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viernes 18 octubre 2024

Itinerario por la felicidad 3: La camisa del hombre feliz

por Regina Freyman
“¡Qué desgraciados son los hombres!
Flotan sin cesar entre falsas esperanzas
y ridículos temores: y,
en vez de apoyarse en la razón,
construyen monstruos que
los intimidan o fantasmas
que les seducen”
Montesquieu, Lettres persanes

Los confusos rumbos de la felicidad

La felicidad ¿es un estado, un destino, una decisión, una imposición asfixiante, una imagen que se proyecta a los otros, o un bien privado, una búsqueda constante, un ejercicio disciplinado, una fantasía o una obsesión?

¿Es una fórmula atemporal, una sensación presente, la suma de toda una vida o el sueño futuro?

¿Se es feliz de un modo en la infancia, de otro en la adolescencia o en la vejez, se aspira a una felicidad de otro mundo por la que vale la pena suspender los gozos inmediatos? ¿Es una disposición biológica, contextual, psicológica o política?

Melancolía. Edgar Degas.

Es poético que seamos una especie capaz de comprimir en un vocablo el anhelo de bienestar. Una palabra que sirve de colofón para nuestras más amadas historias, de promesa eterna para nuestras religiones y de recompensa a plazos para nuestros comercios.

Tolstoi cuenta en La camisa del hombre feliz que el Zar enfermó y tras buscar múltiples curas, uno de los médicos afirma: “sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.”

Supongo que el mismo pensamiento tuvo Martin Seligman, el psicólogo padre de la Psicología Positiva quien decide dar un nuevo enfoque al estudio de la ciencia de la conducta al tomar al “sano” como objeto de estudio para descubrir su “camisa” y hacer a un lado el estudio de la patología.

En su libro Hapycracia, sus autores, Edgar Cabanas y Eva Illouz nos cuentan que la cultura estadounidense ha hecho de la búsqueda de la felicidad no sólo un derecho constitucional, sino una larga tradición ideológica “que alimenta un mercado global de biografías sobre la transformación personal, la redención y el triunfo individual ; una suerte de «pornografía emocional» destinada a conformar la mirada de la gente sobre sí misma y sobre el mundo que la rodea… desde Samuel Smiles en la década de 1850”.

Como un concepto útil para la mercadotecnia y la política, la felicidad que durante siglos se concebía como propia de otra tierra, ya fuera como Cielo o Utopía, se transmuta en amuleto para saciar el deseo de Tántalos hambrientos.

Placer. Rene Magritte

Tras los dos itinerarios previos en los que intentamos transitar por las ideas filosóficas que han hecho de este concepto el Dorado de nuestras vidas, la dificultad de síntesis, la imposibilidad de prescripción y el temor de su obsesión nos rondan. La mente no tiene otro recurso que buscar sus rutas para constatar el artificio y, sin embargo, saber de cierto que un estado de beatitud existe porque lo hemos probado y lo deseamos insaciables.

Los gurús de la felicidad se percataron de que la palabra felicidad se ha vuelto como la palabra Dios: inalcanzable. Una brújula que, como la utopía de Galeano sólo sirve para caminar, por ello la pulieron hasta que quedó un término más asequible: bienestar. Pero las preguntas persisten al instalarnos en las fuentes de aquello que provoca esa sensación de indolencia.

Llamamos hedonismo a la pérdida de dolor y el gozo presente, una experiencia que no echa nada en falta pero que al intentar conjugarla en otros tiempos vuela como las mariposas al querer sujetarlas, o se disuelve como burbuja. La felicidad hedónica es de índole individual y se puede llegar a ella por rutas económicas o ascéticas, con un masaje o una meditación, pero ciertamente tiene siempre caducidad, es esporádica.

Muchos críticos de la emergente psicología del bienestar critican que alienta este aspecto humano del gozo que se vuelve peligroso para la búsqueda más colectiva y permanente. La propia Psicología Positiva es una marca de fábrica que comercializa una carrera, miles de libros y productos y seminarios. Ya nos cuenta McManon en Una Historia de la Felicidad que a Aldous Huxley no le preocupaba que hubiera impedimentos innatos para la felicidad humana, sino el futuro deshumanizador de un mundo demasiado contento.

En 2013 y después de haber leído mucho sobre esta palabra que me obsesiona, acudía a las primeras conferencias que dio Martin Seligman, Mihály Csíkszentmihályi y Tal Ben-Shahar en México. Transcribo lo que escribí en su momento:

…debo confesar que la participación de Seligman me aterró. Todo aquello que se eleva a sistema me causa suspicacias, el atentado que suene a dogmatismo me pone la piel de gallina, y a pesar de que mucho de lo que he leído de esta nueva corriente me provoca admiración, hubo un punto en que me sentí atrapada en el Mundo Feliz de Huxley: fue el instante en que el ex presidente de la American Pschyology Asosiation dijo que colaboraba con dos mandatarios: el Primer Ministro británico y el Presidente Obama; que el ejército norteamericano estaba siendo tratado en esta nueva forma de terapia y que tenía acceso a todos los estados de Facebook y Twitter.

Antes elaboró con su equipo un diccionario de todos los términos que denotan felicidad y se ha dado a la tarea de clasificar a partir de los estados y posts en redes sociales la felicidad de los usuarios. Con ello hizo listas de la felicidad por profesiones. Antes ya tenía una página de Internet que se llama authentichappines.org donde de forma voluntaria todo habitante del planeta podía medir su felicidad gratuitamente y creó con ellos una enorme base de datos para medir la felicidad por naciones.

¿Seremos obligados a ser felices? El filósofo Pascal Brukner ya nos advertía de esto en su libro Felicidad perpetua sobre la obligación de ser felices. Creo que los aspectos más sublimes de los seres humanos se dan en libertad y de modo espontáneo.

Me gusta la psicología positiva, pero temo que me obliguen y me auditen la sonrisa.

Muchos críticos de esta presunta ciencia juzgan su falta de rigor y su expansión política, el ingrediente principal de “una industria global y multimillonaria… En cuestión de muy pocos años, la Psicología Positiva había conseguido lo que ningún otro movimiento académico había logrado antes: introducir la felicidad en lo más alto de la agenda académica e inscribirla como prioridad en las agendas sociales, políticas y económicas de muchos países”.

Vida y muerte. Gustav Klimt

Antes de discutir su influencia política o su naturaleza perversa como herramienta neoliberal, que es la sentencia de Happycracia, acabemos de resumir o al menos observar sus rutas:

  • Individual o colectiva. La capacidad de ser artífice y propietario de nuestro porvenir o lo que los psicólogos llaman agencia es un componente importante de la sensación de bienestar; sin embargo, necesitamos de los demás para ser felices, no en balde en la mayoría de las encuestas sobre el tema la familia y los amigos son determinantes. La actualidad nos conduce hacia el individualismo. En nuestro mundo líquido las relaciones se vuelven flexibles, las obligaciones sociales relativas y la libertad personal gana espacio, pero la ecuación “a mayor libertad, más soledad” se devela certera. Por tanto el delicado balance entre lo público y privado es una frontera compleja que nos lleva a exclamar: “ni tanto que queme al santo… o ni muy muy, ni tan tan”. Es aquí de donde la manipulación política y comercial echa mano. En primera instancia, al hacernos creer que la felicidad es enteramente nuestro derecho y responsabilidad. Para la publicidad es una solución que se vende empaquetada y que está a la distancia de una firma o moneda; en terrenos políticos, neoliberales o populistas se explota la ventaja de “acomodar” sus mediciones al relativismo que enmascara las fallas de gestión pública haciendo sentir al ciudadano incompetente si no experimenta la dicha. Es aquí donde el talante que pone a prueba nuestra disposición para ser felices nos lleva a sentir culpa por un voto mal empleado, por una crema mal aplicada, por no sentir la algarabía de un nuevo auto o por no ser tolerantes con nuestros gobernantes. Presumiendo un individuo impertérritamente alegre que debe experimentar culpa o locura al no serlo. De aquí podemos hacer una importante disección: puedo tener la capacidad de ser optimista, incluso de encontrar ventajas ante la tragedia, pero eso no me obliga a claudicar en mi lucha o derecho por una “felicidad política” (aquella que podemos etiquetar como derechos humanos) o colectiva. Puedo, por ejemplo, sentirme feliz, pero, en lo íntimo más profundamente decepcionada con la perspectiva nacional o con la condición de la mujer en el mundo.
  • Simbólica o hedónica. La Psicología Positiva nos dice y concuerdo, que tener un hijo no aporta felicidad hedónica sino todo lo contrario. Algo de eso intuyen las nuevas generaciones que prefieren perrhijos a seres humanos: la carga de responsabilidad compromete la libertad que es hoy un valor estimadísimo. Así podemos considerar que un hijo reporta poca felicidad hedónica por la responsabilidad que implica; sin embargo, la felicidad simbólica que involucra la trascendencia, la consumación de una historia de amor, o la convivencia con un ser que depende emocionalmente de nosotros, ha sido muy valorada por nuestra especie, seguramente algo que genéticamente viene implantado en nuestra necesidad de permanencia en este bello planeta. En ese sentido cabría observar que cada época tiene ponderaciones distintas de las virtudes humanas, de los estilos de vida, por tanto, la experiencia física o simbólica de este precioso estado que hemos dado en llamar felicidad es complejo.
  • Como disposición de ánimo. Ser una persona “positiva” es altamente valorado en nuestra sociedad de consumo. La propia Psicología Positiva busca descubrir la fuerza del optimismo como indicio de rentabilidad política y fuerza laboral. La alegría se convierte en energía de trabajo, como los enanitos de Blanca Nieves cantando Hi ho al trabajar. Personalmente no estoy tan convencida, creo que la motivación tiene diversos tonos. En este rubro coincido con los estoicos en esperar poco, en procurar tomar distancia emocional. Prefiero el optimismo que busca caminos al pesimismo que cierra puertas. Al final, como decía un antiguo jefe, hay que ser optimista ante los pesimistas y a la inversa.
  • Temporal. Uno de los problemas más complicados para asir un sentimiento tan complejo es lo que involucra la temporalidad. ¿Es la felicidad concebida igual, entre los griegos, entre los medievales, mi generación X y la Milenial o la Z? ¿Es lo mismo estar alegre que ser feliz? El sociólogo Philip Zimbardo tiene un estupendo libro que se llama La paradoja del tiempo, en él nos hace conscientes de que el tiempo es una construcción distinta entre culturas y entre personas. Habrá quienes ponderamos el presente sobre el futuro, los que se inclinan a vivir de la nostalgia y culturas proyectivas que viven planeando el día siguiente. Por otro lado, el economista Daniel Kahneman distingue entre el pensamiento rápido y el lento, y en ese sentido podemos hablar de un yo narrador y un hoy presencial. Así la entidad personal que vive en presente se nutre de la felicidad hedónica, mientras no experimente malestar la pasa muy bien. Es cuando el proyectivo yo narrador lo molesta sobre los planes futuros que lo saca del bienestar presente. O podemos pensar que, en una bella fiesta, mientras el indolente yo presencial la pasa magnífico, el narrador decide recordarle una tragedia pasada que le agüita la fiesta. Al ser temporales, nuestras evaluaciones nos atraviesan. Queda entonces la pregunta de Wilde: ¿Qué prefieres: el placer de un instante o el dolor que dura para siempre? Como hemos dicho en las entregas anteriores los griegos evaluaban la felicidad al término de una vida en una especie de justa que proclama una historia heroica sobre una trágica.
  • Como virtud o como venganza. Tendemos a pensar en la felicidad como algo noble o benevolente, pero existe una poderosa felicidad mezquina que deviene de ver sufrir a tu enemigo o semejante. Imperios enteros, proyectos completos se han nutrido de este sentimiento, desde el Conde de Montecristo hasta ya saben quién. Existen pocos estudios sobre esta pasión inconfesa, justamente porque pocos nos atreveríamos a confesar que detrás de la risa que celebra la caída del otro se esconde una cascada de superioridad feliz.
  • Como compensación. Es innegable aceptar que la felicidad se viste de oposición. Cuando nos toca experimentar una tragedia, el fin de ésta se reviste de una alegría pacífica que nos regresa a la simple gratitud de estar con vida y sentirnos bien. Algo que hoy, más que de camisa toma la forma de una cura o vacuna. Eso explica la famosa Vaxxie o selfie de la vacuna que se cuelga en miles de redes sociales.
  • Cultural. Existe una tribu budista en la India donde las niñas llevan a cabo un ritual para convertirse en monjas. Uno a uno arrancan de raíz cada pelo de su cabeza hasta quedarse calvas. El dolor es absolutamente ignorado bajo el significado, la alegría se dibuja en sus rostros a pesar del doloroso trance. Hablamos aquí nuevamente de la felicidad simbólica, pero privilegiada por una narrativa cultural. En la Ciudad de México se acaba de inaugurar un museo de la selfie, a donde miles de capitalinos asisten con su celular en mano para posar en escenarios diversos y exhibir en redes sociales una felicidad instantánea, pero perdurable, que reviste su aparador personal.

El final del cuento

El cuento de Tolstoi termina con la pregunta del hijo del Zar:

—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!

—Señor—contestaron apenados los mensajeros—el hombre feliz no tiene camisa.

Conscientes de que no existe la camisa de felicidad seguiremos hablando de ella en la próxima entrega, pues ello me hace muy feliz.

 

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