Desde la Grecia clásica se hablaba de los riesgos que corre la democracia, cuando al poder llega un demagogo, así sea por la vía democrática. Exacerba las pasiones de sus seguidores, sus odios, sus rencores, sus frustraciones, sus deseos vindicativos, para acumular gran poder y eliminar desde ahí los contrapesos institucionales propios de la democracia.
Es un riesgo permanente, que se eleva porque la propia democracia, en su espíritu de apertura, permite que compitan por el poder personajes nada democráticos que justo lo que harán, de llegar al poder, es desmantelarla en lo posible. Así llegó al poder Adolf Hitler, un líder que no había ocultado su escaso compromiso con la democracia, que había intentado un golpe de Estado en 1923, por lo que fue a prisión, donde escribió Mi lucha, libro en el que proyectaba su desdén por la democracia y sus planes autocráticos. ¿Cómo es posible que, más adelante, la democracia alemana permitiera a ese personaje competir por el poder, a sabiendas de sus intenciones autocráticas? Error que pagó caro la democracia alemana y el país todo.
A raíz de esa experiencia (y la de Italia), en varios países se cuestionaron el principio de que todo individuo podría participar en las contiendas democráticas, pues se encontró válido y razonable impedirlo a aquellos que de alguna manera manifestaran su repudio a la propia democracia y sus intenciones de desmontarla. Varias constituciones incluyeron una cláusula que, por ejemplo, prohibía competir para la presidencia a quien hubiere intentado un golpe de Estado o la toma violenta del poder (algún revolucionario). Justo lo que ocurrió con Hugo Chávez, quien habiendo protagonizado un intento (fallido) de golpe de Estado, sin embargo se le permitió contender democráticamente por la presidencia. La constitución venezolana, a diferencia de muchas del hemisferio, no lo prohibía. No debió entonces sorprender que, una vez en el poder, Chávez lo utilizara para dañar gravemente al régimen democrático, hasta convertirlo en una moderna autocracia con formalismos democráticos (como lo fue también el régimen priísta).
En Estados Unidos hubo un aviso anticipado de que Trump podría propiciar un desconocimiento del veredicto oficial, e incluso intentar cambiarlo por vías ilegales. Ocurrió durante la misma campaña de 2016, cuando advirtió que de perder esa contienda no reconocería el resultado. Alguien que está dispuesto a jugar con las reglas democráticas pero no a aceptar sus resultados, evidentemente no tiene un compromiso ni con la ley, ni con la institucionalidad, ni con la democracia. Un claro aviso de que, desde el poder, intentará desmantela en la medida de lo posible. La democracia norteamericana fue vapuleada, pero ha resistido el embate. Ahora tocaría inhabilitar a Trump para evitar que pueda regresar al poder y continuar con su propósito antidemocrático.
Tampoco sorprende el esfuerzo de López Obrador por desmontar o inhabilitar las instituciones autónomas, pues le estorban en su pretendido ejercicio autocrático del poder (que él y sus apologistas justifican en términos de una revolución que exige concentrar todo el poder para cumplir cabalmente con sus propósitos). Cuando en 2006 gritó al viento el famoso “al diablo con sus instituciones”, se refería a las instituciones autónomas y democráticas, las no sujetas al absoluto control presidencial. De ahí su pretensión actual de subordinarlas y, de ser posible, desmantelarlas, dejando al gobierno (su gobierno) como vigilante y “contrapeso” de sí mismo. Las democracias harían bien, en adelante, en crear nuevos filtros para impedir que personajes que, de alguna forma, expresen su desprecio por la democracia compitan por la presidencia, pues una vez ahí representarán un muy probable peligro para ella.
@JACrespo1