Tomás era un niño que admiraba a los gatos por su astucia y agilidad para caer siempre de pie. Por eso quiso ser como Félix, con su sonrisa a prueba de balas como las que cayeron sobre Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, aunque en realidad estaba más cerca de Garfield por su holgazanería; Tomás dormía como los gatos hasta 16 horas al día. Pero su afición era tal que podría conformarse con ser como Azrael, el gato malvado de Gargamel, con su astucia y habilidad para atrapar a los Pitufos.
En la pubertad, Tomás comenzó a imitar a sus héroes felinos, gateaba por el suelo e intentaba saltar de los muebles. Pero, al igual que cuando era pequeño, no contaba con su torpeza. No caía de pie, siempre terminaba golpeándose la cabeza o las nalgas. Era tan zopenco que incluso tropezaba con sus pies.
Un día, mientras intentaba emular a Benito Bodoque, el amigo leal y a veces recadero de Don Gato, el jefe de la pandilla callejera de felinos, Tomás cayó en la bañera y se mojó completamente. Fue entonces cuando sus amigos, con quienes convivía en una casa vieja del norte de la ciudad de México, rieron divertidos al mismo tiempo que advirtieron: “¡Eres un auténtico Bañagatos!” Y desde entonces a Tomás le quedó el apelativo.
Pero el joven no se rindió. Su vida siguió inspirada en los mininos. Le asombraba Faith, nombrado “El gato del año en 1961” por su valentía durante la Segunda Guerra Mundial, pero él era incapaz de esas proezas. Cuando se ponía místico, aplaudía a Oscar, el gato de un hospicio que predecía el deceso de los pacientes. En sus nostalgias, arengaba a Tom para que por fin atrapara a Jerry, en sus inseguridades identitarias alguna vez cepilló el pelaje de los gatos de un escritor famoso e incluso usó un traje de Gatúbela. En esa ocasión, por cierto, sus amigos volvieron a reir, pero lo hicieron más todavía cuando lo vieron disfrazado de El Gato con botas, porque Tomás no tenía nada de valiente y además odiaba a los españoles porque conquistaron a los aztecas.
A Tomás “El Bañagatos” no le importaban las burlas y, con la voluntad de la mosca frente al ventanal, diariamente se instruía sobre el tema. Así fue como supo que durante los siglos XVII y XVIII en Europa, a los sirvientes se les llamó “Gatos” por su habilidad para moverse silenciosamente, también por su agilidad y rapidez para atender tareas y además por su fidelidad. Con esos datos, Tomás, quien además era muy sigiloso, supo que al fin podría ser un gato. Afianzó esa convicción al conocer a Socks, el gato de la familia Clinton en los tiempos en que Bill era el presidente de Estados Unidos. ¿Y por qué no ser como aquel michito?, se preguntó entusiasmado.
Pero las cosas no sucedieron de inmediato. Durante un tiempo Tomás siguió simulando ser gato y así, en los campos de la UNAM, se hizo famoso bailando punk, con los ojos y las uñas pintadas de negro rasgando el aire con sus arañazos. También cobró notoriedad cuando más que parecer felino simuló a una rata para extraer de un anaquel, furtivamente, una cámara fotográfica, aunque, hay que reconocer, tuvo la habilidad gatesca para escabullirse. Así, “El Bañagatos” se convirtió en una leyenda y esta se incrementó cuando un día consiguió un empleo que lo hizo sentirse casi como Azrael, pero, en la vida real, peor aún por ser el criado de un tirano local, quien necesitaba a alguien para atender a una gran cantidad de gatos, lo que incluía bañarlos, darles comida y sobre todo, instruirlos para que maullaran según ordenara el tirano. El trabajo de Tomás consistió en eso y, sobre todo, en provocar que aquellos gatitos maullaran todas las mañanas para solaz del patrón. Ya fuera para elogiarlo o para molestar en los vecindarios de quienes no coincidían con él.
Y así fue como aquel niño torpe logró el objetivo de su vida: ser un “Bañagatos” aunque eso significara convertirse en un lacayo.