Venció Francia, que fue lo único que hizo en la gran final: ganar. La gloria, para Croacia, que hizo todo lo contrario a su adversario, jugar hasta que acabó reventada por el infortunio arbitral y un par de relámpagos de Mbappé en el segundo tiempo. Los éxitos no siempre son hijos del mejor fútbol, si se tiene por tal quien más amenaza en el área rival, quien mejor transita con la pelota y quien más bloquea el rancho de su portería. En todo fue superior la milagrosa selección croata durante gran parte del reto. Solo vencida tras las casualidades que le hicieron ir a rebufo de la bicampeona Francia.
Otra Francia mestiza como la de 1998. Y de nuevo como un himno a la integración. Croacia, con el corazón por bandera, quedó para la eternidad en el olimpo del fútbol. Hay subcampeones tan célebres como inolvidables. Aquella Hungría de Ferenc Puskas de 1954, aquella Holanda de Johan Cruyff de 1974. Y esta Croacia de Modric —etiquetado con justicia como mejor jugador del torneo—. Un cuadro balcánico llegado a la final de Moscú tras alistarse a última hora en una repesca con Grecia, pasar por tres prórrogas y dos tandas de penaltis. Marciano para un equipo con un caladero limitado a cuatro millones de habitantes. Croacia, ante una proeza tan alpina con unos reclutas con una edad media tres años superior a la de los franceses. Con todo, nadie disputó más minutos y rodó tantos kilómetros como estos croatas decididos a proclamar la heroicidad del débil.
La final no fue una excepción. Francia, que por algo no alistó a Rabiot y Payet, irrumpió en territorio ruso dispuesta a imponer su exuberancia atlética. Así fue de principio a fin. Con Griezmann como violinista, en esta selección predominaron las trompetas de un grupo de muy notables boinas verdes. De paso, el equipo de Didier Deschamps —tercero en ganar la Copa como jugador y entrenador tras Franz Beckenbauer y Mario Zagallo— explotó como nadie la pauta del torneo: seis de sus últimos nueve goles en Rusia se originaron con el balón detenido.
Contra el modelo francés nadie se rebeló más que Croacia, donde la pelota no para a pies de Modric y Rakitic. El sentido gregario le permitió competir como nadie hasta que notó una sacudida tremenda. Al cumplirse la hora, la realidad era la escoria de su ilusión. El fútbol tiene guiños inexplicables. Al descanso, no habría francés o croata capaz de argumentar la ventaja gala.
Francia ganaba a partir de la nada. Despegó con un gol en casa propia de Mandzukic —el primero en una final certificado de esa forma— tras una falta que se sacó Griezmann de la chistera. Un gol inopinado para un equipo encogido en su campo para hacer valer su hercúleo pelotón: Varane, Umtiti, Pogba, Kanté, Matuidi… Lo mismo le dio tener fuera de foco a Griezmann y Mbappé. El pelotazo no desordena, así que lo primero la manta en el entrecejo. Paradójico y relevante de lo que es esta Francia: por sus pies ha pasado el único 0-0 del Mundial (contra Dinamarca).
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