sábado 16 noviembre 2024

La disputa por los libros de texto, entre retóricas vacías

por Gibrán Ramírez Reyes

Con más gracia que fortuna, los libros de texto gratuitos para la educación básica entraron a algunos de los terrenos de conversación sobre los asuntos públicos. Por años, algunos señalamos en los periódicos la omisión del gobierno de la república, que confió a un incompetente los destinos de los materiales educativos en México y que, en general, dejó la educación pública a la deriva  con una sola consigna: crear algo del todo nuevo, sin que se tuvieran objetivos claros, un diagnóstico preciso o un método para mejorar la escuela pública, uno de los principales legados del régimen posrevolucionario del siglo XX. Así, primero se intentó hacer, al vapor, en un par de meses, un nuevo plan de estudios y sus libros, con un fracaso previsible, dado el corto tiempo, y la falta de conocimiento del sistema educativo, cuyos actores rechazaron el intento que se tomó como una imposición por haber sucedido al margen de cualquier consulta. 

El plan de estudios preliminar, aunque tenía buenas intenciones (como pasar a una enseñanza sostenida en la resolución de problemas), carecía de un diagnóstico serio (utilizaba datos de 2015, ignorando el pequeño detalle de la pandemia y sus consecuencias en la educación de niñas y niños) y contenía formulaciones ridículas y absurdas como la meta de conocer “el funcionamiento del sistema locomotor, digestivo y sexual del cuerpo humano y su relación con el cuidado de la salud, desde diversas culturas, con el apoyo de números naturales, fraccionarios, mediciones, manejo de datos e información”. Finalmente, en una farsa donde su principal punto de apoyo fue la estructura tradicional del SNTE (la que suele ser calificada como charra, que se ha disciplinado con todos los gobiernos), se lanzó la mentira de que la propuesta era avalada por un millón de maestros –cuando la verdad es que el ejercicio de consulta sólo sirvió para legitimar la estructura ya ofrecida del plan y los programas de estudios, que no sufrieron cambios relevantes, y que los únicos maestros que participaron son los que al final elaboraron los materiales–. Con la misma indiferencia que caracterizó a las familias respecto del regreso a clases después del confinamiento, el caos avanzó sin gran oposición social.

Ante el desaseo jurídico y la inminencia de su distribución en las escuelas –ignorando al poder judicial–, el tema de los libros comenzó a ganar tracción en los medios de comunicación por las razones correctas: ejercicios sin sentido didáctico, textos redactados para un público adulto, la práctica desaparición de una línea matemática en los libros de texto con continuidad didáctica y una multiplicidad de errores vergonzosa; todo ello causado por la conducción deficiente de la política educativa, lo que no es de extrañarse, pues es coherente con la decisión gubernamental de excluir a niñas y niños de sus prioridades en casi todos los ámbitos. El debate serio avanzaba dando tumbos, pero avanzaba, hasta que los medios de comunicación eligieron las protestas más ideológicas y deschavetadas para emprender una nueva ofensiva contra el discurso gubernamental. El único beneficiario de la incursión anticomunista trasnochada ha sido el gobierno de la república, que estaba acorralado ante la crítica técnica, pero se mueve a sus anchas ante la polarización política. Si la base social del gobierno se mantenía desmovilizada por no tener una clara idea del tema, el ataque fanático y estridente de algunos medios dio al obradorismo la certeza de que lo que hace el gobierno que apoya seguramente está bien hecho, dado que, si la derecha lo detesta con argumentos descocados, debe haber en los libros una racionalidad transformadora. Así, se ha convertido el tema en un diálogo de obcecaciones oscurantistas, abrazadoras de sus propios prejuicios y gritones de una política de barra brava.

Los libros de texto gratuitos no tienen, de ninguna manera, el problema de ser comunistas ni muy progresistas; no tienen, ni siquiera, el problema de ser una imposición política como han denunciado dirigentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación: su principal problema es que son malos, y en ello han convenido voces sensatas de izquierda y derecha que tienen, aunque sea, un mínimo conocimiento de didáctica o diseño curricular. No replicaré los problemas técnicos explicados por Irma Villalpando, Alma Maldonado, David Block, académicos de Sociedad Matemática Mexicana y otros especialistas en sitios como Educación Futura —algunos con retrocesos de medio siglo en didáctica—, sino que enlistaré otros problemas sistemáticos que agravan la situación.

Se trata de libros malos, en primer lugar, porque son impertinentes. La política y las políticas no se escriben sobre hojas en blanco, sino sobre la realidad –y la realidad educativa mexicana es desastrosa desde antes de la pandemia y sólo ha tendido a empeorar después de ésta. Cuando la Secretaría de Educación Pública debería volcarse a una política compensatoria del atraso en lectoescritura de los niños que ingresaron formalmente a la primaria en los ciclos 2019-2020 y 2020-2021, se ha preferido enarbolar un afán fundacional que favorece la retórica gubernamental, pero que no es útil para diagnosticar ni atender a una niñez afectada por problemas sociales de enormes magnitudes. Los libros de primero y segundo, por ejemplo, dejan de lado la enseñanza de la lectoescritura, en lugar de convertir esa misión en su centro. Ante la mayor crisis para las infancias del mundo, la respuesta es un currículo de ambiciones utópicas y de realización peor que mediocre.

Son libros malos, en segundo lugar, porque carecen de la coherencia de una línea didáctica. Los libros de nuestros saberes son ficheros encuadernados, de carácter enciclopédico –muy contrario a la retórica de los planes de estudio–, de datos inconexos unos con otros y escritos en oraciones innecesariamente largas y áridas para la mirada infantil.

Son libros malos, en tercer lugar, por desequilibrados: matemáticas, como se ha dicho, prácticamente desaparece y, en secundaria, los libros de cada campo son compilaciones desordenadas de textos de distintas calidades que son, casi siempre, de una redacción orientada a lectores mayores o especializados. Aunque temas de español y matemáticas que se eliminaron de los libros si aparecen, en cambio, en los programas de estudio, se traslada al maestro la responsabilidad entera de su enseñanza y se le despoja de la guía de uno de los principales instrumentos didácticos a su alcance, lo que además hará más profundas las desigualdades educativas en el sistema público y entre éste y el privado.

Son libros malos, en cuarto lugar, por su falta de rigor. Sin duda son ideológicos (todos los libros tienen una perspectiva ideológica, lo acepten o no), pero su problema no es ese tanto como sus frecuentes imprecisiones. La inclusión de la historia de las guerrillas en el libro sin recetas para los profesores de secundarias no es mala por sí misma: lo es por su ubicación en el texto y por su imprecisión historiográfica. Lo mismo puede decirse sobre el relato de los movimientos de 1968 y la matanza de estudiantes en la plaza de las tres culturas: ignora la bibliografía reciente más reconocida y mezcla mitos con realidades sin discernir claramente unos de otros.

Son libros malos, en quinto lugar, por improvisados. Por ejemplo: la eliminación inicial de la historia se rectificará con libros complementarios específicamente de esa disciplina o materia, como si se tratara de un parche que, además, rompe con la estructura original del plan de estudios. Si siguen la misma línea que los libros sin recetas –para el maestro–, puede anticiparse que estarán orientados por una historia preconcebida por funcionarios y políticos ignorantes y orgullosamente lejanos de las instituciones académicas más importantes de nuestro país.

Entre todo el amasijo de ideas y materiales bautizado como Nueva Escuela Mexicana, quizá lo mejor son los libros de Lenguajes múltiples, distintos de los demás en su clara vocación por la mirada infantil. Salvo por ellos, trasluce en la concepción y realización de los planes, programas y libros, un desprecio por los niños, y su situación actual, que es difícil de ocultar. Entre padres y maestros, quienes prefieren abrazar la retórica oficialista eligen, antes que preocuparse por los niños de México mediante un juicio informado, la defensa de una fe política para la que la verdad es secundaria ante las narrativas en disputa. El vaciamiento de la polémica alrededor de los libros es otro síntoma y metáfora cruel de una política cuya única preocupación es la próxima elección presidencial.

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