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El 4 de noviembre de 1995 un fanático de extrema derecha asesinó a Isaac Rabin, el primer ministro israelí quien de forma inusitada había firmado dos años antes un ambicioso acuerdo de paz con su a la sazón enemigo mortal, Yasser Arafat. Se habría el camino para una solución de “dos Estados” para el conflicto israelí-palestino, pero este quimérico plan se ha desvanecido durante los gobiernos de Benjamín Netanyahu y sus aliados de extrema derecha. En 1993, luego de una serie de negociaciones secretas bajo la mediación de Bill Clinton, se firmaron los Acuerdos de Oslo que autorizaron un autogobierno limitado en la franja de Gaza y Cisjordania. La firma de estos acuerdos representó la cúspide de la carrera política de Rabin, pero también el inicio del ocaso del dominio del Partido Laborista. El primer ministro fue ásperamente criticado y vilipendiado por líderes de la derecha, entre ellos de manera notoria Netanyahu, que consideraron el proceso de paz como una traición. El ambiente degeneró al grado de crear el ambiente propicio para el asesinato de Rabin a manos del fanático de extrema derecha Yigal Amir. Los magnicidas a veces se sienten respaldados por un clima público favorable a su crimen. El asesinato de Rabin demostró de manera contundente (y no por primera vez, recuérdese, por ejemplo, a Gandhi) el potencial devastador que tiene el fanatismo religioso cuando se mezcla con el nacionalismo extremo. 

Los primeros 30 años de existencia del Estado de Israel estuvieron caracterizados por un dominio absoluto de la llamada “izquierda sionista”. El último primer ministro laborista, Ehud Barak, dejó el cargo en 2001. El Partido Laborista y sus aliados ganaron un 44 por ciento de los votos en 1992, el año en que Yitzhak Rabin fue elegido y lanzó el proceso de paz con los palestinos. Esa cifra cayó al 34 por ciento en 1996, marcando el comienzo del primer mandato de Netanyahu en el poder. Luego siguió la decadencia, en buena parte debido a la creciente desilusión con el proceso de paz, que se había convertido en el proyecto político definitorio de la izquierda. Alcanzó el 28 por ciento en 1999, el 20 en 2003 tras la ola de atentados suicidas de la Segunda Intifada, el 19 en 2006 y el 13 en 2009. Hasta llegar al actual raquítico 7 por ciento. Y la tendencia es contundente: una encuesta reciente a votantes menores de 24 años encontró que el 71 por ciento se define a sí mismo como “de derecha”.

El sionismo de izquierda prácticamente ha desaparecido porque extravió su programa político desde el colapso del proceso de paz de Oslo a principios de los 2000. Desde entonces no ha logrado presentar una visión alternativa con la que movilizar a la sociedad y competir con la derecha, la cual creció de manera exponencial desde el arribo de más de un millón de emigrantes judíos provenientes de la ex URSS. En las últimas dos décadas los laboristas han intentado ganar a la derecha a su propio juego, es decir, la seguridad, y designado una y otra vez a generales del ejército retirados como líderes mientras también sigue aferrada al paradigma de los “dos Estados” inherente al proceso de Oslo, pero la realidad sobre el terreno demuestra con cada vez mayor fuerza que esa separación entre palestinos e israelíes es poco o nada factible. En cambio, se ha experimentado en Israel el auge de posiciones políticas de centro secular como la principal oposición a Netanyahu porque el colapso de Oslo y el aumento de la escalada violenta durante la Segunda Intifada (2006) derrumbo el apoyo a la idea de los dos Estados. La apuesta de partidos como Azul y Blanco y otros más de reciente creación es minimizar los efectos nocivos de la ocupación en lugar de acabarla. La emergencia de estas formaciones centristas favorables a una articulación entre globalismo económico y secularismo atrae más a la población progresista de Israel de lo que lo hace la izquierda sionista, la cual aparece como agotada y desfasada.

La polémica actual en la política en Israel reside en discernir cómo debe ser el Estado en el futuro: de carácter religioso (como piden Netanyahu y sus aliados extremistas) o laico (como pide, por ejemplo, el ex primer ministro liberal Yair Lapid). De acuerdo a la mayor parte de los analistas israelíes de tendencia liberal, el centro está consciente de que las clases populares judías votan generalmente a la derecha “porque no ponen la cuestión socioeconómica en el núcleo de sus demandas, sino la defensa de un Estado donde los judíos mantengan una posición privilegiada, especialmente desde el punto de vista religioso”. Temen a la izquierda porque la perciben como antirreligiosa y favorable a ceder territorio a los palestinos. Como lo reconoció no hace mucho el periódico izquierdista Haaretz: “Para ganar unas elecciones debe articularse un nuevo tipo de izquierda no solo capaz de unir a todos los que han sido marginados y comprometida con la igualdad real de todos los ciudadanos, sino también (y, sobre todo) dispuesta a establecer un único Estado democrático en la Palestina histórica. El sionismo es un proyecto colonial y la única forma de acabar con ello es la descolonización: no la resolución de conflictos, no la negociación, no los acuerdos… Simplemente desmantelar las estructuras colonialistas de dominación y control y establecer un nuevo Estado con una nueva sociedad civil que ofrezca los mismos derechos a todos, así como el regreso de los refugiados”.

Desde luego, con el nuevo conflicto en Gaza, todo esto se complica. Por lo pronto, no sabemos si el gobierno de Netanyahu deberá responder por los graves fallos en seguridad o, por el contrario, todo esto le servirá como un nuevo pretexto para atrincherar aún más a la sociedad y reforzar su deriva autoritaria. El primer ministro estará obligado a explicar cómo más de mil terroristas de Hamas consiguieron tomar a Israel por sorpresa de una forma tan mortífera. Por ahora la oposición a Netanyahu no exige su dimisión, pero ese momento llegará. En tiempos normales su gobierno no sobreviviría a tan tremenda crisis. Todas y cada una de las “sorpresas desagradables” y guerras mal gestionadas del pasado llevaron al colapso del gobierno en turno. Así ocurrió en 1973 con Golda Meir tras la guerra del Yom Kippur, en 1982 con Menachem Begin tras la catastrófica primera guerra del Líbano y en 2006 con Ehud Olmert tras la segunda guerra del Líbano. Pero estos no son tiempos normales.

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