Este texto fue publicado el 22 de mayo de 2017
La noche se expande poco a poco entre la claridad del cielo, húmeda y apacible en la Ciudad de México, como en las horas serenas tras el decurso de la lluvia.
Este sitio está incrustado en el Hotel Regis, un complejo de Art Nouveau y Art Decó construido a finales del siglo XIX y punto de referencia durante la primera mitad del siguiente siglo para el político que pretendía signar acuerdos del más alto nivel y, acaso sobre todo, para el público embelesado al escuchar al tenor Pedro Vargas y Agustín Lara, el poeta a quien aplaudió cada que pudo nada menos que Edith Piaf. El lugar se llama “El Capri”, son los años 70 y hoy brillan las marquesinas como todos los viernes cerca de la media noche en la avenida Juárez a un costado de la Alameda Central.
Estamos en penumbras, o casi, cuando las baquetas rozan los címbalos con una persistencia similar a la de los aplausos. Se escucha “El hombre del brazo de oro”, (tururururú, tan, tarán, taran tan tán, turururú…) y, entonces, entre tenues cabrilleos los aplausos se despegan de los címbalos, primero con murmullos y luego con voces festivas. Esta noche no la alumbra Mora Escudero con su baile flamenco y sus piernas de marfil, no está la opulencia de Grace Renat ni la delgadez vigorosa de Wanda Seux con su admirador, el profesor Carlos Hank González (quien además busca el cobijo de Olga Breeskin). Lyn May tampoco, sus horcajadas sólo eran para los teatros Iris y Blanquita igual que el célebre baño en una copa de champagne de La Princesa Lea, amante de “El Negro” Durazo; ellas no eran para “El Capri” a donde solo asisten las diosas mencionadas, entre las que debo agregar a Thelma Tixou y sus labios belfos que subrayan sus imponentes turgencias ebúrneas.
Estoy sumido en la francachela con los amigos esta noche, entre las inmundicias del espíritu que buscan el amor fingido o el simple acto de mirar mujeres como joyería de fantasía, que ni la tengo conmigo ni aunque la tuviera sería auténtica. Me explico: quisiera estar con Angélica Chain y acercarme a su belleza rubia inmarcesible (con el mismo fervor que ahora me suscita Elsa Aguirre, quien jamás estaría por estos lares, soy realista). Pero no, hoy en la pista no está ninguna de ellas. En esta ocasión se encuentra María del Rosario Mendoza, sí, nada menos que Rosy Mendoza; les decía, suena “El hombre del brazo de oro” y contonea el cuerpo a un ritmo semilento, con sus brazos rodeados de pulseras doradas, puestos a los lados y con las palmas de las manos arriba, de la cadera que oscila al ritmo de los platos y las trompetas.
Los meseros deambulan como abejas transportando whisky, ron y champagne, sobre todo a quienes tienen dinero y pueden convocar la compañía de quien fuera. Junto con mis amigos resalto la cintura de esa mujer yaqui, les digo que leí en Novedades que mide 57 centímetros y con donaire de experto agrego que su entorno calipigio abarca casi el metro. Ahí está frente a nosotros ahora, drolática, holgada entre la irisación del arcoíris, baila el mambo que le compuso Pérez Prado, es la apoteosis, por lo que brindamos a la “salucita, salucita…” de Adalberto Martínez “Resortes”, quien le enseñó a bailar a este portento de mujer de cabello negro en cascada que nos mira con ojos encendidos y mueve la espalda hacía nosotros en tanto encoge hacía arriba la cadera como si recibiera a cualquiera de nosotros en la esquina de una habitación oscura. Intrépida, anhelante, con las gotas de sudor que titilan de su frente.
Rosy Mendoza termina su baile, y en medio del estruendo y las miradas jocundas se sienta a la mesa con un diputado que la recibe con champagne. Entonces las mariposas inician su revoloteo y cada uno de nosotros atrapa a la suya de la mano o la cintura al ritmo de la Santanera:
Fue en un cabaret
donde te encontré bailando
vendiendo tu amor
al mejor postor
soñando…
Estoy con Mónica, sin importarme que el sablazo no tarde; me gusta su mirada altanera y su bruñida figura esculpida en amarillo, su rostro moreno y su figura sinuosa y fresca; creo que apenas rebasa los veinte como yo. Tiene los hombros huesudos y una sonrisa ajena que sólo me mira desconcertada cuando pregunto qué sucederá al paso de los años con todas estas estrellas del burlesque y el vodevil, qué ocurrirá con sus caras deslumbrantes y sus cuerpos firmes o su sonrisa de bisutería, y también dónde quedará todo ese clamor que las convoca con nosotros. Mónica y yo, no podemos adivinar ese futuro y mejor, unos minutos después, nos internamos al relente de esas noches serenas que, en épocas como estas, tiene la Ciudad de México. 21 de marzo de 1975.
PD. A veces uno escribe para no olvidar, y a veces también uno escribe para recordar lo que nunca sucedió, nada más porque le hubiera gustado haberlo vivido. Así es que a veces uno escribe también para vivir otras vidas, y recordarlas así.