La historia nos ha enseñado que con el comercio, las diferentes sociedades aprendieron, se conocieron (y pese a las guerras y el colonialismo) se diversificaron y prosperaron; desde la primera gran zona de libre comercio, Mesopotamia, y el primer gran mercado global, el Mediterraneo, las distintas civilizaciones pudieron conectarse; el entonces comparativamente más avanzado Oriente entró en dinámica con un Occidente que crecía en poderío y organización.
Hubo por supuesto momentos y civilizaciones que intentaron aislarse de esta corriente en una especie de autarquía activa, generalmente asociada o amparada en algún tipo de moral o filosofía política defensiva, pero que a la larga provocó atraso y pérdida de oportunidades, y por ende, no dio resultados duraderos.
Con las mercancías, el comercio abrió caminos a la difusión de las ideas, el acercamiento de culturas, pueblos, personas, naciones. Hubo enormes avances hasta llegar a organismos supranacionales como la Unión Europea, la Common Wealth, las regiones económicas modernas, etc.
Es por eso paradójico que en este siglo XXI haya adquirido tanta fuerza una especie de restauración autárquica que se desarrolla no sólo en lo económico sino que genera discurso político, y vuelve a posicionarse en nuestro mundo, por lo demás altamente globalizado por las comunicaciones y el comercio.
El Brexit y la salida de Gran Bretaña de la UE; Donald Trump, su muro y la permanente hostilidad contra los tratados multilaterales y la inmigración; el primer ministro de Hungría Viktor Orbán, que encabeza un régimen que ha impulsado cambios en la Constitución que han sido criticados en el interior y exterior del país por limitar la democracia y que ha provocado conflictos con la Europa unida, los ejemplos proliferan en ambos lados de la acera idelológica del mundo.
De acuerdo con Trump, la globalización sólo ha servido para que otros países, otros ciudadanos, otros trabajadores, se aprovechen de EU y su potencial, y practiquen la rapiña. “Hagamos que Estados Unidos sea grande de nuevo”, rezaba su principal eslogan de campaña.
Es en este contexto que ahora ha comenzado un conflicto global en materia de comercio de acero y aluminio, al establecer aranceles de 25% y 10%, respectivamente, inclusive contra sus socios directos en el TLCAN, Canadá y México, tratado comercial que por lo demás también pende de un hilo en una negociación cada vez más delicada.
La autarquía, que vuelve es una tendencia que ataca la globalización y el dogma liberal del comercio libre no solo en cuanto a las mercancías. Alcanza también a los valores, y por eso, cada vez que Trump o sus homólogos locales hablan o toman una decisión, nos dejan la incómoda sensación de que también retrocedemos en la tarea de mejorar la condición humana.
Andrés Manuel López Obrador, el candidato presidencial que a 30 días de la elección lidera las encuestras en México, declaró recientemente que “ya no vamos a comprar en el extranjero lo que consumimos, vamos a producir todo en México para que de esta manera no haya tanta fuga de divisas”.
No fue una idea suelta señalada por accidente; además de que ha sido reiterada en varias oportunidades, es consistente con otra de sus ‘tesis’ más caras, la de rehabilitar y/o construir hasta seis refinerías para producir la gasolina que consume el país y dejar de importarla.
Si la receta se refiere a todos los productos que se consumen en el país, significaría regresar al esquema de sustitución de importaciones, cerrar la economía porque se producirían internamente los productos que actualmente se importan y, dada la capacidad de producción del país, se tendrían que dejar de producir las cosas que ahora se exportan, tal como ha señalado el consultor Francisco Padilla Catalán.
Dado el contexto de integración de México (12 Tratados de Libre Comercio que incluyen a 44 países), no parece una opción muy viable. “Si la declaración se acota al tema agrícola tampoco hace mucho sentido. Actualmente exportamos más productos agrícolas que lo que importamos. En 2017 las exportaciones fueron 15mil 973.6 millones de dólares y se importaron 12mil 278.1 millones de dólares; (es decir, que) vendimos al exterior tres mil 695.5 millones de dólares más de lo que le compramos a otros países”, añade Padilla.
Los principales bienes agrícolas de exportación son el aguacate, jitomate, las legumbres y las hortalizas. Las importaciones de maíz ascendieron a dos mil 851.8 millones de dólares, que es un poco menos del monto exportado de aguacate. En los últimos tres años exportamos más productos agrícolas de los que importamos; en el primer trimestre de 2018 las exportaciones, medidas en dólares, se incrementaron 55%.
Los alimentos que se importan, como el maíz o el trigo, cubren una producción interna que es insuficiente, pero importar es más barato que producirlo. “Por lo tanto, si se desea incrementar la producción de esos productos habría que aumentar el precio que se le paga a los que los cultivan; eso implicaría subir el precio al consumidor o que el gobierno les dé un subsidio”, explicó.
Y eso nos lleva a otra de las ideas que han estado surgiendo en el debate: los precios de garantía que ha propuesto AMLO estarían fomentando una actividad en la que, por características geográficas, de clima y tecnológicas, no somos competitivos.
Si el sector agrícola ya tiene una orientación hacia la exportación y genera más divisas de las que se utilizan para importar alimentos, no tiene sentido cambiarle el rumbo cuando se ratifican acuerdos de libre comercio, como el recientemente firmado con la Comunidad Europea y el Acuerdo Transpacífico.
En suma, la autarquía alimentaria es regresar a la política de finales de los años 70; ¿se acuerdan del Sistema Alimentario Mexicano? Ingentes recursos, vía subsidios y precios de garantía, para sustituir importaciones de alimentos y llegar a la autonomía alimentaria. Los resultados fueron pésimos: no se logró la meta y tampoco se consiguió de manera sostenida mejorar la balanza comercial agrícola.