
Y –es obligado comenzar por concederlo– no es poco.
En una jornada comicial anticipada, y en una en que la autoridad electoral se jugaba la credibilidad y acaso el futuro, el sistema electoral salió airoso. La instalación de casillas se hizo en tiempo y forma. La afluencia de votantes resultó histórica para una elección intermedia. Los protocolos necesarios en un contexto de pandemia fueron pertinentes y observados. Los mexicanos estamos orgullosos de nuestra actuación cívica. Más importante, el Instituto Nacional Electoral, amenazado en los meses previos desde el Ejecutivo, salió fortalecido: no sólo los ciudadanos que lo respaldamos le refrendamos nuestra confianza sino que no ha sido objeto de descalificaciones desde el partido en el poder y sus aliados como resultado de la jornada.
Acaso la principal razón de este fenómeno sea que los resultados mismos, vistos en su conjunto, hacen difícil la objeción por parte de cualquier actor. Cierto: el partido en el poder y sus aliados no sólo no alcanzaron la mayoría calificada que les daría carta blanca para modificar la Constitución sino que perdieron una cincuentena de diputados; en cambio, conservan la mayoría relativa, y han ganado al menos 11 (véase 12: pende Campeche) de 15 gubernaturas en disputa. Cierto: la oposición coaligada no pudo arrebatar al oficialismo el control de la Cámara pero tuvo un avance notable, al pasar de 137 legisladores a 197; además, ganó tres (o cuatro: otra vez Campeche) de las gubernaturas en cuestión y arrebató a Morena la hegemonía en la capital. Cierto: el partido de oposición que no fue en alianza se vio aplastado por la polarización pero refrendó su registro en la capital, conservó el control del Congreso en ese Jalisco que ya gobierna, sumó la gubernatura de Nuevo León y, en un triple empate técnico, pugna también por la de Campeche.
El resultado de ese partido –Movimiento Ciudadano–, lo mismo que el del PRD, resultan también alentadores: aun si modestos –MC alcanzó poco menos del 7 por ciento de los votos, el PRD poco más de 3.5– muestran que hay un 10 por ciento de la población que considera necesaria una izquierda democrática.
Nota a pie de página, pero digna de ser consignada: tres partidos negocio, que nada y a nadie representan, pierden su registro ante la oportuna legislación que les impide ir coaligados en su primera elección. He ahí una admonición para futuros mercaderes de la política.
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Hay mucho que lamentar también.
Lo primero es la violencia. La política, sí –el candidato que llamó basura a su oponente, la perdedora que tildó de soez y desequilibrada a quien le arrebató el cargo deseado–, pero sobre todo la metapolítica: los 91 candidatos asesinados a lo largo del proceso y la cabeza arrojada a una casilla apuntan a una incapacidad del gobierno para enfrentar al crimen organizado, acaso a la infiltración local de éste en uno o más partidos. Que el presidente no haya sino minimizado el fenómeno –ora de palabra, ora por omisión– trasciende el proceso electoral y lo electoral mismo: acusa un problema de gobernabilidad que no sólo lastra nuestra democracia sino que amenaza nuestra estabilidad política y social y, de manera potencial, nuestra integridad física.
Preocupación de fondo: puesta a prueba, nuestra democracia sacó la casta pero muy poco cambió. La mayoría borreguil en el Congreso sigue teniendo al país a expensas de un solo hombre. La oposición coaligada no aprendió de sus errores ni propuso algo nuevo: lucró con el voto de castigo al amparo de la narrativa plebiscitaria del presidente. La oposición propositiva apenas si asomó la cabeza en la entidad en que enarboló un discurso nuevo y digno, triunfó en el estado en el que postuló a un influencer frívolo, ayuno de proyecto. Al amparo del poder y las clientelas, el más abyecto de los partidos negocio cuadruplicó su fuerza legislativa y se hizo de una gubernatura.
Nuestra democracia existe pero su calidad es dudosa. Es lo que hay.
IG: @nicolasalvaradolector