Hace unos días en el periódico mexicano Reforma una nota tenía como título: “Revela ‘secreto’ joya de Vermeer” (3 de octubre de 2024). Era un fraseo para atraer mayorías incautas de lectores. El breve texto —a duras penas trabajado de boletín de agencia— afirmaba que en La Haya, Holanda, comisionados por la Galería Real de Pinturas Casa de Mauricio (“Museo Mauritshuis”) un grupo de “científicos” habría “revelado el secreto tras la fama de La joven de la perla, del pintor Johannes Vermeer”. El “secreto” consistiría en un “fenómeno neurológico” por el cual los espectadores verían primero el ojo, después la boca y finalmente el arete de perla de la mujer retratada, triángulo en que el contemplador quedaría capturado. Pero lo que es revelador es la cadena de personas e instituciones —burócratas culturales, “científicos”, periodistas y consumidores de noticias— dispuestos a reducir lo que plantea el reto del misterio a ser mero suceso ópticomental (equivalente al conocimiento elemental de un diseñador para conducir la mirada). Es afirmar que la existencia de un truco resolvería una pregunta que persiste insoluble o sin respuesta que genere gran consenso. ¿Por qué son fascinantes e importantes las artes?
A la actividad neurológica observada ante La joven de la perla (1665-1667) los autores del estudio la nombraron “bucle atencional sostenido”, pues el interés por ella resultó más prolongado al registrado por otros cuadros del mismo museo. Medios como France 24 —de carácter internacional— también difundieron el equívoco en términos de develación de un secreto. Sin embargo, un periódico serio como The Guardian ni siquiera encabezó la nota refiriendo la supuesta solución del problema estético, sino aludiendo a otra parte del estudio: que la gente se emocionó más al ver pinturas originales que sus reproducciones en la tienda del museo. Un enunciado de la versión de Reforma —aunque matizaba “científicos creen haber revelado”— le daba un aire científico a la cuestión al afirmar que el resultado se basaría en “medir el efecto de la obra en el cerebro”. En The Guardian también se trató de una nota menor y, acorde al izquierdismo del medio, el texto concluía manifestándose contra recortes de fondos públicos a la cultura. Aun así, desde un periodismo más apto The Guardian —y hasta France 24— consignaban un dato que podía llevar al lector a encontrar que la investigación no fue un proyecto universitario sino de empresas que se describen, una como “agencia de neuromaketing” y otra como “empresa de investigación” también de “neuromarketing”. El objetivo del estudio no era el conocimiento desinteresado.
La investigación tuvo varias debilidades. Al parecer sólo se examinó la reacción de entre diez y veinte voluntarios, es decir gente que se ofreció a sí misma, no personas necesariamente seleccionadas con rigor. Puede ser una muestra insuficiente para representar algo significativo. Tampoco se consignó qué se hizo para evitar la distorsión de los resultados. No es improbable que la mayor atención a pinturas originales —“10 veces más fuerte que ver un cartel”— y el tiempo contrastante dedicado al cuadro más famoso de la galería dependiesen de predisposición hacia lo inculcado como de interés. Los prejuicios son potentes determinadores hasta de emociones que creemos naturales.
Hay un conflicto de interés en que una galería nacional comisione un estudio que asegura que es más intenso ver un original que una reproducción: termina en política de promoción del turismo al sugerir ver pinturas originales como única experiencia deseable. Claro que hay elementos favorables a la contemplación en una galería (esto lo reconoce Liselore Tissen, estudiante de doctorado involucrada en la investigación). Pero más allá de eso, con estas notas de periodismo deficiente, la Casa de Mauricio llamó la atención sobre la presencia de La joven de la perla en su acervo, lo que seguramente contribuirá a que el espacio sea tomado en cuenta por visitantes a La Haya. Es lo esperable de un museo nacional: el director cumple su deber, el arte es casi un pretexto. Pero la respuesta a por qué una obra de arte produce encanto es distante de los trucos del diseño, la publicidad y el embuste electoral.
II
Hay cuando menos dos alternativas contrarias —o al menos aparentemente adversas— al facilismo de ofrecer pseudociencia para resolver el problema de acercarse al arte y otros fenómenos fundamentales. El amor no es sólo adictivo impulso neurológico con revestimiento y desatino cultural sino mucho más, por ejemplo, ideal de vida. Las artes entendidas no como cualquier práctica de ciertas disciplinas —un cantautor popular no es un poeta, aunque cautive a millones— sino su extremo radical de exploración de la especificidad de un medio en interacción con su tradición, proyectándola a nuevas formas y en conjunción con una descarnada introspección de vivencias; hace que las artes tampoco sean reducibles a trucos efectistas, ni siquiera cuando las obras los contienen.
Mecánicamente o con mayor o menor vehemencia puede defenderse algo a que se apela como el misterio. Es hablar de un supuesto dando por hecho que trascendería cualquier posibilidad de explicación. Esto coloca a las artes en dimensión similar a la inaccesibilidad de los enigmas religiosos. Algunos se expresan de esta forma con plena convicción, son los menos y, poquísimos entre ellos, excepcionales. Pero también hay multitud de personajes —que constituyen mayoría entre los “creadores”— con discursos semejantes que repiten sólo por inercia. Tienen más o menos gracia y logran diversos grados de persuasión. No obstante, son como puestas en escena de lo más convencionales: cualquiera las “goza” porque son familiares, sin desafío. La reproducción de estos discursos está favorecida por lo bienvenidos, celebrados y defendidos que son por diversos públicos. Cualquiera aprende a hablar de estas maneras. Pero regodearse en el misterio —o apelar a la intuición como recurso comodín— se queda corto, está tan alejado de la sustancia mística como la abrumadora mayoría de las ceremonias religiosas.
La estrategia de impactar con una frase es propia de tareas como la publicidad —“se revela el secreto”— y la palabrería que busca el poder burocrático. Esto es independiente de las obras, aunque las sustente, pues atañe a la actitud del artista ante su mundo. No es que cada artista deba ser filósofo del arte. Pero sí necesita formular una poética personal: sin ella está ausente la vitalidad y persiste el acuerdo con ideas de las artes dominantes —y con parafernalia social alrededor de ellas— cuando lo que requieren es ser confrontadas y superadas. Es plausible que esto conlleve alguna inadaptación, pero no la histriónica. En esta región puede residir la importancia de las artes.
Hay deberes entre quienes abordan el arte como objeto de sus palabras, todavía más si hay vocación teórica. Uno es evadir pseudoexplicaciones con prestigio que no están limitadas a las que provienen de las ciencias (aunque no es imposible que éstas algún día aborden el misterio sofisticadamente, encontrando que podríamos vivir en un engaño). Otro deber es no conformarse con los discursos establecidos sobre las artes, sino —igualando la radicalidad de artistas genuinos— buscar la exterioridad de lo convenido, identificando y criticando la mediocridad imperante en cualquier tiempo. Pensar —y disfrutar— el arte es tarea permanente, quizá condenada a no conocer fin, pero sí claridad, incluso la luz, así sea solitaria y anacrónicamente.