El pasado jueves 26, el periodista Salvador Camarena una editorial titulada “Andrés Manuel tiene razón”. Una vez superadas las disonancias cognitivas que les pueda provocar el título a quienes se oponen o apoyan al presidente, el argumento tiene mucho sentido: López Obrador sale a la calle porque se dirige a un gran número de personas que no pueden parar sus actividades, dirigiéndose directamente a ellos y reconociendo su problemática.
Sin duda hay un alto componente, al menos discursivo, en el comportamiento del presidente. De hecho, autores como Mark Thompson en Sin palabras han señalado ese elemento de autenticidad que buscan los ciudadanos hacia sus líderes, especialmente ante el colapso de una élite política tecnocrática y percibida como “inauténtica”. Pero en mi opinión, hay otro elemento, todavía más arraigado en nuestra cultura política, que lo hace actuar de esa persona: la creencia en la voluntad providencial.
Quiero contar una anécdota para entrar en materia: hace unos años escuché de una persona cuya compañía lo había transferido a Alemania, y quería mostrarse diligencia y entrega a su trabajo quedándose a trabajar horas extra. A las pocas semanas, lo mandó llamar su jefe, quien le dijo con preocupación que había visto el viernes anterior su ventana encendida mientras pasaba por la calle después de un evento. Por ello, y en el entendido que una persona que no puede ser eficaz una persona que trabaja más allá de sus horas laborales, le preguntaba si necesitaba ayuda o si lo volvía a enviar de regreso a México.
Nuestra cultura política y laboral ha desarrollado un culto al numero de horas empleadas como muestra de productividad: hasta le hemos llamado coloquialmente “horas nalga”. Hemos confundido la eficacia con la permanencia en un lugar, o la presencia en ciertos actos; cuando en realidad se trata de estructuras organizativas adecuadas y, en niveles ejecutivos, don de mando, delegación, supervisión y capacidad de decisión.
Los ejemplos abundan en la política: desde memorias de funcionarios públicos que escriben con orgullo la disposición que tenían cuando sus jefes les llamaban a algas horas de la madrugada porque estaban trabajando, el quedarse en la oficina “hasta que se vaya el director”. Quien piense que estas actitudes se habían superado el siglo pasado, recordemos aquel spot de Miguel Ángel Mancera con motivo de uno de sus últimos informes de gobierno, donde se le veía saliendo de su oficina cuando la señora de la limpieza iniciaba su trabajo, queriendo mostrar abnegación y entrega por el trabajo.
López Obrador es heredero directo de esa cultura y así lo ha dejado ver en numerosas ocasiones. Ha afirmado que “trabajará el doble” estos seis años porque no se va a reelegir. Un día banaliza la pandemia del COVID-19, y el otro afirma que trabajará 16 horas al día en su combate. Nos hace creer que una labor importante es estar de gira “supervisando obras” y comiendo en fondas en vez de supervisar y coordinar a la administración pública federal. Incluso hace unos días declaró que, si detenía sus giras, los “conservadores” le arrebatarían el poder.
Lo anterior sonaría hasta anecdótico si no fuera porque ha dinamitado el funcionamiento de sus estructuras administrativas. A nombre de la “austeridad republicana”, depauperizó a la burocracia al inicio de su sexenio, lo cual llevó a una desbandada cuadros capacitados y colocando a afines en sus lugares. Sus esquemas de toma de decisiones centralizados han llevado a la ineficacia en las decisiones y, en algunos casos, a graves desabastos, como con los medicamentos.
Esperemos que, de tanto jugar un personaje, la realidad no termine aplastando a un ejecutivo que ha apostado todo a sí mismo, lo que percibe como su dimensión histórica y su discurso. Porque si eso sucede, nos lleva a todos consigo.
Este artículo fue publicado en Indicador Político el 31 de marzo de 2020, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.