Hace unas semanas visité una pseudolibrería. Este negocio es lo de menos, pues hay sociedades en que la charlatanería está por todas partes. No creo que los expendios de libros deban tener una sola forma y celebro que encuentren fuentes de ingreso paralelo que hagan viable su existencia. Una cadena de librerías de la Ciudad de México ha logrado eso con maestría: inventó o divulgó una palabra para describir sus sucursales, en que también se come y se bebe. Con frecuencia hago elogios sobre ella. Pero como en otras cuestiones, tengo cautela cuando el gato sustituye a la liebre y lo que hay es tomadura de pelo: como vender productos callejeros como si fueran alimentos selectos o que se presente como sede de libros algo que sirve más bien para consumir alcohol y convivir. ¡Qué bueno que un bar se expanda vendiendo algunos libros! Pero invitar a leer en voz alta a incautos —a quienes pocos escuchan— y organizar ciertas tonterías no hace que un lugar sea librería, aunque atraiga a fantoches de la cultura y ofrezca algunos libros (incluso unos cuantos inhabituales). En ese establecimiento no se vende siquiera la idea de librería, sino de cierta identidad personal a su clientela. Esa noche iba con una persona, quien, aunque no fuera ajena a ese medio, al ver a la clientela dijo que era “gente rara”. Reaccioné con la afirmación: no, son ordinarios, faltos de personalidad. Tanto así que eran indiferenciables e intercambiables entre sí en apariencia y conversación. El lugar quizá consiga atraer clientes; lectores, es improbable; aunque se postule también como biblioteca. En personas, negocios y otras cuestiones, la originalidad no está en clones que se aplauden entre sí, ni en esmerarse en la imagen ridícula. En muchos campos la originalidad ni siquiera es la clave: hay que abrir los ojos a lo importante en cada asunto.

Hace años, recurrí a alguien a quien —me cuentan— cometer plagio le cambió su vida (pero yo no lo sabía entonces). Nos faltaba rellenar un par de páginas para cerrar el número de la versión mexicana de una revista internacional que hacíamos gracias a la escuela profesional privada más amplia de México. Poco después coincidí con el autor de emergencia en alguna ocasión social que contaba con anexo literario (de alguien a quien aprecio mucho). “Plagios” me presentó ante un connotado poeta como “su editor”. Debe haber creído con alguna firmeza en esa frase, pues después me propuso otro texto para la revista. Hubo, no obstante, énfasis en que no debía divulgar su “idea”, para que no se la robaran (quizá también encadenándome a no beneficiarme de su luz). Conocí con atención la “idea” y me deslumbró lo poco apetecible que sería el hurto del lugar común que la persona sugería. No progresó nuestra relación escritor-editor.
En otra ocasión pasaba yo tiempo, como muchas veces, en casa de un dramaturgo inglés; lo que siempre he agradecido como alguien siempre sin casa (hecho desquiciante por mi biblioteca de verdad). Una chispeante noche londinense regresé tras ver una representación teatral que ahora me descubren histórica pues se sigue difundiendo en cines muchos años después. Le conté al dramaturgo de mi maravilla ante una actriz —de televisiva fama mundial y, sin embargo, talento verificable— y él compartió mi admiración por esa mujer, pero esa es otra historia. En esos días el dramaturgo me contó, con pesar, de un tema del que, en efecto, yo le había escuchado hablar en numerosas ocasiones: era asunto que lo ocupaba. Su pena provenía de que había formulado, según recuerdo por escrito, el proyecto de un largo ensayo para proponer su publicación como libro, sólo para encontrar que había en el mercado —es decir, en librerías— un reciente ensayo sobre el mismo asunto. Esto lo disuadió de siquiera presentar su proyecto a su editor (ese sí en serio, no a lo estrambótico). En ese momento la lógica de mi amigo no era, por supuesto, ni de pensamiento ni literaria. Si lo hubiese sido habría hecho consideraciones más allá del mercado editorial, se habría dado cuenta de que aún si se hubiese tratado con precisión del mismo tema (que seguramente no lo era), su abordaje, de manera inevitable, habría sido distinto. Esto es —salvo que me nuble la amistad— dando por hecho que el dramaturgo no es un alienado como los de la pseudolibrería. Ahora bien, si lo es, su destino de indiferenciación habría sido igual al de Plagios, quien no quería que le robaran sus brillantes ocurrencias, iguales a las de tantos. Pero creo que el libro de mi viejo amigo habría sido, al menos, legible.

Ahora entramos al punto de los créditos, la pregunta sobre de quién fue la idea y, más aún, de quién o quiénes son capaces de hacer adecuadamente las cosas. En diciembre de 2023 organicé una feria del libro. Al alimón con mi querida Watson —y con realismo— la llamamos Pequeña Feria. Fue parte de mi proyecto TEOREMA, que he reconocido tampoco es nombre mío, sino propuesta de un joven amigo, residente ahora en calurosa región del país. La Pequeña Feria se hizo gracias a mucha gente —destacadamente quienes se aventuraron a tratar de vender sus libros y la familia que nos prestaba una casa vacía. Entre ellos estuvo una editora que me facilitó presentar la propuesta a varias editoriales y colaboró en la realización. Aunque modesta, la Pequeña Feria fue gran alegría, pero algunos expositores no recuperaron sus gastos.
Poco después —en un gesto que me igualaba con Plagios— expresé en privado que me era importante la autoría de actividades como esa feria, temiendo que se pretendiera replicarlas y tomar nombres con que me había encariñado. Probablemente mi temor era infundado, pero, además, lo nodal era la capacidad. Recuerdo un incidente en la escuela profesional de mayor prestigio social del país —en el peor y más tradicional sentido. Ahí, hace años, creyeron que podían usurpar Poesía y Poética, la revista de autor del poeta Hugo Gola, a quien, tras financiar la publicación por diez años, corrieron groseramente (¡causando escándalo internacional!). Pronto el desfiguro fue rotundo fracaso, pero al paso de los años cualquiera en esa escuela —incluyendo al farsante que quizá operó la grosería contra el poeta— hablan de él como objeto de su propiedad y afecto. Esa memoria me hizo notar lo significativo de la credibilidad, las competencias de los involucrados y hasta el profesionalismo, frente a la ingenuidad y llana estupidez. Si en literatura y pensamiento la originalidad no es automática piedra de toque, en gestión cultural y edición el debate también está en otra parte.
Los lugares para coquetear —tínderes analógicos como la pseudolibrería— son cosa buena y necesaria. No son práctica original o innovadora sino de todos los siglos. No requieren revestimiento cultural: eso lo necesitan los embusteros. Es posible conceder que en las artes la originalidad quizá sea cosa buena, por eso es escasa. En la vida cotidiana, la sorpresa es que, cuando se la encuentra, la genuina originalidad suele repugnar, porque es excepcional. Los charlatanes —incluidos los que se la creen o son creídos— pasan su vida anhelando algo que nunca serán, para empezar porque no se reconocen como gentuza que no atina a distinguir entre ilusión y realidad. En cambio, a las originalidades encarnadas puede bastarles una sencilla pregunta, o una afirmación, para que —a oídos de sus oyentes— el cielo se divida: su potencia está en ellas mismas. En lo que llamamos personalidad la originalidad es condena, no búsqueda.