Toda campaña electoral implica ataques mutuos. Todo candidato, además de mencionar sus propias virtudes, señala los defectos que encuentra en sus competidores. La política se hace a partir de contrastes y, sometida a la construcción maniquea de los medios audiovisuales, acentúa la polarización. Las descalificaciones, que constituyen una forma de calificar, son parte del quehacer político. No son deseables desde el ideal de una deliberación sustentada en argumentos y capaz de apelar al razonamiento y no a la emotividad de los ciudadanos, pero tampoco son ilegales.
Las campañas negras propagan mentiras y/o rumores. Cuando así ocurre, se atraviesa la delgada pero siempre perceptible línea entre la discusión y la denostación. La imputación falsa de un delito constituye una calumnia. A un candidato se le pueden cuestionar su capacidad, lo que dice y calla, lo que promete, su trayectoria o alianzas. Todo ello forma parte de las apreciaciones subjetivas en las que abreva el debate político. Pero decir falsedades y, sobre todo, adjudicar acciones ilegales sin que se presenten pruebas que acrediten tales acusaciones, es incurrir en difamación. Las campañas negras se nutren de calumnias y difamaciones.
En México estamos tan mal acostumbrados a la discusión política que a menudo confundimos el intercambio de frases ocurrentes con el debate en profundidad. Y, en el otro extremo, con frecuencia se considera que toda expresión agresiva es campaña negra. Con tal criterio, hay candidatos que dicen padecer campañas de esa índole cuando no las hay. Esa se ha convertido en una forma (otra más) para eludir la discusión y decirse víctimas de persecución.
Andrés Manuel López Obrador y sus activos pero a menudo irreflexivos adláteres se quejan (“¡hay campañas negras!”) cuando arrecian los cuestionamientos en su contra. Para evitar que se extiendan las apreciaciones críticas, incluso llegan a actitudes de intolerancia y censura. El anuncio de una serie de televisión acerca del populismo, que según se dijo incluye un segmento dedicado a López Obrador, precipitó el enojo de ese candidato.
López O. dice que ya la vio pero los productores de la serie aseguran que no la ha podido conocer. El miércoles 25 de abril, en un mitin en Durango, afirmó que la serie fue pagada por varios empresarios y políticos para descalificarlo y que gastaron cien millones de pesos en esa producción. Después, en conferencia de prensa, dijo que el documental fue pagado con recursos públicos, “es dinero del presupuesto”, y que “el que lo hizo fue un francés”.
Si tuviera razón, López Obrador debería denunciar con claridad quién y cómo utilizó recursos públicos. Pero más allá de ese nada irrelevante detalle, la idea de que alguien haga una serie de televisión con esas características y con el propósito de perjudicarlo resulta un tanto tortuosa. Para llegar al capítulo sobre AMLO la serie se ocupa, según los productores, de Lula, Chávez, Perón. Trump y Putin. Incluir allí a López Obrador, que no ha ganado las elecciones, puede ser excesivo. También lo es, sin duda, aprovechar esos programas para contratar anuncios en camiones de transporte público.
Cuatro días más tarde, el domingo 29 de abril, el candidato de Morena cambió su versión acerca del documental. Dijo que si los productores revelaban quién financió esa serie, él les ofrecía transmitirla en el muro que tiene en Facebook. En otras palabras, cuando aseguró que era pagada por empresarios y políticos, y poco después al acusar que había sido financiada con dinero fiscal, López no tenía evidencias de lo que estaba diciendo. Tampoco tiene mucha idea de lo que cuesta una producción cinematográfica. Con 100 millones de pesos se podrían pagar cuatro largometrajes en México (el costo promedio de cada producción mexicana en 2017 fue de 24.8 millones de pesos).
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