Los topé de manera fortuita en un viejo tendejón de la avenida Álvaro Obregón. Habían ocurrido los sismos de 1985 y con el fotógrafo Juan Miranda hacíamos un reportaje sobre la devastada colonia Roma. Entramos al local atraídos por la posibilidad de entrevistar a su anciana propietaria, sobreviviente de la hecatombe. Los títeres colgaban como racimo entre zacates y estropajos. Eran dos docenas exactas de los originales muñecos de alambre, de los mismos que había buscado sin éxito por años y años en misceláneas y estanquillos de la ciudad. Con esas marionetas rudimentarias de barro y tela jugué de niño con mi hermano Humberto. Igual que Vicente Leñero lo hizo, con esas mismas figuras, con su hermano Luis. Ellos los compraban en los puestos del mercado Miraflores, en San Pedro de los Pinos, y nosotros en las tiendecitas de la colonia Cuauhtémoc. Ambos tuvimos nuestro pequeño teatro hecho con un cajón de madera, pero para Vicente fue el inicio de su carrera de teatrero, como él decía. De hecho con ese relato comienza su libro Vivir del Teatro (Ed. Joaquín Mortiz, 1982). Ahí los describe así: “Solamente la cabeza, las manos y los pies eran de barro; los trozos de tela daban forma a los cuerpos y elasticidad a los brazos, a las piernas. Bastaba sostenerlos desde la punta del alambre que les nacía en la cabeza, agitarlos un poco, para que cobraran vida”. Varias veces habíamos platicado sobre nuestra común afición infantil con esos títeres inigualables y sobre el misterio de su desaparición. Alguna vez le confié el resultado de mis pesquisas, que me llevaron hasta Puebla, donde supuestamente vivía el artesano fabricante de aquellas figuras. Nunca lo encontré. Por eso aquel racimo de títeres resultaba para mí algo así como el descubrimiento de un tesoro. Ahí estaban todos los personajes mencionados por el propio Leñero: el Charro, el Narigón, la Monjita, el Negro, el Policía, el Diablo, la Viejita, el Jorobado. Los compré todos. La mitad se los regalé a Vicente y la mitad los conservo hasta la fecha en un espacio especial de mi librero. Nunca lo vi tan conmovido. A mí me emocionó también ver la forma en que observaba uno por uno aquellos títeres con una actitud casi de devoción, con cierta ternura. Pensé entonces que revivía en su memoria las puestas en escena en su teatrito La Mariposa. Me dio gusto.
Vicente y yo nos habíamos conocido muchos años atrás, allá en los 60. Ahora sí que por azares del destino, había entrado a trabajar al Instituto Mexicano de Estudios Sociales (IMES), una asociación civil de inspiración cristiana promovida por el Secretariado Social Mexicano. El director del IMES era Luis Leñero Otero, el hermano menor de Vicente, sociólogo de profesión. Yo estaba encargado junto con Paco Ponce (sociólogo también y periodista, desaparecido prematuramente, que llegaría a ser un amigo entrañable), de la edición de las publicaciones. Surgió la idea de elaborar un Curso por Correspondencia sobre Desarrollo de la Comunidad, una de las áreas torales del Instituto. Luis nos recomendó visitar a su hermano Vicente, que por aquel entonces vivía de la venta de un Curso de Periodismo por Correspondencia avalado por la Escuela de Periodismo Carlos Septién. Vicente había estudiado en esa escuela originalmente católica y yo también. Así que fuimos a verlo a su casa de la Avenida Dos, en San Pedro de los Pinos, donde en efecto nos mostró su modus operandi completito y su sistema de control y calificación de sus alumnos. El curso, escrito y editado totalmente por él, consistía de 30 lecciones contenidas en otros tantos folletos de ocho planas cada uno, de tamaño media carta. Esas lecciones, tal cuales, serían luego la base del Manuel de Periodismo publicado por el propio Vicente, que generosamente compartió crédito con Carlos Marín. Nos explicó que hacía envíos por correo de tres lecciones juntas y el correspondiente cuestionario, que una vez calificado era adjuntado en el siguiente envío. Al final, enviaba a sus alumnos egresados el correspondiente Diploma, certificado por la Carlos Septién. Para promover su curso, hacía publicar pequeños anuncios en la revista católica Señal, en la que se inició como periodista. “Por eso tengo puros curas y monjas como alumnos”, nos comentó muerto de risa. Después de ese único encuentro habrían de pasar cuando menos otros nueve o diez años para que el destino, otra vez, nos diera una nueva oportunidad.
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Se me quemaban las habas por entrar a trabajar a Excélsior, entonces ya dirigido por Julio Scherer García. Había hecho mis pininos en algunas revistas de poca circulación y luego en Jueves de Excélsior, un viejo semanario de la casa donde mi padre trabajaba como jefe de redacción. Así que aprovechando mi incipiente amistad con Miguel Ángel Granados Chapa (que había sido compañero de prepa de mi primo Clemente Cabello en Pachuca y luego pasante de abogado de mi hermano José Agustín) me le presenté en el tapanco donde despachaba junto con Miguel López Azuara como subdirector editorial de Excélsior. “Hay dos caminos: uno, intentar tu ingreso al periódico a través de Últimas Noticias o hacer colaboraciones para Revista de Revistas“, me planteó Miguel Ángel. Eran principios de 1973. Hacía pocos meses que Vicente Leñero se había hecho cargo de la dirección de esa revista que fue la madre del mismísimo Excélsior, pues Rafael Alducín la fundó en 1916, un año antes que el diario. Invitado por Scherer García, Leñero había transformado totalmente la vieja publicación, que ahora se editaba en gran formato, a color, con un diseño moderno y atrevido. El “Life mexicano“, le decían. Me fascinó desde que vi el número Cero que llegó a casa de mi padre encartado con el ejemplar dominical de Excélsior. Traía en la portada un reportaje de Dolores Cordero sobre la mujer campesina. Así que apenas tuve manera de elaborar un reportaje (aprovechando un viaje a Tacámbaro, Michoacán, para hacer un trabajo para el IMES), estaba ya de regreso en el tapanco de Granados Chapa. Tomó el teléfono y se comunicó con Vicente para recomendarme. “Que te recibe en este momento para que le dejes tu trabajo, pero que está de cierre, apurado”, me dijo apenas colgó. Antes de diez minutos estaba yo frente al autor de Los Albañiles con mi texto y sus respectivas fotos en su oficina del quinto piso de Reforma 12. “Muy bien”, dijo Vicente en mangas de camisa. “Déjamelo y date una vuelta la semana próxima”. Cuando en efecto regresé, me recibió con el pliego donde estaba ya impreso mi reportaje, listo para publicarse en el siguiente número de Revista de Revistas. “Me encantó”, me dijo mientras hacía la “sopa” sobre el escritorio de Hero Rodríguez Neumann, el jefe de Información, convertido en mesa de dominó. “Haznos otros reportajes y nos los traes”, me pidió.
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Vicente acabó por invitarme a trabajar de planta en Revista de Revistas como jefe de Información, aunque en realidad lo que quería era tenerme como reportero. Así que dejé mi base en la segunda edición de Ultimas Noticias, que dirigía Regino Díaz Redondo, y mis guardias nocturnas en la redacción de Excélsior, y me fui a trabajar con él. Entonces se inició una larga y enriquecedora relación profesional y personal entre ambos, en la que indudablemente yo salí ganando con las enseñanzas de un maestro difícil de repetir. Vicente no solo imaginaba temas para reportajes (lo que se suponía debería ser mi chamba) sino que personalmente diseñaba cada número de la revista, corregía textos, hacía cabezas y sumarios, seleccionaba fotos, distribuía textos, supervisaba la edición completa. Y todavía se daba tiempo para sus partidas de dominó, que llegaron a ser una verdadera adicción, como él lo reconocía. Nunca lo contó, pero la verdad es que la famosa asamblea de la cooperativa del 8 de julio de 1976, en la cual Scherer García y seis socios más fueron suspendidos como parte de la instrumentación del llamado “golpe a Excélsior” urdido por el presidente Luis Echeverría Álvarez y ejecutado por Díaz Redondo, había ya comenzado y Vicente seguía ahorcando mulas. “Otra manita y nos vamos”, decía a quién lo apuraba con ir a la reunión de los cooperativistas. Del salón de actos donde se celebró, copado desde temprano por golpeadores profesionales, salimos a una asamblea alterna en la redacción de Excélsior y de ahí a la calle, en solidaridad con los dirigentes expulsados. Así que no volvimos nunca más a la oficina de Revista de Revistas.
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Durante los 24 años que convivimos en Proceso, hasta mi salida en mayo del año 2000, nuestra amistad no tuvo merma y en cambio sí una paulatina profundización, sobre todo después del tercer lustro. En las noches de cierre, los viernes, solíamos compartir las vicisitudes de mi trabajo reporteril, que le contaba a detalle. El absoluto éxito editorial y comercial de nuestra revista, sin embargo, nos hicieron a todos descuidar aspectos importantes como una modernización gráfica y una actualización de contenidos. Llegó el momento en que varios reporteros cuestionamos el estado de anquilosamiento en que había caído la publicación, que empezaba ya a refritearse a sí misma, y pugnábamos por una renovación integral de la misma. Cada vez eran más forzados los temas, los enfoques, los encabezados por el afán de mantener la imagen de una publicación combativa a ultranza, pero cada vez con menor sustento. Vicente estaba consciente de ello y compartió nuestras posturas. Durante ese tiempo empezó a preocuparle el futuro mismo de Proceso, la propiedad de la empresa y la necesidad impostergable de un cambio de timón. Entonces compartimos durante largos meses una historia que realmente no ha sido contada y en la cual nuestro querido dramaturgo jugó un papel fundamental, definitorio. Parte de ese episodio fue la salida el 6 de noviembre de 1996, a los 20 años de la fundación, de Scherer García, Enrique Maza y el propio Vicente de la dirección de la revista y su permanencia solo como integrantes del Consejo de Administración de la empresa formalmente propietaria.
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El 10 de junio de este año publiqué en Sin Embargo una columna sobre los colibríes, cuya alimentación doméstica en libertad se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. Se la dediqué a Vicente Leñero con motivo de su cumpleaños número 81, que acababa de pasar el día anterior. Para entonces, estaba ya enfermo y no me fue posible hablar con él siquiera por teléfono para felicitarlo. Al día siguiente, a través del Facebook, su hija Mariana le comentó a Paco, mi hijo, que su padre le había pedido que le leyera mi texto y que le había gustado mucho. También, que estaba muy agradecido por la dedicatoria. Y que me dijera que él también tenía un bebedero para colibríes en el patio y que siempre lo veía; pero que a partir de ahora lo vería con más cariño. Mariana le mandó a Paco un par de fotos del bebedero de su papá. Le comentó: “En verdad no es poca cosa que diga eso, porque anda muy muy triste”.
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Nos habíamos visto unos meses antes, en marzo pasado, sin saber por supuesto que sería la última vez (aunque hace apenas tres semanas hablamos por teléfono). Nos reunimos como siempre en la cafetería el Sanborns de San Antonio. Repasamos sin prisa aspectos de la historia que compartimos durante tantos años y me contó nuevas confidencias en torno a Proceso. Lo miré muy a gusto, animado, a pesar de su preocupación por el resultado de unos estudios para valorar su condición cardiaca y las posibilidades de una afección seria. En un momento dado sugirió: “Deberíamos vernos más seguido, Paco”. Por supuesto, le dije. Luego repitió un par de veces que debería escribir mi versión sobre lo ocurrido en Proceso. “Tienes que contar esa historia”, me instó. Voy a hacerlo, le dije en el estacionamiento de la tienda mientras nos abrazábamos por última vez.
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Pocos supieron que además de periodista, dramaturgo, novelista, guionista, ensayista, académico e ingeniero civil, Vicente Leñero era también un buen dibujante. Tenía una facilidad innata para el dibujo y disfrutaba hacer caricaturas y viñetas, como un hobby. Cada jueves solía elaborar a lápiz un dibujo, generalmente con un toque humorístico, durante la junta donde se dilucidaban con toda seriedad los temas y la portada del número semanal de Proceso. Lo hacía en la parte baja de su inseparable layout, -la cuadrícula de papel que reproducía como una maqueta impresa, en pares, las planas de la edición correspondiente-, con la cual llevaba el riguroso control de la producción de cada número del semanario. A menudo su dibujo se refería a algunos de los asuntos periodísticos que ahí se discutían, aunque otras veces no tenían nada que ver. Solía afinar su boceto al salir de la reunión, en su escritorio, antes de la imperdonable partida de dominó; pero casi nunca enseñaba sus dibujos. Alguna vez decidió recortar sus viñetas de las cuadrículas almacenadas en un cajón y encomendó a su asistente Federico González, El Chino (que lo acompañaría como chofer y una suerte de secretario hasta el final), que las llevara a enmarcarlas en latón. Luego las regaló a algunos de nosotros. Conservo uno de esos dibujos: a la orilla de un río, una serie de personajes caricaturizados observan el paso de un pato sobre el agua. Hay hombres y mujeres, altos y bajitos, gordos y esbeltos. Algunos llevan gorra o sombrero y hay una chica en bikini. La viñeta de Vicente tiene para mí el valor de una reliquia.
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Armado con su cuadrícula imprescindible -que adoptó desde que dirigió la revista Claudia y que luego utilizó durante los años que estuvo al frente de Revista de Revistas– Vicente disfrutaba su trabajo como incansable editor de Proceso. Él se encargaba de distribuir el material, ajustar encabezados, seleccionar fotos, marcar encuadres, supervisar al armado de las planas, que entonces se hacían en papel, sobre cartulinas especiales. Lo más notable era que se daba tiempo no solo para el dominó o el ajedrez, sino también para las bromas, los chascarrillos y las ocurrencias. A su ingenio se debió el Museo del Horror, una vitrina que contenía vestigios variados de diferentes tragedias y sucedidos, aportados por los reporteros. Había por ejemplo ceniza del Chichonal, que había hecho erupción en Chiapas en 1982; un trozo de fuselaje del DC-10 de Western Airlines que se accidentó en la pista 23 Izquierda del Aeropuerto de la ciudad de México el 31 de octubre de 1979; latas quemadas rescatadas del incendio en la Cineteca, bolas de billar que me volé de la casa de Miguel Angel Félix Gallardo en la playa de Altata, Sinaloa; el teclado chamuscado de una máquina de escribir de la sala de prensa de la Cámara de Diputados, incendiada en 1989; un ejemplar de Por quien doblan las campanas, de Ernest Hemingway, rescatado de los escombros de un edificio de la colonia Roma luego de los sismos de 1985. También fue idea suya la Galería de los Hombres Sencillos, integrada por fotografías en marcos garigoleados de plástico dorado. Ahí estaban, entre otros, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Erique Krauze… Vicente sabía de fotografía, sin ser fotógrafo. Al menos nunca lo vi con una cámara en las manos; pero tenía una notable sensibilidad para escoger las gráficas, decidir de encuadres, posiciones, distancias. Solía ser estricto con la calidad de las fotos. Francisco Ortiz Pardo (que antes de ser reportero estuvo encargado del archivo fotográfico), le presentaba una selección de tres o cuatro gráficas para cada asunto. Las repasaba rápidamente y elegía sin dudar. Valoraba las fotos más por su eficacia periodística que por su calidad artística. “No quiero poemas”, advertía. Y cuando ninguna foto le convencía, entonces ardía Troya. Tenía sus dichos para reclamar a los fotógrafos, como “¡Tírense al suelo, carajo!” o “Hay que estar ahí y disparar a tiempo”. El fotógrafo Francisco Daniel, a quien llamamos el Dani, tenía -y supongo que tiene- un sistema automático de autodefensa contra el albur. Ante la más remota y absurda connotación sexual de una palabra o una frase, reaccionaba con su “¿Qué psooó?”, que se volvió proverbial. Un día Leñero le reclamó porque sus fotos eran todas de formato horizontal. “¿No sabes que la cámara tiene dos posiciones?”, le dijo, muy molesto. A lo que Dani contestó, raudo: “¿Qué psooó, Vicente?”. Nunca vi igual de estupefacto a Vicente Leñero. Solo meneó la cabeza y sonrió.
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“Las cosas no van a cambiar en Proceso mientras Julio esté ahí”, me soltó Vicente Leñero una tarde de agosto de 1994 en la cafetería del Hotel Diplomático, en Insurgentes Sur, que durante años fuera desayunadero predilecto de políticos y periodistas. Habían transcurrido varios meses durante los cuales primero él y yo, y luego ambos con otros compañeros reporteros del semanario, habíamos platicado sobre el anquilosamiento de la publicación, los asuntos cada vez más forzados y repetitivos, la consecuente pérdida de credibilidad y eficacia. Y sobre la necesidad inaplazable de una renovación integral, incluido su diseño gráfico. Vicente esta. ba absolutamente de acuerdo con nosotros, consciente de esa situación, pero dudaba de la posibilidad de un cambio efectivo. Acabó por llegar a la conclusión de que Proceso requería una renovación de fondo que pasaba irremediablemente por un relevo en su dirección. Fue entonces cuando concibió la idea de un retiro simultáneo de Julio Scherer García, Enrique Maza y él de la confección del semanario, para seguir solamente como miembros de su Consejo de Administración. Sabía, y así me lo dijo, que no era fácil convencera Julio (como siempre se refería a él). No lo fue. Tardó dos años en conseguirlo.
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Cuando la última vez que nos vimos en el Samborns de San Antonio, en marzo de este año, Vicente me instó a escribir mi versión de lo ocurrido en Proceso, entendí que se refería a los episodios que me tocaron vivir o conocer, a menudo a su lado, en el devenir de nuestra publicación y no solamente mi caso personal. Como el tortuoso proceso que aquí esbozo para la sustitución de Julio Scherer García en la dirección del semanario, que fue en esos años un tema primordial. Era tarea mayor encontrar a un sucesor y, además, vencer las resistencia de otros miembros del Consejo que se sentían con derechos. Vicente me mantenía al tanto de sus elucubraciones y jugadas, que al final resultaban fallidas. ¿Quién podía suceder a Julio Scherer García? Obvio: Vicente Leñero. El reportero Elías Chávez y yo se lo planteamos durante un desayuno en el Chateau de la Palma de la calle Providencia, en la Del Valle. Le dijimos que él era la persona idónea, lógica, natural y que contaba con el apoyo de prácticamente toda la redacción. Nos mandó por un tubo: “Ni loco”, nos dijo. “Eso está totalmente descartado”. Además, abundó, “Si no me voy yo, no se va Julio”. Anne Marie Mergier, nuestra corresponsal en Europa, me confió en París que Scherer García -quien había estado con ella en la Ciudad Lux dos semanas antes que yo-, le había revelado su decisión de designar como director de Proceso a Carlos Puig, un periodista joven y talentoso que había sido brillante corresponsal en Washington. Su nombramiento, le dijo, significaría el cambio generacional que el semanario requería. Pensé, y lo pienso ahora, que era una buena posibilidad. Nunca, sin embargo, tuve alguna otra referencia sobre esa supuesta decisión del director. Vicente no me la mencionó siquiera. El asunto se complicaba porque ni Leñero ni Scherer García estaban dispuestos a dejar la publicación en manos de Carlos Marín, Froylán López Narváez y Rafael Rodríguez Castañeda. Vicente me lo dijo claro, reiteradamente: no confiamos en ellos. El 20 aniversario de Proceso, en noviembre de 1996, fue la ocasión propicia para el retiro de los tres directivos históricos, que tomaron una decisión finalmente aberrante, que me comunicó personalmente Scherer García: incorporarnos a Gerardo Galarza, a Carlos Puig y a mí para integrar una dirección colectiva de ¡seis miembros!: el sexteto. Marín, Froylán y Rodríguez Castañeda expresaron de manera contundente su inconformidad con la decisión, que acataron a contrapelo. “Nosotros tenemos un pacto político entre los tres”, nos advirtieron durante una comida en casa de Scherer García en que se formalizó el acuerdo. Y, efectivamente, boicotearon al sexteto durante meses hasta hacerlo tronar.
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Preocupaba a sobremanera a Vicente Leñero el tema de la propiedad de la empresa editora de Proceso y propietaria también de una imprenta propia, Editorial Esfuerzo, ubicada en Naucalpan. Más de una vez me habló del riesgo de perder el espíritu original de nuestra causa y caer en una rebatinga de intereses económicos. “No hay ningún documento escrito que consigne la verdadera naturaleza de la empresa, de la que nadie de nosotros es dueño”, me decía. Y fue uno de sus afanes prioritarias durante meses conseguir la elaboración y firma de ese documento. Él concibió la idea, convenció a Scherer García de su conveniencia y redactó el texto que finalmente firmaron los ocho integrantes en ese entonces del Consejo de Administración. Me platicó que hubo resistencia de algunos de ellos, tres. “Julio tuvo que tronarles el chicotito”, me dijo emocionado, feliz por su logro, al regalarme una copia del documento. Él mismo lo leyó el viernes 4 de noviembre de 1994 ante todo el personal de la empresa CISA reunido en el salón de usos múltiples de nuestro edificio administrativo, en Fresas 7. Una carta, La Carta le llamamos, que viene siendo a la postre un invaluable legado de Vicente Leñero. Pienso que vale la pena reproducirla de manera íntegra:
“Nunca será admisible olvidar el origen. Nuestra revista Proceso y nuestra agencia CISA (Comunicación e Información, S.A. de C.V.) nacieron a raíz de un atentado. Fueron más bien la respuesta a un atentado contra la libertad periodística.
“Cuando en julio de 1976 el gobierno de Luis Echeverría, valiéndose de un grupo de ambiciosos consiguió expulsar del periódico al director general de Excélsior, algunos de los trabajadores que salimos con él -convencidos de que el ataque al director nos involucraba a todos los que creíamos en la independencia y en la libertad del diario- decidimos fundar un semanario y una empresa periodística donde pudiéramos seguir ejerciendo nuestro oficio.
“Económicamente partimos de cero. Sólo teníamos lo que desde entonces hemos llamado una causa: la de desarrollar hasta sus últimas consecuencias esa libertad y esa independencia -al margen de todo compromiso partidario, político, económico, personal- sin las cuales el periodismo no puede manifestarse plenamente.
“Una convocatoria pública y las aportaciones morales monetarias de muchos simpatizantes, permitieron reunir el capital básico de la empresa que bajo la orientación del licenciado Jorge Barrera Graf fue dividido -de acuerdo con las disposiciones legales de una sociedad anónima- en acciones preferentes de la serie A y en acciones comunes de la serie B.
“La posesión mayoritaria de esas acciones que irían creciendo con el tiempo dejaría el control de la empresa en manos de un consejo de administración. Según el plan original, sus integrantes tendrían el compromiso de marcar el rumbo de las actividades, defender el proyecto de posibles infiltraciones o traiciones, y mantener sobre todo el espíritu de nuestra tarea común.
“Dado que ninguno de los miembros del grupo había aportado dinero propio de ese capital -o si lo había hecho fue con el espíritu de una donación- ninguno debería sentirse dueño personal de las acciones. El capital pertenecía y sigue perteneciendo desde entonces a todos los trabajadores en activo de la empresa, independientemente de su cargo. Ser poseedor mayoritario de acciones A y acciones B sólo ha significado -independientemente de lo que representan como valor monetario ante la ley- ejercer una tarea de custodia del capital que encarna nuestra causa. La causa es lo único que vale.
“Así se entendió en un principio y desde entonces los poseedores mayoritarios de acciones, casi todos miembros del consejo de administración, de CISA y Editorial Esfuerzo -empresa derivada de la primera pero formalmente independiente-, se comprometieron a renunciar a los derechos económicos que nominalmente poseían, cuando decidieran por cualesquiera razones renunciar a la empresa.
“Varios poseedores mayoritarios de acciones fueron renunciando a lo largo del camino y al irse no objetaron ser fieles al compromiso inicial: sin alegar derechos, transfirieron “sus” acciones al consejo, y el consejo las asignó a nuevos miembros que se comprometieron a mantener el espíritu original y actuar de igual manera en caso de una renuncia personal.
“Eso se ha hecho en el transcurso de una breve historia y eso se continuará haciendo mientras existan Proceso, CISA y Editorial Esfuerzo.
“Esta carta tiene por objeto confirmar, por escrito, el compromiso inicial. Quienes la suscribimos, en nuestro carácter de poseedores mayoritarios de acciones A y B, estamos convencidos de que la causa que anima nuestra tarea periodística parte de un absoluto desinterés económico personal. El futuro económico de CISA y Editorial Esfuerzo es un futuro ecómico para todos, no para unos cuantos. Se traduce mensualmente, y con eso basta, a través de un salario que nos empeñamos en que sea justo. El capital pertenece a los trabajadores en activo, y si algún día -en un caso extremo- nuestras empresas tuvieran que clausurarse, ese capital se repartiría proporcionalmente de acuerdo con el sueldo entre el conjunto de los trabajadores de las áreas periodísticas y de administración.
“A eso nos comprometemos al firmar esta carta. Y a eso se comprometerán quienes en el futuro se vayan incorporando a este consejo de administración que pretende definir y defender el espíritu original de nuestro trabajo.
“Más que un documento legal, este escrito es un documento moral. Un pacto entre nosotros mismos. Una decisión animada por lo que ha sido y quiere seguir siendo el espíritu de la empresa: servicio periodístico para la comunidad y satisfacción íntima por ejercer el oficio que hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra carrera en Proceso.
“México, noviembre de 1994.
“Julio Scherer García, Vicente Leñero, Enrique Sánchez España, Enrique Maza, Rafael Rodríguez Castañeda, Carlos Marín, Froylán M. López Narváez y Elena Guerra (firmas)”.
Nunca será admisible olvidar el origen, Vicente querido.