En fotografía no existe la imprecisión. Todas las fotografías son precisas, pero ninguna es la verdad. (Richard Avedon)
1. Aproximación
«Tienen que dejarme pasar. Soy fotógrafo». Tony Duffy repitió las palabras lentamente, intentando hacerse entender por encima de la barrera idiomática, mientras sonreía y agitaba su cámara delante de los ojos de los dos vigilantes. Los jóvenes, estudiantes universitarios que hacían las veces de guardas de seguridad, le observaban con una mezcla entre la diversión y la laxitud, pero le acababan de pedir la acreditación de prensa, así que puso en práctica el truco que le había servido para acceder a la villa olímpica. Lo importante era no mostrar la cámara con claridad para que no pudieran fijarse en que su pequeña Nikkormat era mucho más sencilla que las aparatosas máquinas que llevaban los fotógrafos profesionales. Porque Tony Duffy no era un fotógrafo profesional. No obstante, los vigilantes se miraron el uno al otro y, tras deliberar brevemente, le dejaron pasar con una palmada en la espalda. Atravesó el arco bajo el graderío y se apresuró por el novísimo tartán hacia la hierba detrás del foso de saltos. Como la mayoría de los periodistas estaban más interesados en la final de 400 que se disputaría después, encontró sitio en primera fila, a escasos quince metros de la arena y perfectamente enfilado. Se sentó en el césped y respiró con alivio. A las 15:20 de la tarde del 18 de octubre de 1968 el aire era fresco y liviano —especialmente liviano— sobre el Estadio Olímpico de México.
Al otro lado del foso calentaban los diecisiete finalistas de la competición de salto de longitud. El británico Lynn Davies, campeón olímpico en Tokio 64, sonría a los demás participantes y soltaba los brazos y las piernas en gestos bruscos, como queriendo despojarse de un golpe de la tensión previa a la final. Igor Ter-Ovanesyan, soviético de Kiev talonaba con los ojos cerrados a un lado de la pista, repasando mentalmente el salto de 8.35 que le hizo plusmarquista mundial justo un año antes en ese mismo estadio. Compartía el record con el disciplinado Ralph Boston, norteamericano de Mississippi y dominador de la prueba durante casi una década. Boston había conseguido el récord en 1965, fue subcampeón olímpico en Tokio y medalla de oro en los juegos de Roma 60; además, en sus piernas recaía el honor de haber batido, también en 1960, el legendario récord de 8.13 que Jesse Owens estableciera en 1935. Los tres eran medallistas olímpicos, los tres eran competidores formidables y los tres superaban el metro ochenta de estatura. Y los tres temían a un espigado chaval de veintidós años y 1.91 metros que miraba las nubes arremolinadas en el cielo de la capital azteca. Se llamabaBob Beamon y era el primero en saltar.
2. Batida
Las cosas pasan delante de ti. Ese es quizás el aspecto más misterioso y más maravilloso de la fotografía. (Annie Leibovitz)
Tony Duffy había escuchado hablar de Beamon tan solo unos días antes. Nacido en Londres en 1939, Duffy estaba en México disfrutando de unas vacaciones que le alejasen de su aburrido trabajo como contable en la capital británica. Hasta un par de años antes ni siquiera podría decirse que fuera fotógrafo amateur; solo usaba la cámara para hacer fotos a los lugares donde se iba de viaje y a sus novias ocasionales. Una de estas novias era la vallista Patricia Nutting, quien había representado a Gran Bretaña en los Juegos de Roma y Tokio. Fue en una competición local cuando Duffy se dio cuenta de que la fotografía deportiva se le daba bien. «Oye, son muy buenas. ¿Por qué no las mandas a alguna revista?» le animó Nutting. Dicho y hecho: una de las fotos de la carrera apareció en Athletics Weekly, le pagaron por ella y Duffy decidió que su nueva afición quizá podía significar algo más.
Nutting volvió a competir en México 68 y, aunque ya había roto con Duffy, seguían manteniendo una amistad cordial. Así que cuando supo que su antiguo novio estaba viendo los Juegos, le invitó a visitarla en la villa olímpica. Le prestó una sudadera del equipo británico y, gracias a la actitud distendida de la seguridad mexicana además del morro sideral que le echaron ambos, el contable inglés pudo colarse en el recinto y alternar con los deportistas haciéndose pasar por fotógrafo.
El ambiente en la villa olímpica era relajado y festivo y Duffy se mezclaba con los atletas y charlaba con ellos como si tal cosa. Una mañana se encontró en medio de una conversación entre la saltadora de longitud británica Mary Rand y los excampeones olímpicos Ralph Boston y Lynn Davies. Hablaron de la disciplina y de los favoritos y, sabiendo que a Davies le gustaba bromear con sus rivales —en parte por su carácter afable y en parte para intentar desestabilizarlos psicológicamente—, Boston contraatacó mencionando al joven Bob Beamon, quien le había derrotado en las últimas competiciones. «No dejes que explote» le advirtió «porque el tipo es capaz de saltar hasta el otro lado del puto foso». En ese momento, Duffy comprendió que tenía que ver a ese tal Beamon.
Bob Beamon llegaba a los Juegos como favorito porque, en efecto, había ganado veintidós de las veintitrés pruebas en las que había participado ese año. Sin embargo, al contrario que el académico Boston, el chaval era un saltador bastante anárquico, quizá porque su vida también había sido bastante anárquica. Nacido en Queens en 1946, a Beamon le crió la madre de su padrastro porque nunca conoció a su verdadero padre y su madre murió cuando él era un bebé. Antes de cumplir quince años, el pequeño Bob ya había sido miembro de una banda de delincuentes juveniles, había traficado con drogas en su barrio y había pasado varios meses en un reformatorio controlado por la Oficina para la Educación de los Niños Socialmente Inadaptados. Afortunadamente, un año después, el pequeño Bob ya había dejado de ser pequeño. A los dieciséis, Beamon medía casi un metro noventa, aunque apenas llegaba a los ochenta kilos. «Con esos brazos, esas piernas y ese cuello tan largos, parecía un calamar disfrazado de adolescente», diría de él Larry Ellis, el entrenador que le descubrió. Para cuando terminó el instituto en 1964, Bob Beamon era uno de los mejores saltadores de su edad a nivel nacional. Durante la etapa que pasó en la universidad, entre Carolina del Norte y Texas, Beamon fue puliendo la técnica del salto, pero nunca llegaría a ser su fuerte. A cambio, tenía una excepcional velocidad punta. A lo largo de esos cuatro años se dedicaría a explotar esa capacidad ayudado, entre otros, por su vecinoJohn Carlos, velocista de Harlem y amigo personal.
Cuando, el 17 de octubre de 1968, los atletas se disponían a competir en la calificación de salto de longitud, el nombre y la imagen de Carlos estaban en las portadas de todos los periódicos. Justo la noche anterior había ganado la medalla de bronce en los 200 metros. Al subir al podio, tanto él como el campeón Tommie Smithagacharon la cabeza y levantaron un puño enguantado en cuero negro bajo los acordes del himno de los Estados Unidos. Fue un acto trascendental, un momento que se recordaría como el más importante de la historia del olimpismo. Sin embargo, a la mañana siguiente, Beamon solo estaba preocupado por pasar a la final.
La calificación no fue un camino de rosas para el favorito. Tras cometer sendos nulos en sus dos primeras tentativas, ya solo le quedaba un salto para superar los 7.65 que marcaban el corte. Boston, que había pasado holgadamente, le dijo: «No te preocupes por la marca, tú bate lo más lejos posible de la tabla». Beamon saltó unos quince centímetros antes de la tabla y, pese a ello, se fue hasta los 8.18. El día después estaría en la final.
El 18 de octubre, Tony Duffy había llegado con bastante antelación al Estadio Olímpico; esa tarde se disputaba la final de salto de longitud y tenía claro que no iba a perdérsela. También tenía claro que, si era posible, iba a hacer unas cuantas fotos. Como todos los días, había conseguido entradas en el graderío general pero, tal vez por las nubes que amenazaban tormenta o quizá porque el evento que abría la jornada era precisamente el salto, el caso es que la mayor parte de los asientos estaban vacíos, incluso los de las primeras filas junto al foso. Era el momento perfecto. Se colgó la cámara del cuello y bajó apresuradamente hacia los arcos que daban acceso a la pista, dispuesto a colarse como ya había hecho antes en la villa olímpica. Seguramente solo tendría que pasar delante de un par de vigilantes de seguridad.
http://www.jotdown.es/2016/08/la-historia-la-mejor-fotografia-del-mundo-del-atletismo/