Habría que comenzar afirmando que el elogio, por supuesto, no se refiere a quienes magnifican cualquier actividad suya, ni a quienes están más interesados en figurar públicamente que en crear algo que pueda llamarse obra artística. El elogio se refiere a quienes centrados en su práctica estética reconocen que quieren darla a conocer para compartirla y que esto implica trabajo específico. Porque no faltan los bribones que viviendo en la autopromoción se dicen ajenos a ella, porque no son inexistentes quienes aseguran celebrar su marginalidad y porque hasta los hay que creen que los demás les debemos algo, que habría que poner atención a sus fracasos estéticos y que merecerían financiamiento obligatorio y reconocimiento infinito al esgrimir clichés sobre cómo sus labores nos darían “identidad”. Hablo llanamente de gente con los pies en la tierra.
La historia del sustento de los artistas tiene toda clase de episodios. Es curioso cómo hoy en países desarrollados pueden convivir quienes solventan sus gastos con su actividad estética —sin siquiera requerir de fama— con quienes saben que conviene que su ingreso provenga de otros giros. En aquellas naciones y en otras menos favorecidas están también quienes se obstinan —virtuosa o fatídicamente— en que su pan provenga si no de su obra, cuando menos de actividades relacionadas con ella. Los espectadores pueden beneficiarse del talento de los artistas diversificados.

Disforia es una puesta en escena de y dirigida por la bailarina y coreógrafa Jessica Sandoval. Se presenta en Un Teatro, espacio activo desde 2011 para el teatro, la danza y sus combinaciones —así como música y actividades educativas— en La Condesa, colonia habitacional y de esparcimiento en la Ciudad de México. Disforia está basada en “los mitos de Medea y Antígona” y las tragedias de Eurípides y Sófocles. Tras el inicio en que los elencos se acercan al público y hasta cantan en un pequeño escenario, los espectadores deben tomar una decisión, pues el montaje está diseñado para que dos obras se desarrollen en paralelo.
La publicidad de Disforia plantea las opciones que el público enfrentará: “Antígona te espera. Lucha, justicia y destino” y, por el otro, “Medea te llama. Amor traición venganza”. Por propia voluntad, los espectadores cancelan el disfrute de una representación al seguir su elección a través de la casa adaptada que aloja a Un Teatro (en redes sociales lo describen así: “Aquí no hay butacas, ni escenario frontal. Caminas y exploras cada rincón”). Esto favorece, claro, que los miembros del público regresen cuando menos una vez más para ver la obra que no escogieron en su primera visita. En la habitual alocución mexicana posterior a la obra, Sandoval —al menos en el estreno— no cayó en la retórica del papel sublime y heroico del teatro, sino en la franca invitación a difundir que Disforia está en cartelera y cuenta con tener larga temporada.
Varias características destacan en esta escenificación multidisciplinaria que conjuga a actores y bailarines —frecuentemente en la misma persona— pero quizá una las sintetiza: su profesionalismo. No se trata del carácter que adquieren producciones con grandes recursos, sino de la disciplina que conjuga creatividad y conocimiento del medio expresivo en que los creadores se manejan. Así, cada espacio de la casa es usado para crear un ambiente y una experiencia escénica distinta con la contribución de intérpretes y encargados de escenografía e iluminación. El diseño de los espacios es de la misma Sandoval y de Mauricio Ascencio, mientras que la música original y el diseño sonoro que se integran eficientemente es de León Felipe Tapia. Los actores —destacadamente Genny Galeano como Antígona y Rosa Villanueva y Ana Paula Oropeza alternando como Medea— se adaptan al espacio, dan voz al personaje y le otorgan movimientos más allá de lo teatral para integrarse con las atmósferas. Son versiones compiladas de los relatos que vuelven a confluir hacia el final. Disforia se presenta los sábados a las 19:00.

Ante los clásicos, la fanfarronería y la pose de indiferencia —que sus practicantes suponen los libera de todo conflicto— suelen omitir la dificultad lingüística, el esfuerzo para comprender algunas tramas y la aburrición que puede uno experimentar al contemplar las malas y hasta las puestas en escena promedio de tales obras. ¿Aligerar un clásico puede introducir a espectadores al valor de esas creaciones y la órbita de ese calibre de obras? Yo no lo sé, pero recuerdo una conversación. Dialogaba con un apreciado y admirado ensayista —uno de los más competentes de la lengua española— y, sabiendo que había dedicado buena parte de su vida al estudio y goce de un artista en particular —grande entre los grandes, si no es que el mayor— le pregunté cómo y a qué edad había llegado a él. Me contó que pasó de niño al ver una breve caricatura que se repetía mucho en televisión, pues sus episodios eran escasos: Cantinflas Show. Los caminos a los clásicos son tan múltiples como los clásicos.
¿Hay tensión entre la disposición de los artistas que buscan financiar sus vidas sin reparo por lo que algunos llamarían pureza y la orientación exigente de quienes afirmamos que las artes aspiran a convocar experiencias espirituales? El realismo puede incluir la adaptación ad infinitum de los clásicos o la participación en espectáculos que abarcan desde algunos de nicho hasta telenovelas de alcance masivo. Una perspectiva dice que esto corrompería la labor estética de los artistas. El desvarío de algunos sugiere que popularidad es igual a fracaso estético, lo que incluso los lleva a sabotear la divulgación de sus obras. Por eso —aunque tampoco tengo respuesta a la cuestión de la contaminación— celebro a quienes hacen mucho para lograr que algo entre eso valga y que, sin vergüenza, acometen tareas para hacer llegar su trabajo a la gente. ¿Cómo sabría el público de las obras si no fuera porque tienen noticia de ellas? La radiación de la grandeza quizá no siempre funcione.