Ahí están, como el bamboleo de la falda durante una noche festiva o como el traje de torero reluciente para la faena. Parecen plañideras que interpretan el mismo llanto como un rito sino es que muñecos de ventrílocuo o marionetas de vodevil. Son como grillos. Es sencillo atrapar sus canturreos ya que casi siempre emplean los mismos para ejecutar la partitura que les incite, buena parte de estos se ejecutan para insultar a quienes no piensan ni actúan como ellos. Son actores, vamos, que en sus genuflexiones gustan de llamar la atención a partir de colocarse por encima del hombro de los demás y así mirarlos, con una supuesta superioridad moral que sólo infunde el fanatismo. Se presentan de distintas formas: como voceros del “pueblo” o de la “sociedad civil”, conscientes, patriotas o nada más progresistas, como si “pueblo” o “sociedad civil” fueran un monolito, o la patria no tuviera ninguna otra sonrisa más que la suya. Pero sobre todo: no son progresistas sino profundamente conservadores.
Viejos o jóvenes, su pose políticamente correcta no puede ocultar su lenguaje aherrumbrado, ese aroma a hierro oxidado que despiden cuando sostienen que “el pueblo” a través del voto debe decidir sobre los derechos de los homosexuales o la legalización del aborto. Ese olor a vetusto desprenden cuando se dicen feministas y agachan la cabeza cuando algún líder suyo se muestra abiertamente misógino, se agazapan como el niño regañado bajo la mesa porque es lo que exige la disciplina del partido o porque no pueden ni deben dar armas al enemigo de la causa, así lo dicen.
Esas personas son como los personajes de Huxley –creo que muchos de ellos no sabrían de qué hablo– que en un mundo feliz siempre actúan igual y que aducen que el divertimento y la duda son debilidades humanas, atentatorias del promisorio orden que ellos sí representan sin sombra de flaqueza. Semejan al niño del tambor de hojalata que se niega a crecer porque el mundo es detestable y cree que lo cambia si modifica las palabras y deja de llamarle putas a las putas y viejos a los viejos. Pero si no le llaman a las cosas por su nombre menos aceptan la posibilidad de que una mujer u hombre decida vender su cuerpo y entonces pregonan que legalizar la prostitución es promover la trata de personas. Ojalá que no se enteren de Lolita o de La casa de las bellas durmientes porque son capaces de quemar sus libros (uno porque alienta la pedofilia y otro porque da revuelo a las suripantas).
Para ellos no hay dilemas, (casi) todo lo resuelven con proclamas o denunciando conjuras. El mundo se divide entre buenos y malos y ellos, desde luego, son los buenos, los que desafían a los poderes fácticos o desentierran el hacha contra la discriminacion que les convenga, sea o no cierta. Si les convienen denuncian alguna transgresión a los derechos humanos pero si no les conviene rumian su silencio de manera vergonzante. Al final de cuentas la realidad es sencilla para ellos: todo es culpa de la mafia, dicen, como cuando el niño lanza canicas a los soldaditos de plástico y siente que está ganando la guerra (lo digo a propósito porque eso es para ellos la política –y el periodismo– una batalla que debe librarse desde “la trinchera” de cada uno de esos iluminados).
Una pifia del enemigo la festejan con singular alborozo mientras que un yerro del aliado de la causa lo justifican porque equivocarse es de humanos, balbucean si aluden al tema porque regularmente miran para otro lado en su contumaz decreto de no flaquear ante el enemigo: así sólo importa el destino de 43 personas y no el de miles de desaparecidos, solo importan sus muertos y no los otros muertos, sólo importa una sola voz en el periodismo y no la existencia de la pluralidad informativa, por ejemplo. En esa lánguida concepción del mundo se halla buena parte de su ser conservador.
Esos seres de Huxley jamás reconocen errores, lo han notado ustedes, porque se sienten como aquellos jornaleros –eso sí enjundiosos– de Nicolai Ostrovski y sienten (la repetición de la palabra “sienten” es a propósito) que templan el acero através de sobajar al otro. Me divierte cuando difunden bulos informativos y levantan el puño para la lucha, digo, me divierte porque su silencio lo escucho hermoso una vez que ha quedado claro que se trató de eso, de un bulo informativo o una especulación de esas tan parecidas a las profecías de Rodolfo Benavides en donde lo mismo unos pobres indígenas ya no podrán usar sus propias ropas debido a una patética diseñadora parecida a Cruella de Vil, que el falso pregón de que habrá impuesto a la gasolina o la sentencia de que el huracán famoso aquel fue el resultado de una conspiración internacional.
Ahí están, en efecto, son tan previsibles como los grillos de otoño.