarlos. Basta con poner un comentario crítico en Facebook o en Twitter acerca -digamos- de Soda Stereo, de Enrique Bunbury, de Zoé o de Carla Morrison, por mencionar cuatro ejemplos, para que por todos lados surjan erredevés de toda laya. Desde los plenamente rabiosos e insultantes hasta los que disfrazan su fanatismo adornándolo con farragosas actitudes teóricas y culteranas, todo en aras de justificar lo injustificable y de defender lo indefendible.
Porque si el Rdv primitivo era tosco, limitado y pedestre, y sus argumentaciones (de algún modo hay que llamarlas) resultaban de un rudimentarismo que hoy día hasta conmueve (un ejemplo es el de cierto personero de mediados de los años noventa que dirigía una revista de rock “en español”, quien en cierta ocasión pergeñó un editorial en el que condenaba la existencia de cierta revista “con nombre de insecto” e instaba a sus lectores a “acabar con esos traidores”; adornaba tan edificante escrito con el dibujo de una mano que sostenía un enorme cuchillo de carnicero listo para ser usado), el Rdv actual, hijo de la época hipsteriana, presume sus conocimientos metodológicos, lanza teorías llenas de paja discursiva, hace ostentación de sus dotes de investigador (que se limita a meterse a cuanto antro existe -aunque él no los llama antros sino venues-) y se presenta a sí mismo como dueño único e indiscutible de la verdad roqueril.
A manera de conclusión
Como vemos, el Rockcitus defensorus vulgaris es una criatura digna de estudio, dado su singular comportamiento y su conducta anti gregaria. Porque eso sí: entre ellos mismos se da un odio cerval y aun cuando dicen defender la misma causa, son capaces de atacarse entre sí y destrozarse con supina ferocidad.
Quise hacer constar su existencia, ya que hasta ahora han sido ignorados incluso por sus propios defendidos -los músicos de rock mexicanos e hispanoamericanos-, quienes si acaso reparan en ellos, es tan solo para lanzarles con desdén alguna mirada piadosa y permitir que les besen la mano. Pero los Rdv se dan por satisfechos con ello y hacen valer su divisa: Semper fidelis.