En julio de 1927 el ensayista José Ortega y Gasset publicó “La elección en amor”. Los textos que lo componen aparecieron en el periódico madrileño El Sol. Después, reunido con otros dos ensayos, “Facciones del amor” (1926) y “Amor en Stendhal” (1926), se publicaron como libro en 1933, en alemán. Fue hasta 1941 que se publicó la primera edición en español de Estudios sobre el amor. Desde que conocí “La elección en amor” me ha fascinado su argumento: “en la elección amorosa revelamos nuestro más auténtico fondo”, al escoger una pareja, más que en cualquier acción, descubriríamos a los demás, y a nosotros mismos, quiénes somos.
Para Ortega las personas somos sistemas de “preferencias y desdenes”. Al ver a otros no vemos “‘sólo’ un cuerpo” sino que somos “perspicaces para las cosas en que están realizados los valores que preferimos” y “ciegos” hacia lo ajeno a “nuestra sensibilidad”. El escritor medita sobre la “belleza” y la multiplicidad del deseo sexual —en oposición al “exclusivismo” del amor. Su conclusión es que el “amor es algo más grave y significativo que entusiasmarse con las líneas de una cara y el color de una mejilla; es decidirse por un cierto tipo de humanidad que simbólicamente va anunciado en los detalles del rostro, de la voz y del gesto”. A quién amamos, según Ortega, expresa qué tipo de humanidad preferimos o, agregaría yo, qué percibimos como humano.
La idea de Ortega no es ajena a controversia. A despecho de quienes lo clasifican como filósofo —como si ser escritor fuera menor valía—, se podría argumentar que su ensayo quizá sea una versión extendida del refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. En el Siglo de Oro el dicho ya estaba en la segunda parte de El Quijote (1615). Cervantes escribió: “Dime con quién andas, decirte he quién eres”, en un “soliloquio” en que Sancho se refiere al enunciado como “refrán”, al lado de otro que dice: “No con quien naces, sino con quien paces”. El dicho tiene larga historia, pero puede ser meramente un prejuicio que encasille a las personas por su compañía.
Ortega expone varias razones que diferencian su planteamiento del refrán. Presenta una concepción del sujeto que da espacio a la transformación personal, pues dice que “el caso normal” sería experimentar en la vida dos o tres cambios importantes. Sin embargo, según Ortega, habría un “ser profundo” que se mantendría estable a través de la vida. Esto puede tranquilizar tanto a los esencialistas como a quienes consideran de sentido común que debería haber una base de lo que somos; pero la visión evade enfrentar que nuestra individualidad es elusiva. Además del sujeto del amor, Ortega reflexiona sobre la marca diferencial entre “el amor auténtico y el falso”, encontrándola en el “entusiasmo”. No se le escapa lo subjetivo de la afirmación y reconoce que amar es un “arcano de la intimidad”, volviendo circular su argumento al apuntar que “la elección de objeto es el gesto que nos permite adivinarlo”. La persona objeto de amor sería la única posibilidad de visibilizar el acto de amar.
Como el asunto es incierto, Ortega enfatiza que con su perspectiva sobre la elección amorosa se abren posibilidades de análisis. Si bien el proceso ocurre en la intimidad individual, la acción de amar tiene carácter esclarecedor. En las confusiones de lo que somos a Ortega le importaban sus colegas. Notaba que “el escritor que es en verdad sólo un ambicioso de poder político”, podía ser puesto en evidencia en la elección amorosa ya que “esto es lo que interesa más averiguar: no anécdotas de su existencia, sino la carta a que juega su vida”. Estamos más presentes en la decisión de pareja que define la cotidianidad, que en las causas políticas en que alegamos participar.
El ensayo contiene afirmaciones que hoy pocos harían, sea por convicción o autocensura. Ortega estaba seguro, por ejemplo, de que la mujer “suele disponer de menos poder imaginativo que el varón”. En algo que también llevaría a descalificación de su obra, Ortega escribió: “Diríase que el genio horripila a la mujer”, pues según él, la mujer más bien “manifiesta un decidido entusiasmo por la mediocridad” en sus elecciones amorosas. Hacia el final del texto, Ortega presenta otra cuestión debatible, pero plausible: interpretar su país por las mujeres que han cautivado a sus hombres a través de la historia y en el presente. La percepción de que “cada generación prefiere un tipo general de varón y otro tipo general de mujer”, lleva a Ortega a sugerir que la identificación de la “archimujer española”, “arrojaría pavorosas luces sobre las cavernas secretas del alma peninsular”. Como muchos enunciados ortegianos estos cautivan y me llevan a imaginar un ejercicio para México: analizar las consortes de los presidentes.
El resultado probablemente sería arbitrario. Podría mostrarse una constante desde la percepción racial, que es relativa: la ausencia de una consorte típicamente mestiza en las últimas décadas. Tal estudio enfrentaría la aseveración, real pero insustancial, de que todas han sido mestizas. Esta continuidad apuntaría a nuestro racismo. Paradójicamente, quizá este análisis provocaría indignación entre ciertos criollos activos en redes sociales y medios de comunicación, quienes, a últimas fechas, en modo de corrección política, son enjundiosos denunciantes del racismo mexicano —aunque sus elecciones de pareja ocurran estrictamente en la comunidad criolla. Sería una interpretación social provocativa, estimulante y cuestionable. Pero tal examen hablaría de quiénes somos: el potencial explicativo de la idea de Ortega sobre la elección amorosa está en lo individual. Si “la elección amorosa descubre el ser radical de la persona”, lo hace menos en apariencias que fácilmente engañan, y bastante más en lo que uno puede conocer de sí mismo en la crudeza del porqué de nuestro amor.
Agradezco a Arturo Saucedo, bibliófilo extraordinario, el obsequio de las Obras completas de José Ortega y Gasset en la edición de Revista de Occidente.