Celia Montalván. La Friné que desafió a la Habana

Cuánta gente habrá visto andar por las calles de la capital a Celia Montalván cuando aún no tenía el áurea que la convertiría en uno de los más grandes símbolos de los años 20 del siglo pasado.

Celia era una joven de clase media, amable y sencilla, cuyas raíces crecieron en esos parajes urbanos, desde agosto de 1900. Así compartió el azoro del público con el circo Orrin y el payaso Ricardo Bell, el teatro y los globos aerostáticos además del avance de la ciencia. No podía adivinar que ella sería ícono de los nuevos tiempos y que, a pesar de que su padrastro se oponía al destino, tendría el apoyo de las formidables María Conesa, “La Gatita blanca” y Mimi Derba.

Carlos Monsiváis anotó así el fenómeno de masas en el que devendría la artista: “Pregonadas a la salida de los teatros, las fotos de Celia Montalván, que complementaban selectivamente las de sus mayores rivales, fueron materia prima de una pequeña industria de la admiración, que expresó, a su fascinado modo, un amplio vuelco de la sensibilidad”.

Celia Montalván debutó a los 18 años con el dueto “Las Walkirias” y luego desarrolló papeles secundarios en revistas semanales. Su primer estelar sonó en el teatro Lírico, en diciembre de 1920: en El jardín de Obregón catapultó “Mi querido capitán”, cuplé escrito por José Alfonso Palacios para criticar al “Manco de Celaya”, lo cual fue una insensatez aunque por eso, su cándida coquetería y sus extremidades marmóreas, la tiple sedujo a los políticos que la vieron como franquicia de poder.

De un esplendor “escalofriante”, según la prensa, Celia provocaba “revueltas y estragos al recorrer la pasarela del Lírico”. Los días en los que recorría las calles de Plateros buscando aretes o de Tacuba comprando gotas de jazmín para el spleen habían quedado atrás. Ahora nada tomaba en serio, ni a ella misma. Era un colibrí colorido. Fueron muy comentados sus romances con el torero Juan Silveti y con el general Enrique Estrada, secretario de guerra de Obregón. Pese a no contar con la versatilidad de Guadalupe Rivas Cacho, Delia Magaña o Amelia Wilhelmy, su carisma la convirtió en la estrella del teatro frívolo y la multiplicación de su imagen la hizo precursora de los símbolos sexuales.

Celia Montalván vivió en la controversia. El 4 de agosto de 1926 protagonizó un escándalo en La Habana, Cuba, con la obra “Desnudos para familias”. En ésta representó la escena en la que Hipérides mostró el cuerpo corito de Friné a los jueces para preguntar si ella sería capaz de alguna maldad. Las autoridades cubanas consideraron nefando el cuadro y consignaron a Celia por impiedad. Es decir, a la tiple le pasó lo mismo que a Friné en el 336 AC. Incluso igual que la hetaira griega pagó la fianza sin pisar la cárcel. (Nada más le faltó ofrecer la reconstrucción de la isla como cuenta la leyenda que hizo Friné: reconstruir las murallas de Tebas pero que en éstas estuviera la frase: “Destruidas por Alejandro, restauradas por Friné, la cortesana”.)

En los años 30, Celia Montalván mitigó su vehemencia. Hizo cine en Francia, la dirigió Jean Renoir (Toni, 1935). De regreso a México filmó El milagro de la Guadalupana (1925) donde personificó “con gracia, malicia, soltura y elegancia”, según la crítica de la época, a una bayadera descocada. También filmó Sangre mexicana y Club Verde (1944), para retirarse poco después. El 14 de noviembre de 1938, Jueves de Excélsior reprodujo el fragmento de una plática que la diva concedió a La Voz de Madrid:

“Celia Montalván está conmigo en un café de esa antigua Plaza Real, todavía de Barcelona, que parece, con sus arcadas y sus palmeras, una plaza colonial mexicana. Llevo conmigo el libro de Michel Georges Michel Les autres Montparnós, en cuya cubierta aparece Celia Montalván con botas altas, traje de rompe y rasga, chambergo haldudo y en la mano un revólver imponente, cantando ante un grupo de revolucionarios mexicanos bigotudos y patibularios. A Celia Montalván le ríen los grandes ocelos de almendra y la boca linda ante aquella imagen arbitraria.

-Ese Georges Michel es un hombre fantástico.
-Pero usted ha vivido historias extraordinarias.
-No.
-Sí.
-Algunas, lo confieso. Por ejemplo, he cantado ante Pancho Villa. Verá usted…

Celia Montalván se alza el velo como si lo recogiese con la mirada al levantarlos en un gesto de hacer memoria, y muy seria, casi con aire de férvida oración, va desgranando sus recuerdos.

-Un día…
-¿De qué año? De 1925. Íbamos de “Tournée” por las rutas de México cuando de pronto el tren se detuvo, sonaron unos disparos, se oyeron ruidos de cristales rotos y voces espantadas gritando: “¡Pancho Villa! ¡Las tropas de Pancho Villa!”, “¡Abajo todo el mundo!” Abajo, al andén, fuimos todos. Los revolucionarios se apoderaron de nuestros bagajes apuntando nuestros nombres y nuestra profesión… ¿Una compañía teatral? La noticia pasó de soldado en soldado hasta llegar al General Pancho Villa, que compareció ante nosotros. Era un hombre recio, con bigote azafranado y lacio, vestido a la mexicana, y por la frente, saliendo bajo el ancho sombrero, unos rizos bermejos; montando en la cadera el revólver, y en la cintura, en cruz y sobre el pecho, las cartucheras. Aquel hombre se veía que era el jefe, que no podía ser más que el jefe, brutal, fanático, encegado, pero el jefe. Con su voz ronca se dirigió a los viajeros:
-Todo queda confiscado: el dinero y los equipajes.
-Nosotros somos artistas.
-Confiscados también. ¡Ea! Al campamento. Esta noche tendremos función.
Las mujeres temblaron. Pancho Villa no hacía la guerra a las mujeres, sino el amor, un amor expeditivo, y nosotras éramos muy jóvenes. Sus soldados levantaron un tabladillo y allí, en medio de la tropa, bailaron las “girls” y canté yo. Canté “La cucaracha”, naturalmente, y “Valentina” y “Adelita”. ¿No conoce usted “Adelita”? ¿No? Se ha de entonar con un “allegro”, pero posee su música un dejo melancólico que se mete en el alma.

Celia Montalvan acerca su silla a la mía y canta en voz baja “Adelita”. Una nota de marcha militar y otra de cantar tropical, himno y romance, melancolía y bravura:

Si Adelita se fuera con otro,
La seguiría por doquier sin cesar
Si por mar, en un buque de guerra,
Si por tierra en un tren militar

– Perdóneme usted, me he desviado… Aquella noche canté ante Pancho Villa y para Pancho Villa que hacía coro a mis canciones revolucionarias. Tan contento quedó, que nos devolvió a todos equipajes, joyas y dinero, y permitió que el tren a la mañana, reanúdase su marcha. Fue aquel uno de los tantos rasgos humanos del gran guerrillero”.

Carlos Monsiváis es quien ha hecho la mejor descripción de Celia Montalván:

“La Montalván, belleza de tipo popular, no muy fina, de sensualidad estatuaria, a punto siempre de desbordarse en carnes, pero disciplinadamente mantenida en la orilla. De su historia personal poco se recuerda. Nació en 1900 en la ciudad de México, y estudió danza clásica junto con sus hermanas Marina, Issa y Tessy (nombre artístico, las hermanitas Marcué). Pese a la oposición de su padrastro se dedica desde muy joven al teatro, con éxito inmediato. Viaja por diversos países latinoamericanos y forma su propia compañía, que llega a Estados Unidos y Europa. En los años de su apogeo, se atiene a la costumbre prevaleciente: una gran vedette debe relacionarse con un político encumbrado, Chela Padilla se casa con Luis León, el amigo de Calles; Delia Magaña se deja ver con el general Francisco Serrano y, rememora María y Campos, ‘en el mismo Teatro Lírico, era frecuente ver en el camerino de la tiple Celia Montalván al general Enrique Estrada, Secretario de Guerra con Álvaro Obregón, y era más fácil tratar con él en ese cubículo asuntos militares que en su propio despacho de secretario de Estado’. Estrada se rebela contra Obregón, se exilia, y la Montalván entabla una célebre (y álgida) relación con el torero Juan Silvetti (o Juan sin miedo). En los treinta, al ver su fama en declive se instala en Hollywood, donde participa, sin mayores resultados, en dos películas hispanas: El proceso de Mary Dugan (1931, de Marcel de Sano) y Don Juan diplomático. En su campaña de lanzamiento, Celia toma parte en un espectáculo benéfico en el Luna Park, cantando y encerrándose en una jaula con tigres y leones”.

En 1944, Celia Montalván participó por única vez en una cinta mexicana. Fue terrible. Se llamó Club verde (el recuerdo de un vals), dirigida por Rolando Aguilar. Trata de una evocación nostálgica que no reverdeció laureles donde interpreta a una vedette traidora durante la Revolución. Su última actividad fue en un corto donde se introdujo en la jaula de un tigre. Al retirarse fue una dama rica que no auspició conversaciones sobre el pasado. Quedó sumida en sus recuerdos y tal vez volvió a caminar sola las calles de la ciudad. Murió en 1958.

Sin el apoyo de discos y películas, el personaje Celia Montalván se confina al infrecuente y decreciente testimonio de sus contemporáneos, al examen de sus fotos y a la revisión de la terminología que le corresponde. No fue un “símbolo erótico’ porque entonces ni el concepto ni su fundamentación psicológica existía. Sólo se daban “muchachas guapas o hembras de buen ver”, clasificaciones que no establecen intermediación cultural, que sólamente fabrican símbolos a posteriori. Eso fue Celia Montalván, la guapísima que sojuzga al foro mientras los engominados de luneta y los desposeídos de galería rugían asimilando la Revolución a través de la zarzuela y del audaz travesti de las armas que distribuyeron vedettes y vicetiples:

“Soy capitán primero, el más ardiente del batallón”.

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